Era la única opción.
«Mentira».
Hattie cogió la máscara con la mano libre y la bajó entre ellos. Se puso a juguetear con ella, y sus dedos lo rozaron. Lo quemaron.
—Será difícil encontrar otro hombre que me ayude sin que haya consecuencias.
—Le aseguro que no —dijo él inclinándose y bajando la voz.
—¿Pretende encontrarme un hombre así? —Ella tragó saliva.
—No.
Hattie frunció el ceño y Whit le pasó el pulgar por las cejas varias veces, hasta que el ceño dejó de estar fruncido. Trazó las líneas de su cara, el contorno de sus pómulos, la suave curva de su mandíbula. Su grueso labio inferior, tan suave como lo recordaba.
—Tengo la intención de hacerlo yo.
Capítulo 5
Ya que había llegado al 72 de Shelton Street con la intención de que la arruinaran, Hattie debería haber considerado la posibilidad de que el asunto de perder la virginidad fuera placentero.
Nunca lo había visto así. De hecho, siempre había pensado que sería un asunto poco trascendental. Algo rutinario. Un medio para conseguir un fin. Pero, cuando aquel hombre la tocó, misterioso, guapo e inquietante y más bienvenido de lo que le gustaría admitir, no pudo pensar en nada más que en los medios.
Medios muy placenteros.
Medios tan placenteros que se apropiaron de todos sus pensamientos cuando él le sugirió que podía ser quien la ayudara a perder su virginidad.
Pero la combinación de un grave gruñido y una lenta caricia con el pulgar sobre su labio inferior hizo que Hattie pensara que podría hacer más que eso. Que podría quemarla. Que ella iba a permitírselo, que aquel fuego la condenaría.
Y luego hizo que Hattie pensara solamente una palabra: «Sí».
Había llegado con la promesa de encontrar un hombre extremadamente minucioso que demostraría ser un asistente estelar. Pero ese hombre, con sus ojos ámbar que lo veían todo, con su tacto que lo entendía todo, con su voz que llenaba sus más oscuros y secretos rincones, era más que un asistente.
Ese hombre era puro dominio, del tipo que Hattie no había imaginado, pero que ya no podía dejar de imaginar. Y se estaba ofreciendo a hacer realidad todo lo que ella anhelaba.
«Sí».
Estaba muy cerca. Era muy grande, lo suficientemente grande como para que ella se sintiera pequeña y guapa, lo bastante guapa como para que no pudiera pensar más que en una noche embriagadora, increíble y caliente en aquella fría habitación.
Él iba a besarla. No a cambio de dinero, sino porque quería. «Imposible». «Nadie nunca había…».
—¿Tú… —Él le deslizó la mano por el cabello haciendo que aquella idea se esfumara antes de asimilarla. Silencio— … me ayudarías… —Él contrajo los dedos— … con… —La mantuvo como a una rehén con su contacto y su silencio. Le estaba haciendo olvidar lo que estaba pensando, ¡maldición! La frase… ¿En qué estaba pensando?— … eso?
—Te ayudaría con todo —contestó él con un gruñido, un sonido que ella no habría entendido si no estuviera tan embelesada. Si no estuviera tan ansiosa por… todo.
Hattie cerró los ojos. ¿Cómo podía un hombre convertir solo dos letras en tanto placer? Seguramente iba a besarla. Así era como se empezaba, ¿no? Pero no se movía. ¿Por qué no se movía? Se suponía que debía moverse, ¿no?
Abrió los ojos de nuevo, él estaba allí, muy cerca, y la observaba. La miraba. La veía. ¿Cuándo fue la última vez que alguien la había visto? Se había pasado toda su vida siendo la mejor en el arte de esconderse: nunca la veían.
Pero este hombre… la veía. Y descubrió que lo odiaba tanto como le gustaba. No, lo odiaba más. No quería que él la viera. No quería que enumerar sus incontables defectos. Sus mejillas llenas, sus cejas demasiado anchas y su nariz demasiado grande. Su boca, que otro hombre comparó una vez, como si le estuviera haciendo un favor, con la de un caballo. Si aquel hombre veía todo eso, podría cambiar de opinión.
—¿Podemos empezar ya? —dijo Hattie con cierto descaro, animada por aquellas ideas.
Un profundo gruñido de asentimiento anunció su beso, un sonido tan glorioso como el choque de sus bocas cuando él posó sus labios sobre los de ella y le dio justo lo que ella quería. Más que eso. No debería haberle sorprendido la sensación de tenerlo contra ella, lo había besado con valentía en el carruaje antes de echarlo, pero ese había sido su beso.
Este era de los dos.
Él tiró de ella inclinándola de tal manera que quedaron perfectamente emparejados, hasta que su hermosa boca estuvo alineada con la de ella. Y entonces le encerró la cara entre las manos, le acarició la mejilla con el pulgar mientras asaltaba su boca con pequeños besos, uno tras otro, una y otra vez, mientras ella creía enloquecer. Él le capturó el labio inferior y se lo lamió; su lengua caliente y áspera, con sabor como a limón azucarado le provocó…
«Hambre». Eso fue lo que sintió. Como si nunca hubiera comido antes y ahora se presentase frente a ella un banquete sabroso, solo para ella.
Aquellos lametazos la volvieron salvaje. No sabía cómo soportarlos. Cómo manejarlos. Todo lo que sabía era que no quería que se detuvieran.
Lo agarró por el abrigo para acercarlo, se apretó contra él, anhelando sentir el contacto de aquellas manos en cada centímetro de su piel. Quería meterse dentro de él. Lanzó un pequeño suspiro de frustración que él entendió; sus brazos la rodearon como si fueran de acero, y la levantó, la forzó a entregarse al tiempo que las manos de ella se deslizaban sobre sus enormes hombros y alrededor de su cuello. Sobre los músculos tensos y muy calientes.
Ella jadeó al sentir el calor de su cuerpo, y él se separó. ¿Se había detenido? ¿Por qué se había detenido?
—¡No! —Por Dios, ¿había dicho eso en voz alta?—. Es que… —Sus mejillas se encendieron al instante—. Eso es… —Él arqueó una ceja a modo de pregunta silenciosa—. Preferiría…
—Sé lo que preferirías. Y te lo daré. Pero antes… —dijo aquella bestia silenciosa.
Recuperó el aliento.