פ PEI –VERSÍCULOS 129-136
צ TZADI –VERSÍCULOS 137-144
ק QOF –VERSÍCULOS 145-152
ר RESH –VERSÍCULOS 153-160
ש SHIN –VERSÍCULOS 161-168
ת TAF –VERSÍCULOS 169-176
Mapas del Tesoro II
Índice de comentaristas transcritos y autores citados
Índice de personajes históricos o mitológicos mencionados
Índice de referencias Escriturales y enlaces con otros textos
Índice analítico
Distribución general de los 150 Salmos en los tres tomos
PRÓLOGO DE LA COEDITORA
“Anna, ¿me quieres ayudar con el Tesoro de David?” mi padre me preguntó mientras terminaba el último curso que estudié en la Universidad de Granada. Yo no me daba cuenta entonces de lo ventajosos y precisos que resultarían mis estudios en Filología Clásica, en Humanidades, pero sobretodo en Literaturas Comparadas a la hora de afrontar y lidiar con una obra de características tan únicas. Tampoco me daba cuenta de que el proyecto en el que me estaba embarcando ocuparía gran parte de los siguientes siete años de mi vida, y lo que aún queda por recorrer, pues este es solamente el segundo volumen de los tres que completarán la presente edición de Editorial CLIE en español.
No era consciente de las horas, de la inmensidad del trabajo, de las complicaciones y las reescrituras que habría que revisar una y otra vez en pro de la fidelidad al texto original. Pero tampoco era consciente del inmenso aprendizaje y las extraordinarias experiencias vitales que trabajar en este proyecto me traería, ni de lo mucho que llegaría a definir mi carrera profesional, mi carácter y hasta mi vida familiar. En casa de mis padres, el Tesoro de David está presente en el desayuno, en las horas de trabajo, en la hora del almuerzo y en la cena. En la conversación casual, en cualquier tema: el Tesoro abarca tantos que pocos quedan fuera. En las trivialidades y en las conversaciones vitales, siempre hay sabiduría y citas a las que acudir. Lo cierto es que conocerlo a fondo es un privilegio del que mi familia se beneficia día tras día, y es una riqueza mayúscula que no podemos encerrar entre cuatro paredes en un solo hogar. Es por eso que, cuando no estoy sentada frente a una pantalla revisando texto y notas a pie de página, muchas veces estoy viajando para dar a conocer a los lectores de habla hispana esta obra única, extraordinaria, monumental.
Aunque muchos saben quién era Charles Haddon Spurgeon, el “Príncipe de los Predicadores”, y han leído alguna o varias obras suyas, no tantos conocen su mayor obra, aquella en la que invirtió más horas, días, meses y años de su vida. El Tesoro de David empezó siendo un proyecto relativamente sencillo y fundamentalmente asequible: se publicaba en una revista mensual que contenía varios versículos de un Salmo y, tras cada versículo un comentario o predicación de Spurgeon, a nivel devocional. Lo extraordinario de esas publicaciones, sin embargo, es que Spurgeon además de escribir su propia nota también transcribía aquellas predicaciones y comentarios que él había leído para preparar su sermón sobre aquél versículo en particular, y que consideraba necesario dar a conocer a sus lectores. Spurgeon era generoso con ellos porque él mismo era un lector empedernido y no podía conocer tal riqueza sin compartirla con los demás. Como buen autodidacta, era un hombre disciplinado que entendía que su deber era leer todo aquello que cayera en sus manos. A día de hoy se estima que leía una media de 6 libros a la semana, y sin duda esa fue la base que le permitió convertirse y mantenerse en vida como uno de los mejores predicadores de la Historia. Leía libros con los que estaba de acuerdo y libros con los que no, libros de teología y tratados científicos, y con cada libro que leía su fe y su amor por Cristo se afianzaban más y más, porque entre todos los libros que leyó la Biblia fue siempre su cabecera. Sin embargo leer libros con los que uno no está de acuerdo, libros que cuestionen nuestros convencimientos y nos hagan reflexionar sobre ellos es algo absolutamente necesario para todo cristiano, y especialmente indispensable cuando ocupamos una plataforma pública, como la ocupaba Spurgeon. Son precisamente esos libros los que nos ayudan a entender el punto de vista de los demás, y por tanto, los que nos dan las herramientas para rebatirlos o abren nuestra mente y nuestro corazón para aprender de ellos. Son esos libros que nos hacen cuestionarnos quiénes somos los que nos incitan a buscar argumentos y herramientas eficientes para defender nuestra postura.
Mi abuelo, Samuel Vila, como buen discípulo en segundo grado que era de Spurgeon, tenía muy claro esto mismo y por ello acuñó una frase que ha quedado para siempre viva en mi familia: «Quien lee, aprende. Para bien o para mal, pero quien lee, aprende». También mi abuelo fue un lector excepcional, como su maestro y el maestro de su maestro, y como tal leyó y estudió cuantiosos libros que lo ayudaron y acompañaron durante toda su vida. Tradujo muchos de ellos al español, y publicó muchos más aún cuando fundó la Editorial CLIE para que los pastores de habla hispana de todo el mundo no tuvieran que dejar atrás su casa, su familia y su lengua para poder aprender y completar su formación, que es exactamente lo que tuvo que hacer él. Siempre fue un apasionado de Cristo, un enamorado de sus enseñanzas, y todo lo que hizo en su vida lo remetía a Él. Con fervor predicaba su Palabra, leía, traducía y escribía libros de sana doctrina, y se enfrentaba al Nacionalcatolicismo que en tiempos del dictador Francisco Franco imperaba y dominaba España, Católica Apostólica y Romana por decreto ley. Con valentía fundó iglesias protestantes por todo el territorio español, y nos dejó un precioso legado en el amor por las letras, por Cristo y su Palabra: la Editorial CLIE. Pero una vida terrenal solo consta de unas pocas décadas, y aunque Dios le concedió muchos años de vida y él los aprovechó intensamente, no fueron suficientes para completar todos los proyectos que hubiese querido ver realizados. Quizá el mayor de ellos a nivel editorial fuera ver en vida publicada en español una edición completa de uno de sus libros de referencia: El Tesoro de David.
Y es que el Tesoro de David es una obra única en su especie que fascinó a mi abuelo y a toda una generación de predicadores de habla inglesa antes que él, y varias después. Quizá porque empezó editada en una revista, y por tanto usaba un lenguaje sencillo que llegaba directo al corazón de los lectores. Quizá porque incluía extractos de los mejores predicadores de la historia del cristianismo, desde el siglo II hasta los días del propio Spurgeon, sin importar su idioma original, su inclinación doctrinal o su lugar de origen, haciéndolos asequibles a todo cristiano que supiera leer y revelando así su propia “escuela pastoral” al el mundo para que otros pudieran formarse como él, leyendo a los grandes. O quizá porque su foco era uno de los libros de la Biblia, por no decir el libro de la Biblia, al que todo cristiano acude en momentos de zozobra emocional buscando consuelo y amparo, pero también alabanzas y cantos: el libro de los Salmos.
El libro de los Salmos es un libro muy especial por varias razones. En primer lugar, es un libro que está escrito en poesía, y la poesía es un género singular. Así como la narrativa suele contarnos de manera lineal la vida o los acontecimientos de una persona o un lugar concretos, la poesía por su formato y condición, nos habla de forma distinta: nos habla al alma. No hace falta haber cometido el mismo pecado que cometió David para identificarnos con sus palabras de arrepentimiento, ni vivir en su lugar y su época, o hablar su mismo idioma, para cantar las mismas alabanzas. La poesía trasciende épocas y situaciones particulares porque nos habla de la experiencia humana, y la poesía de los Salmos nos habla a cada uno de nosotros de nuestra relación particular con Dios. Pero, en segundo lugar, el libro de los Salmos es excepcional porque está conectado con el resto de la Revelación Escritural manifestada a través de los sesenta y cinco libros restantes que conforman la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Hay Salmos que nos hablan de la creación, del éxodo del pueblo judío y sus largos años en el desierto (no en vano hay Salmos de Moisés), los hay repetidos en Samuel, Reyes y Crónicas, y todos son en algún modo proféticos, especialmente aquellos que llamamos “salmos mesiánicos” porque nos hablan de Cristo mucho antes de que Cristo naciera en Belén. Pero también los encontramos en el Nuevo Testamento, en boca de los apóstoles y en