Surgido primeramente en la península italiana durante el siglo XIV y XV, el humanismo renacentista produjo espléndidos frutos literarios y de creación artística, de una calidad y abundancia como nunca se había visto en tan breve lapso. Baste recordar a poetas, lingüistas y pintores tan destacados como Francesco Petrarca, Giovanni Boccacio, Fra Angelico, Masaccio, Pico della Mirandola, Lorenzo Valla, Filippino di Lippi, Leonardo da Vinci, Sandro Botticcelli, Raffaelo Sanzio, Michelangelo Buonarroti y tantos otros. Poco a poco el humanismo se extendió desde Italia a otros entornos geográficos: Ausiàs March, Jaume Huguet, Robert Campin, Rogier van der Weyden, Jan van Eyck, Joanot Martorell, Fernando de Rojas, Antonio de Nebrija, Erasmo de Rotterdam, Tomás Moro, Juan Luis Vives, etc. En España, el hecho más relevante del humanismo fue la fundación de la Universidad de Alcalá (1508), obra magna del proyecto cultural del cardenal Gonzalo Jiménez de Cisneros.
A grandes rasgos el humanismo renacentista se caracterizó por tres notas: aprecio y vuelta a la antigüedad clásica (no sólo a los temas literarios del mundo greco-romano, sino también al cultivo de esas lenguas, recuperando la preceptiva literaria clásica); nueva relación con la naturaleza (que se aprecia plásticamente por el relieve concedido a jardines y espacios naturales en la pintura); y actitud marcadamente antropocéntrica (por ejemplo en la pintura, por la atención concedida al cuerpo humano, con un estudio primoroso de su movimiento y de sus proporciones, en el uso de las perspectivas, y por un tenue erotismo en la novela, género literario que nace en esos años). Esas tres características se reflejaron también, a su modo, en la nueva teología que surgió con el humanismo renacentista.
2. SOBRE LA RUPTURA O CONTINUIDAD ENTRE MEDIEVO Y RENACIMIENTO
A) DISCUSIÓN
Mucho se ha discutido sobre la continuidad/discontinuidad entre la baja edad media filosófico-teológica y el humanismo renacentista. El historiador suizo Jacob Christoph Burckhardt (1818-1897) sostuvo la neta separación epocal; su discípulo Wilhelm Dilthey (1833-1911) se inclinó por la continuidad, entendida como progresiva «maduración» de la mentalidad y de la cultura occidentales, hasta modificar por completo el horizonte europeo, no sólo en el plano cultural, sino también en el ámbito religioso1; finalmente, por citar sólo los protagonistas más destacados del debate, el lingüista alemán Konrad Burdach (1859-1936) también se opuso a la tesis de Burckhardt y se inclinó por la suave transición. La tesis de la transición sin grandes sobresaltos nos parece la más plausible, especialmente en el campo que nos ocupa.
Aunque hubo algunos cambios importantes y relativamente rápidos desde finales del siglo XIV a comienzos del XVII, que provocaron la aparición de nuevos paradigmas culturales2; la teología latina parecía caminar, sin sobresaltos, por la senda que había iniciado mil años antes. Con expresión de Joseph Lortz (vid. Bibliografía), «la Edad Moderna surgió de la misma Edad Media, como desarrollo lógico de ciertos elementos medievales».
En efecto, el católico Joseph Lortz (1887-1975) se atuvo a la tesis de la continuidad, pero con algunas salvedades, especialmente en su magna obra Geschichte der Reformation in Deutschland, en dos volúmenes, aparecida en alemán en el bienio 1939-1940. Grohe (vid. Bibliografía) ha estudiado el proceso intelectual que condujo a Lortz a las conclusiones que se ofrecen en este libro, traducido a muchas lenguas, también al castellano en 1964, y que tuvo en su momento un influjo extraordinario. Según Lortz, a partir del 1300 se produjo en Europa un gran deterioro eclesial, que afectó no sólo a las costumbres (también a la vida del clero y de los religiosos), sino incluso a la práctica devocional y a la teología. Las reformas iniciadas en los principales institutos religiosos (franciscanos, jerónimos, agustinos, dominicos, etc.), anteriores o contemporáneas a las propuestas luteranas, pecaron, por exceso, de alienación y formalismo; la «devotio moderna» abocó a un peligroso subjetivismo religioso; los humanistas, y muy en particular Erasmo de Rotterdam, indujeron la Reforma por su exagerado afán de crítica, y no acertaron en sus proposiciones. Lortz carga, sobre todo, contra la oscuridad de la teología escolástica. Y así, aunque a comienzos del siglo XVI la vida católica parecía fuerte y vital, se trataba sólo de una fachada, tras la cual se escondía una notable confusión doctrinal, litúrgica y ascética. En tal contexto habría que situar a Lutero, que no pretendió romper, sino sólo aclarar la situación.
La ligereza de la prosa de Lortz, ajena al fárrago y a los tecnicismos de la literatura especializada, contribuyó al éxito de sus tesis, muy bien recibidas en un momento en que el nacionalsocialismo presionaba tanto a católicos como a luteranos a una común resistencia. En definitiva, tanto Lortz, como antes su maestro Sebastian Merkle (1862-1945), «descubrieron» a los creyentes cristianos un Lutero «reformador católico», que, incluso en sus actos más revolucionarios, no pretendió combatir a la Iglesia católica en cuanto tal, sino sólo batallar contra una imagen degradada de ella.
En todo caso, los partidarios de la «continuidad» nos presentaron a unos teólogos luteranos que quisieron mantenerse fieles a sus antecesores, aunque purificando las tesis que habían recibido en herencia y deduciendo de ellas nuevas conclusiones. Salvo las lógicas rivalidades escolares y las querellas de gabinete, la Reforma habría sido un proceso evolutivo de intento no rupturista.
Si a tanta distancia de los hechos continuaba viva la discusión sobre la continuidad o discontinuidad entre el medievo y el Renacimiento y, más en concreto, acerca de si Martin Lutero fue un continuador de cierta teología bajomedieval, aunque con acentos propios, o un innovador total, no ha de sorprendernos la perplejidad de muchos teólogos católicos del XVI, sobre todo tridentinos, ante las proposiciones luteranas, que sonaban a moneda corriente en los ámbitos académicos de aquella hora3.
B) UN NUEVO ANTROPOCENTRISMO
En el medievo teológico, el hombre en cuanto tal, y no sólo el hombre singular, recibió una atención notable por parte de la teología. Ahí están, como testimonio, los largos desarrollos cristológicos (sobre la unión hipostática y la naturaleza humana de Cristo), la amplia antropología (creación, elevación y caída del hombre) y el destacado interés prestado a la teología moral y a la soteriología, con su apéndice escatológico. Con todo, la teología medieval no fue antropocéntrica.
La novedad del humanismo consistió en situar en el centro de estos tratados dos cuestiones hasta entonces bastante preteridas o, al menos, tratadas en otro contexto: (1) las relaciones de la gracia con la libertad (o, en sentido más amplio, las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural); y (2) el asunto de la certeza moral, que implicaba un pormenorizado análisis de los estados de la conciencia moral (conocimiento verdadero o falso, cierto o dudoso). Por todo ello, se puede hablar de un antropocentrismo de nuevo cuño, propio del renacimiento cincocentista.
Digo de nuevo cuño, porque es evidente que el antropocentrismo no constituyó entonces una novedad absoluta. Lo hallamos ya en otros momentos históricos, particularmente en tiempos de la sofística griega. Quizá por ello los humanistas bajomedievales tomaron como modelo la Grecia clásica. Sin embargo, por su oposición a la escolástica coetánea (la escolástica de corte terminista, que consideraron artificialmente erudita), los nuevos humanistas desaprobaron también el peripatetismo aristotélico (confundiendo los excesos terministas con la metafísica peripatética) y se volcaron, en sus preferencias, por el «divino» Platón. El oscurecimiento de la metafísica aristotélica comportó una grave pérdida para el desarrollo teológico, que se advertirá en particular durante la polémica suscitada por el luteranismo.
C) LAS RELACIONES GRACIA-LIBERTAD Y LA CRISIS DE LA METAFÍSICA
Como ya se ha insinuado, el análisis teológico de la libertad comenzó a complicarse a comienzos del siglo XVI. Tomás de Aquino se había preguntado si la libertad es una potencia distinta de la voluntad y había resuelto la cuestión a partir del paralelismo que existe entre las dos potencias del apetito superior. Del mismo modo que aprehender, juzgar y razonar no son tres potencias distintas, sino tres momentos de la actividad intelectual, así también desear, deliberar