El 72 de Shelton Street era un lugar más que acogedor para cuerpos y labios llenos, para mujeres que sabían cómo usarlos. Pero esta mujer no sabía cómo usarlos. En ese momento estaba tiesa como un palo, aferrada al poste de la cama con los nudillos de una mano blancos y sosteniendo en la otra una copa de champán vacía, que inclinaba en un ángulo extraño. Sí, estaba totalmente fuera de lugar.
Más aún, cuando se enderezó de manera forzada.
—Le ruego que me perdone, señor —dijo—. Estoy esperando a alguien.
—Mmm… —Se inclinó hacia atrás apoyándose en el marco de la puerta, cruzó los brazos sobre el pecho y deseó que ella no estuviera en las sombras—. Espera a Nelson.
—Correcto. Y como usted no es él… —Asintió con la cabeza, en un movimiento que parecía el mecanismo de un reloj.
—¿Cómo lo sabe?
Silencio. Whit resistió el impulso de sonreír. Casi podía oír su pánico. Ella estaba a punto de retroceder, lo que lo pondría en una posición de poder. Le daría la información que deseaba en minutos, como si fuera un niño, a cambio de golosinas.
Salvo que ella dijo:
—No cumple mi lista de requisitos.
«¿Qué demonios… ? ¿Qué requisitos?».
De alguna manera, por puro milagro, evitó hacer la pregunta directamente. Sin embargo, aquella charlatana le proporcionó información adicional.
—Pedí específicamente a alguien menos… —Se calló.
Whit estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa para que ella terminara esa frase. Cuando agitó una mano en su dirección, él no pudo detenerse.
—¿Menos… ?
—Precisamente. Menos —dijo ella frunciendo el ceño.
Algo sospechosamente parecido al orgullo estalló en el interior del pecho de Whit, pero lo ignoró y guardó silencio.
—Y usted no es menos —dijo ella—. Es más. Es mucho. Por eso lo expulsé del carruaje, me disculpo por ello, por cierto. Espero que no se haya magullado demasiado en la caída.
—¿Mucho qué? —Ignoró las disculpas.
—Mucho todo. —Ella movió de nuevo la mano. La metió en la voluminosa tela de sus faldas y extrajo un trozo de papel, consultándolo—. Altura media. Constitución media. —Lo miró de arriba abajo, evaluándolo—. Usted no es ninguna de esas cosas.
No tenía que parecer decepcionada por ello. ¿Qué más ponía en ese papel?
—No me di cuenta de lo grande que era cuando nos reunimos antes.
—¿Es así como lo llama? ¿Una reunión?
Inclinó la cabeza considerándolo.
—¿Tiene un término mejor?
—Un ataque.
Ella abrió los ojos de par en par detrás de la máscara y se puso de pie, desvelando una altura que él no había imaginado en el carruaje.
—¡No le he atacado!
Se equivocaba, por supuesto. Ella en sí era un asalto: desde sus exuberantes curvas al fulgor de sus ojos, desde el brillo de su vestido al olor a almendras, como si acabara de salir de una cocina llena de pasteles.
Sintió el ataque de esa mujer desde el momento en que abrió los ojos en el carruaje y la encontró allí, hablando de cumpleaños y planes, y del Año de Hattie.
—Hattie… —No había querido decirlo. O mejor, no había querido disfrutar diciéndolo.
Los ojos de la joven se hicieron todavía más grandes detrás de la máscara.
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó ella con una mezcla de pánico e indignación mientras se ponía en pie—. Pensé que este lugar era el colmo de la discreción.
—¿Qué es el Año de Hattie?
La realidad la asaltó de golpe, ella misma había revelado su nombre.
—¿Por qué quiere saberlo? —inquirió después de un breve silencio.
No estaba seguro de la respuesta, así que no le contestó.
Ella rompió el silencio, como él estaba descubriendo que acostumbraba a hacer.
—Supongo que no me dirá su nombre. Sé que no es Nelson.
—Porque soy demasiado para ser Nelson.
—Porque no cumple mi lista de cualidades. Es demasiado ancho de hombros y sus piernas son demasiado largas y no es encantador. Y, desde luego, no es nada afable.
—Ha hecho una lista de cualidades para un sabueso, no para un polvo.
No mordió el anzuelo.
—Y si además consideramos su cara…
¿Qué demonios le pasaba a su cara? En treinta y un años, nunca había tenido una queja, Y esa mujer salvaje no iba a cambiar eso.
—¿Mi cara?
—Sí, su cara —respondió ella atropelladamente—. Pedí una cara que no fuera tan…
Whit se mantuvo en silencio. ¿Así que esa mujer decidía dejar de hablar justo en ese momento?
Hattie negó con la cabeza y él resistió el impulso de maldecir.
—No importa. El hecho es que no solicité su compañía y tampoco lo ataqué. No he tenido nada que ver con que apareciera inconsciente en mi carruaje. Aunque, para ser sincera, empieza a parecerme la clase de hombre que bien podría merecer un golpe en la cabeza.
—No creo que haya tomado parte en el asalto.
—Bien. Porque yo no asalté su carruaje.
—¿Quién lo hizo?
—No lo sé.
«Mentira».
Estaba protegiendo a alguien. El carruaje pertenecía a alguien en quien confiaba o no lo habría usado para ir hasta allí. «¿Su padre?». No, imposible. Ni siquiera aquella loca usaría el cochero de su padre para llevarla a un burdel en medio de Covent Garden. Los cocheros hablaban.
«¿Un amante?». Por un momento consideró la posibilidad