—Russell dijo…
—No me importa. Russell es un bruto y deberías haber dejado el cuchillo dentro. —Hattie sacudió la cabeza mientras limpiaba la herida disfrutando de los malditos quejidos de su hermano más de lo que debería. Golpeó dos veces la mesa—. Recuéstate.
—Estoy sangrando —se quejó Augie.
—Sí, ya lo veo —respondió Hattie—. Pero como estás consciente, para mí sería más fácil que estuvieras tumbado.
—¡Date prisa! —contestó Augie mientras se recostaba.
—Nadie te culpará por tomarte tu tiempo —dijo Nora acercándose con una lata de galletas en la mano.
—¡Vete a casa, Nora! —dijo Augie.
—¿Por qué voy a hacerlo cuando estoy disfrutando tanto? —Le extendió la lata de galletas a Hattie—. ¿Quieres una?
Hattie sacudió la cabeza y se concentró en la lesión, ahora limpia.
—Tienes suerte de que la hoja estuviera tan afilada. Esto se debería poder coser fácilmente. —Extrajo una aguja e hilo de la caja—. No te muevas.
—¿Dolerá?
—No más que el cuchillo.
Nora se rio, y Augie frunció el ceño.
—Eso es cruel. —Un quejido siguió a sus palabras cuando Hattie comenzó a cerrar la herida—. No puedo creer que el tipo diera en el blanco.
—¿Quién? —Hattie contuvo el aliento. «Bestia».
—Nadie —contestó su hermano.
—No puede ser nadie, Aug —señaló Nora con la boca llena de bizcochos—. Tienes un buen agujero.
—Sí. Me he dado cuenta de eso —se quejó de nuevo mientras Hattie continuaba cosiendo.
—¿En qué estás metido, Augie?
—En nada. —Su hermana presionó la aguja con más firmeza en el siguiente punto—. ¡Maldita sea!
—¿En qué nos has metido a todos? —Clavó la mirada en la azul pálido de su hermano.
Él la rehuyó. Gritaba culpable. Porque lo que fuera que hubiese hecho, lo que fuera que lo hubiese puesto en peligro esa noche… los había puesto en peligro a todos. No solo a Augie. A su padre. Al negocio.
A ella. Todos los planes que había hecho y todo lo que había puesto en marcha para el Año de Hattie: negocios, casa, fortuna, futuro. Y si el hombre con el que había hecho un trato estaba involucrado, amenazaba al resto. Su virginidad.
La frustración se apoderó de ella y le entraron ganas de gritar, de sacudirlo hasta que le dijera la verdad sobre qué había hecho para que le clavaran un cuchillo en el muslo. Que confesara que había dejado a un hombre inconsciente en su carruaje. Y Dios sabía qué más.
Cosió otro punto. Y otro.
Se quedó callada y se puso nerviosa.
No hacía ni seis meses, su padre había convocado a Augie y Hattie para informarles de que ya no podía manejar el negocio que había convertido en un imperio. El conde había envejecido demasiado para trabajar en los barcos, para manejar a los hombres. Para vigilar los entresijos del negocio. Así que les ofreció la única solución posible para un hombre con un título vitalicio y un negocio que funcionaba: la herencia.
Ambos niños habían crecido entre la arboladura de los barcos Sedley; ambos habían pasado sus primeros años, antes de que le concedieran un título vitalicio a su padre, pisándole los talones, aprendiendo el negocio de la navegación. Ambos sabían izar una vela, a hacer un nudo. Pero solo uno de ellos había aprendido bien. Desafortunadamente, era la chica.
Así que su padre le había dado a Augie la oportunidad de probarse a sí mismo y, durante los últimos seis meses, Hattie había trabajado más duro que nunca para hacer lo mismo, para probarse a sí misma que era digna de asumir el control del negocio; todo, mientras Augie se dormía en los laureles esperando su momento, cuando su padre decidiera entregarle todo el negocio sin otra razón que la de que Augie era un hombre, porque así es como debía ser. No había forma de cambiar el razonamiento del conde:
«Los hombres de los muelles necesitan una mano firme».
Como si Hattie no tuviera fortaleza para manejarlos.
«Los envíos necesitan un cuerpo capaz».
Como si Hattie fuera demasiado blanda para el trabajo.
«Eres buena chica y contigo al frente todo iría bien…».
Un cumplido, aunque no fuese esa la intención.
«… pero ¿y si aparece un hombre?».
Eso era lo más insidioso. Que la señalara como una solterona era lo que resaltaba el hecho de que las mujeres no tenían vida propia frente a cualquier hombre.
Y peor aún, era lo que le indicó que su padre no creía en ella. Algo que, por supuesto, así era. No importaba cuántas veces le asegurara que su vida era solo suya y que no buscaba matrimonio.
«Eso no está bien, hija», decía el conde, volviendo a su trabajo.
Hattie se había propuesto demostrarle que estaba equivocado. Había diseñado estrategias para aumentar los ingresos. Llevaba los libros y registros, y pasaba tiempo con los hombres en los muelles para que, cuando surgiera la oportunidad de guiarlos, confiaran en ella… Y la siguieran.
Y esa noche, había comenzado el Año de Hattie. El año en que se aseguraría todo por lo que había trabajado tan duro. Solo necesitaba un poco de ayuda para ponerlo en marcha, una ayuda que pensaba que sería más fácil conseguir.
Tenía intención de volver a casa para decirle a su padre que el matrimonio ya no entraba en sus planes. Que se había arruinado a sí misma. No estaba contenta de haber regresado con su virginidad intacta, pero estaría más que feliz de poder informarle de que había encontrado un caballero ideal para encargarse de la situación.
Bueno… Tal vez no fuera un caballero.
«Bestia».
El nombre le llegó en una oleada de cálido placer, totalmente inapropiado y difícil de ignorar. Pero lo manejó lo mejor que pudo.
Incluso él había sido un