Mientras tanto, el Concilio de Constanza, sede vacante, había aprobado dos decretos que sancionaban la doctrina conciliarista, que pretende una supuesta superioridad del concilio sobre el papa. Los padres conciliares votaron dos decretos Hæc sancta (de marzo de 1415 y abril del mismo año) en los que se lee:
Este sínodo, congregado legítimamente por el Espíritu Santo para hacer un concilio general, representa a la Iglesia católica militante, tiene potestad recibida inmediatamente de Cristo, y debe ser obedecido por todos, cualesquiera que sean su dignidad y estado, incluso por el papa, en aquellas cosas que miran a la fe y a la extirpación del dicho cisma88.
Martín V, el nuevo Romano Pontífice elegido en Constanza, no sancionó estos dos decretos.
La interpretación de los decretos Haec sancta, de las sesiones IV y V, no es sencilla si toma en cuenta su contexto histórico. Walter Brandmüller (vid. Bibliografía) ha escrito que «el papa [Martín V] no tenía necesidad de ratificarlos, porque antes de su elección toda la Iglesia estaba representada en Constanza: ya habían llegado los españoles, los escoceses, etc. En esa situación, en la que faltaba el papa, el concilio tenía de facto la supremacía». También ahora —añade Brandmüller— se podría hablar de una supremacía del concilio sobre el Romano Pontífice, sede vacante, porque, cuando falta el papa, hay otro sujeto que, por derecho divino, detenta la plena potestad en la Iglesia. Este sujeto es el colegio episcopal. «No olvidemos que el concilio ecuménico es la expresión más acabada de la communio. Los decretos, antes de la elección de Martín V, ya eran de suyo legítimos, al proceder de un concilio ecuménico, vacante el solio pontificio. Cuando fueron aprobados, en la primavera de 1415, contribuyeron a que continuase el concilio, pues en el concilio estaba representada una sola obediencia, la de Juan XXIII, si bien el papa había huido».
Con la elección de Martín V, Constanza resolvió la crisis de las dos obediencias de forma práctica, pero no solucionó el problema teológico del conciliarismo. Es innegable que los decretos Haec sancta desbloquearon la marcha del concilio y contribuyeron a salir del impasse, a pesar de la ambigüedad de la redacción, porque, si bien de facto la Iglesia está representada en el concilio, suprema expresión de la communio que ella es, nunca, ni siquiera como hipótesis, puede afirmarse que el concilio esté por encima del papa en cuestiones de fe.
La profundidad de la crisis teológica se manifestó, antes incluso de que estallara el cisma en Basilea, veinte años después. En el siglo XVII los jansenistas desempolvaron repetidas veces las sesiones IV y V de Constanza, para justificar el regalismo y el galicanismo. Incluso los liberales del siglo XIX se basaron en ellas, para fundamentar sus reivindicaciones antipapalistas. Así se entiende el interés de Pío IX, empeñado en que el Concilio Vaticano I ratificase solemnemente las prerrogativas propias del ministerio petrino, sobre todo la potestad de determinar solemnemente ex cathedra la doctrinas de fide vel moribus, como así ocurrió en 1870, al aprobar la asamblea conciliar la constitución Pastor æternus89. Por la misma razón, el Concilio Vaticano II, al referirse al colegio episcopal, insistió en que «Summus Pontifex est Caput Collegii» (el Sumo Pontífice es la cabeza del colegio de los obispos)90.
El decreto Frequens, de 1417, estableció que el concilio se debía reunir frecuentemente91: el primero, a los cinco años de Constanza; el siguiente, al cabo de siete; y después regularmente, cada diez años. Cinco años después de Constanza, en el Concilio de Pavía-Siena (1423-1424) se comprobó que el problema del conciliarismo no estaba resuelto92. Las disposiciones sobre la frecuencia de las convocatorias y acerca de la superioridad del concilio sobre el papado, si bien aceptadas por Martín V a regañadientes las primeras y rechazadas las segundas, marcaron la discusión teológica durante todo el siglo XV. En efecto; el papa Eugenio IV (1431-1447), aunque no observó la periodicidad estipulada en Constanza, cedió en la convocación de un concilio, que comenzó en Basilea en 1431, en la confluencia entre las actuales Francia, Alemania y Suiza. Este concilio comenzó siendo ecuménico, por haber sido legítimamente convocado; pero, al poco tiempo, en el verano del 1433, el papa consideró que el concilio se había separado de las directrices que él había dado y que, por ello, se había hecho cismático. En consecuencia, lo declaró ilegítimo y, tras haberlo disuelto, lo reconvocó en 1438, en Florencia. El nuevo concilio se reunió sucesivamente en distintas sedes: Florencia, Ferrara y Roma, y se celebró entre 1438 y 1445. Desarrolló un importante esfuerzo en pro de la unión de los latinos con los griegos, los armenos, los jacobitas o coptos y los sirios.
B) PRIMEROS PASOS DE LA TEOLOGÍA ESPAÑOLA
El siglo XV ofrece las primeras muestras de teología española, auspiciadas, en parte, por la reforma de las Órdenes religiosas, que ya había empezado en Castilla. Estos primeros pasos de la teología castellana han sido muy bien estudiados por Melquiades Andrés-Martín y un equipo de colaboradores (vid. Bibliografía). Castilla, en efecto, estaba en paz, pues aún no había estallado la guerra civil ni había comenzado la reconquista de Granada, y poseía una buena situación económica. Otro elemento que contribuyó a que Castilla aportara muy buenos teólogos durante los siglos XV-XVI fue que el papa Benedicto XIII, aragonés, que había sido excomulgado por el concilio de Constanza, erigió en la Universidad de Salamanca una Facultad de Teología, para ganarse el favor de los castellanos. Esa Universidad, fundada por Fernando III el Santo en 1225 y consolidada por Alfonso X el Sabio, había pedido repetidas veces poseer una Facultad de Teología, pero Roma nunca se la había concedido. En el año hacia 1396, la consiguió finalmente.
En tal contexto surgieron en Castilla algunos teólogos profesionales de nota, como el dominico Juan de Torquemada (1388-1468), y algunos clérigos seculares, como Juan de Segovia (1395-1458) y Alfonso de Madrigal (1410-1455), estos dos últimos de adscripción más o menos conciliarista.
Torquemada, tío del célebre inquisidor castellano contemporáneo de los Reyes Católicos, escribió una importante Summa de Ecclesia, que tuvo gran repercusión, al ser difundida por la imprenta en un tempranero incunable93. Esta obra, de la que no ha habido una posterior edición, está dividida en cuatro libros: la Iglesia en su misterio o en su naturaleza; el primado romano; los concilios; el cisma y la herejía. En el marco de una noción de Iglesia que se aproxima a la figura de Iglesia entendida como Pueblo de Dios (es decir, en un marco eclesiológico de carácter más bien socio-teológico), Torquemada polemiza directamente con el conciliarismo, subrayando las prerrogativas del romano pontífice frente a la asamblea conciliar. Sale al paso de la doctrina de las sesiones cuarta y quinta de Constanza, no refrendadas por Martín V; descarta (por imposible) el supuesto de un «papa hereje» (aludiendo de modo implícito al caso del papa Juan XXII y su doctrina sobre la escatología intermedia, que estaba todavía en la memoria de todos94); reconoce que los decretos conciliares necesitan la validación del papa para que tenga fuerza de ley o magisterial en la Iglesia universal; y subraya que el papa es la única autoridad legitimada para convocar y presidir un concilio (por sí o por sus legados), pudiendo suspender un concilio ya convocado o trasladarlo de sede, como había sucedido pocos años antes con el Concilio de Basilea. De lo dicho se deduce que la Summa de Ecclesia debe considerarse como el primer gran tratado eclesiológico, que se adelanta a muchas soluciones teológicas que no se generalizarán hasta bien entrado el siglo XIX o incluso más tarde.
En la Corona de Aragón alcanzó cierta notoriedad el franciscano