Sus mejillas se tiñeron de rojo al escuchar la pregunta, y la curiosidad que sintió Whit por aquella extraña mujer se volvió casi insoportable.
—Cuerpo —dijo ella entonces, en un tono claro como el tañido del pasillo.
Cuando Whit tenía diecisiete años, salió del cuadrilátero tambaleándose, tras un combate que duró demasiado con un oponente demasiado grande; el rugido de la multitud se le clavó en los oídos por la cantidad de golpes que soportó. Aterrizó en el callejón trasero de un almacén, donde llenó de aire frío sus pulmones mientras se imaginaba en cualquier lugar menos allí, en un club de lucha de Covent Garden.
La puerta se abrió y se cerró, y una mujer se había acercó a él con un trozo de lino en la mano. Se ofreció a limpiarle la sangre de la cara. Sus palabras suaves y su amable gesto fueron el mayor placer que había sentido en su vida.
Hasta el momento en que escuchó a Hattie decir la palabra «cuerpo».
Se hizo el silencio entre ellos. Ella rio, nerviosa.
—Supongo que es más bien el primer punto, considerando que es esencial para el resto.
«Cuerpo».
—Explíquese —gruñó Whit.
Parecía estar considerando la posibilidad de no dar explicaciones, como si él le fuera a permitir salir de la habitación sin hacerlo.
—Hay dos razones —dijo finalmente, pues debió de darse cuenta de que él no iba a ceder—. Algunas mujeres se pasan toda la vida buscando un matrimonio.
—¿Y usted no?
Negó con la cabeza.
—Tal vez en algún momento lo consideré… —Se alejó, y Whit contuvo la respiración esperando ver qué venía a continuación. La vio encogerse de hombros—. Mañana cumplo veintinueve años. En este momento, soy una dote y nada más.
Whit no la creyó ni por un momento.
—No quiero ser una dote. —Lo miró—. No deseo que me conviertan en mercancía. Deseo ser yo misma. Elegir por mí misma.
—Negocios. Casa. Fortuna. Futuro —dijo.
Ella sonrió satisfecha, formando aquel maldito hoyuelo que centelleaba, y él no pudo resistirse a reparar en esos labios, cuya sensación recordaba vivamente desde el principio de la noche. Los vio moverse de nuevo.
—Solo hay una manera de asegurar que se me permita elegir por mí misma. —Hizo una pausa—. Me deshago de la única cosa de mí que es preciada. Me reclamo a mí misma. Y gano.
—Y vino aquí para… —Se alejó sabiendo la respuesta, pero quería que ella lo dijera.
Quería escucharlo.
Ese rubor otra vez.
—Perder la virginidad —dijo finalmente.
Las palabras resonaron en sus oídos.
—Bueno, yo sola no puedo perder mi propia virginidad, obviamente. Es más bien una metáfora. Nelson iba a hacerlo por mí —añadió ella bromeando.
Dejó que el silencio reinara un segundo mientras él ponía en orden sus pensamientos.
—Se libera de su virginidad y se vuelve libre para vivir su vida.
—¡Exactamente! —dijo como si estuviera encantada de que alguien lo entendiera.
—¿Y cuál es la segunda razón? —gruñó Whit.
Se ruborizó de nuevo. ¿Quién era esta mujer tan audaz como vergonzosa?
—Supongo… —se interrumpió para aclararse la garganta—. Supongo que es lo que quiero.
«¡Dios!».
Podría haber dicho mil cosas y todas las hubiera esperado. Cosas que lo habrían mantenido callado, impasible. Y en vez de eso, había dicho algo tan condenadamente sincero que no tuvo otra opción que desearla.
Lo detuvo antes de que empezara, reprimió su deseo metiendo la mano en el bolsillo y sacando un saquito de papel; del que sacó un caramelo. Se lo metió en la boca; el sabor a limón y miel explotaron en su lengua.
Lo que fuera para distraerse de sus palabras.
«La deseo».
—¿Son caramelos? —Hattie miró la bolsa.
Whit la miró y gruñó un sí.
—No debería tomar golosinas si no está dispuesto a compartirlas, ya sabe… —Inclinó la cabeza a un lado.
Otro gruñido y tendió la bolsita hacia ella.
—No, gracias —dijo con una sonrisa.
—Entonces, ¿por qué me ha pedido uno?
—No le he pedido uno. Le he pedido que me ofreciera uno. Lo que es totalmente diferente. —Otra sonrisa.
Era increíblemente frustrante. Y fascinante. Pero no tenía tiempo para sentirse fascinado por ella.
Devolvió los caramelos al bolsillo, tratando de concentrarse en el limón, un agrio y dulce placer, uno de los pocos que se permitía. Tratando de ignorar el hecho de que no era limón lo que deseaba en ese momento. Tratando de no pensar en las almendras.
Necesitaba información de esa mujer. Y eso era todo. Ella sabía quién estaba atacando a sus hombres, quién estaba robando su mercancía; podía confirmar la identidad de su enemigo. Y él haría lo que fuera necesario para que ella hablara…
—¿No va a decirme que me equivoco? —preguntó.
—¿Qué se equivoca sobre qué?
—Que me equivoco al querer… —Se alejó por un momento, y un hilo de frío miedo atravesó a Whit mientras sopesaba la posibilidad de que ella lo dijera de nuevo. Cualquier hombre hubiera querido llenar el espacio entre esas dos minúsculas letras con una veintena de cosas sucias— … explorar.
Dios mío. Eso era peor.
—No voy a decirle que se equivoca.
—¿Por qué?
No tenía ni idea de por qué lo había dicho. No debería haberlo dicho. Debió dejarla allí, en aquella habitación y seguirla a casa y esperar a que revelara lo que sabía. Porque no había manera de que esa mujer guardara bien los secretos. Era demasiado sincera. Lo suficientemente sincera como para causar problemas.