En Guillermo de Ockham influyó el estilo de Duns Escoto; pero no sólo su estilo, sino sobre todo su peculiar manera de plantear los temas, especialmente la doctrina escotista sobre la intuición del singular. Para Duns, en efecto, el objeto propio del intelecto es la esencia sensible («quidditas rei sensibilis»). En consecuencia, la conoce directamente, porque si no, no sería su objeto propio. Así, pues, hay tres momentos cognoscitivos, según Escoto: la intuición sensible, por la cual los sentidos se hacen con la cosa; la intuición intelectual, por medio de la cual el intelecto viador se percata de que está ante algo existente; y la noticia abstractiva del singular, operación por la cual el intelecto desmaterializa la noticia sensible (producto de la intuición sensible) y extrae de ella la esencia o quididad de la cosa material, o sea, la esencia del singular. De este modo, al criticar la doctrina aristotélica de la abstracción, alteró decisivamente las condiciones de posibilidad de la ciencia teológica, porque de Dios no hay intuición ni sensible, ni intelectual, al menos in statu viæ, es decir, mientras somos viadores.
Un tema secundario, que tendría importancia en la posteridad filosófica, es la cuestión de la evidencia. Si para Escoto, la intuición intelectual era motivada por la existencia del objeto, para Ockham, que siempre llevó al límite las doctrinas escotistas, no es necesaria la existencia, sino sólo la presencia del objeto, para que tenga lugar la intuición; lo cual significa que puede haber intuición de un objeto no existente. Dios puede producir en nosotros la intuición de lo que actualmente no existe. ¿Cómo se puede estar seguro, entonces, de que existe lo que se percibe como real? La intuición de un objeto presente y existente produce evidencia; en cambio, la intuición de un objeto presente y no existente produce puro asentimiento sin evidencia.
Radicalizando a Escoto, Guillermo de Ockham negó la posibilidad teórica de una ciencia verdaderamente «científica» acerca de las verdades teológicas (porque estas verdades versan sobre Dios y, como ya se ha dicho, de Dios no puede haber intuición). Además, redujo a la mínima expresión una ciencia sobre los artículos de la fe (el credo, por ejemplo) ya que tales artículos sólo son cognoscibles sobrenaturalmente, infundidos por Dios en el intelecto, pues tampoco de ellos cabe intuición. La teología quedó, de este modo, desposeída casi totalmente de objeto propio: ni reflexión sobre las verdades teológicas ni sobre los artículos de la fe. Esto implicaba el momento final de la pleno-escolástica y suponía la inauguración de una nueva época. Ockham no puede ya ser considerado como teólogo, en sentido estricto, aun cuando haya escrito nueve volúmenes sobre temas teológicos; en todo caso, fue un teólogo de un estilo muy diferente a como lo habían sido sus predecesores del siglo XIII85.
Fundamentos de su teología moral
La influencia de Ockham también resultó decisiva en el campo de la ética y, por ello, de la teología moral. En efecto, la psicología agustiniana de Ockham, heredada de Escoto, al negar la realidad de las potencias anímicas como entidades accidentales distintas de la substancia del alma, imposibilitó pensar la libertad como propiedad de la voluntad, a la que precede, en su ejercicio, la actividad del juicio intelectual, o sea, la deliberación de la conciencia moral. La libertad quedó así reducida a un modo fáctico de operar, cuya existencia no podía ser demostrada racionalmente. La libertad se limitaba a estar ahí, meramente atestiguada por la experiencia. En tal contexto, la libertad carecía de relieve teológico, de modo que la discusión sobre la existencia del libre albedrío —y su hipotética negación— quedaba abierta, como ocurrió de hecho dos siglos después, cuando Lutero se adscribió a la «secta ockhamista», como él mismo declara.
Escoto había llegado a la conclusión de que la voluntad divina está limitada por el principio de contradicción y que la ética encuentra, quoad nos, su fundamento único y último en la mera voluntad divina; así, pues, nuestras acciones serán buenas cuando se acomoden al querer divino, sin que se pueda buscar en la acción misma o en las normas que rigen nuestro comportamiento razones que justifiquen su bondad. Para Escoto, toda la ley moral depende del puro querer divino, excepto el primer mandamiento y el segundo, que tienen a Dios mismo por objeto y que, por ello, no pueden cambiar.
Ockham fue mucho más radical. En el opúsculo Tractatus de principiis theologiæ, que no es suyo, pero que reproduce fielmente su doctrina y que fue escrito en vida del Venerabilis Inceptor por alguien que lo conocía bien, se advierte una notable radicalización de los postulados escotistas. Para Ockham, en efecto, ni siquiera el principio de no-contradicción constituye una «razón» del obrar y querer divinos. O mejor: el principio de no-contradicción no se refiere tanto a la acción, cuanto a lo existente. No hay acciones contradictorias (poder hacer esto o su contrario, sin que ello suponga problema alguno); hay, en cambio, cosas que, si existiesen, es decir, si fuesen hechas, al estar hechas serían contradictorias: y, por ello, Dios no puede hacerse a Sí mismo. En consecuencia, Dios podría habernos mandado que le odiáramos y, en tal caso, odiarle sería bueno.
En otras palabras: la bondad o malicia de las acciones humanas radica exclusivamente en la obediencia o desobediencia a la pura voluntad divina, entendida ésta como algo arbitrario quoad nos o, por lo menos, algo carente de toda «razón». Así, pues, los actos humanos no son intrínsecamente buenos o malos; Dios no manda hacer lo bueno y evitar lo malo, sino simplemente ser obedecido. Por eso mismo, no hay obras en sí buenas, ni malas, ni meritorias. De esta guisa, Dios podría condenar a los inocentes y salvar a los culpables. Tal moral, que anuda una gnoseología nueva (la doctrina de la intuición intelectiva), una psicología de corte agustiniano (la indistinción del alma y sus potencias) y una concepción meramente positivista de la ley (los mandamientos dependen exclusivamente de la voluntad divina, al margen de toda racionalidad), habría de tener profundas consecuencias en los planteamientos espirituales y pastorales de los siglos XV y XVI.
8. RAMÓN LLULL
Ramon Llull (ca.1223-ca.1316), así mismo conocido como Raimundo Lulio, fue contemporáneo de Duns Escoto y estuvo también relacionado con el mundo académico parisino. Nació en Mallorca. Al principio sirvió al rey Jaime I el Conquistador, pero en 1263 decidió cambiar de vida y dedicarse completamente a la conversión de los musulmanes. En 1276 fundó en Mallorca el Colegio Miramar, donde un grupo de frailes menores estudiaban árabe, y en 1295 profesó en la tercera Orden de los menores. Viajó a Túnez varias veces, para ensayar una amplia campaña evangelizadora, basada en elementos lógico-filosóficos. Estuvo también presente en el Concilio de Vienne (1311-1312), en el Delfinado, para exponer su plan de conversión del Islam e impulsar la creación de cátedras de lenguas semíticas en las principales universidades. Murió en su tierra natal hacia 1316. Es «beato» por culto inmemorial.
Tuvo en París un círculo de fervientes devotos. Uno de los más activos resultó ser Tomás Le Myésier, médico de Arrás, que nos ha conservado la famosa Vita de Llull, que es una fuente preciosa para conocer el origen de tantas leyendas en torno al pensador mallorquín. Le Myésier sobrevivió al maestro, llegó a formar una amplísima biblioteca con las obras lulianas y procuró influir en la Universidad parisina, ganándola para la causa luliana. Otros dos focos lulianos fueron la cartuja de Vauvert, donde Llull pasó largas temporadas, la última entre 1309 y 1311, y la corte francesa.
Su teología, como ya se ha apuntado, se inscribe de lleno en la apologética del cristianismo, tomada ésta en una doble acepción: defensa teológica de los artículos de la fe, frente a las críticas de los musulmanes, y preparación de instrumentos intelectuales para favorecer la conversión de éstos (Fidora, vid. Bibliografía). En tal contexto, una de las obras más interesantes es el escrito El libre del gentil i dels tres savis, que nos adentra en la concepción que tenía Llull del proceso de conversión, es decir, del paso de la gentilidad al cristianismo. En esta obra primeriza se hallan las principales intuiciones que Llull desarrollará después en su amplísima producción literaria, tanto en latín, como en catalán y árabe. En El libre del gentil aparece ya el tema de las «ideas necesarias», que caracteriza el sistema luliano y lo asemeja a Anselmo de Canterbury. Una razón necesaria es una demostración apodíctica estrictamente racional de un artículo de la fe, después de ser conocido por la fe. La fe me da la entrada en el artículo; todo lo que viene después