Y Lucas lo había hecho.
Después, se había relajado, había dejado de tener su acostumbrada actitud tensa, pero ella era la única que se había dado cuenta. Para asegurarse de que llegara sano y salvo a su habitación, lo había acompañado. Él se había comportado como un listillo y le había estado dando la lata mientras ella le ordenaba que se acostara, y le había preguntado si en otra vida había sido la malvada enfermera Ratchet.
Aquello había dado en el blanco, porque ella había tenido que ser una enfermera malvada durante casi toda la vida para cuidar de su padre.
–Molly –le dijo él, en un tono tirante. Estaba claro que se le había terminado la paciencia.
Muy bien. Quería saber lo que había ocurrido. Y aquella recapitulación podía ser muy divertida.
–Pues, para empezar, me dijiste que siempre habías estado enamorado de mí.
–Es mentira.
Bueno, sí, era mentira. Eso no se lo había dicho. Vaya.
–¿Tan seguro estás de que es mentira? –le preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta. No podía estar muy seguro de no habérselo dicho, porque, cuando ella había conseguido llevarlo hasta casa, ya estaba completamente ido. Y, como siempre lo había visto manteniendo el control de sí mismo al cien por cien, eso la había dejado preocupada.
En realidad, llevaba muy preocupada por él dos semanas, desde que le habían pegado un tiro durante una misión. Al pensarlo, todavía se le encogía el estómago. Según Archer y Joe, Lucas siempre decía que estaba bien, pero tenía unas ojeras muy marcadas, y un aire de tristeza que ella reconocía muy bien.
Era la tristeza de un dolor antiguo y enterrado.
Al recibir aquel balazo, se le habían despertado muy malos recuerdos, y ella lo entendía a la perfección.
Lucas seguía a los pies de la cama, con las manos en las caderas y una expresión de descontento.
–Sigue contándome.
Ella se había criado en una casa llena de testosterona, con su padre y su hermano, y había aprendido desde muy joven a manejar la psicología masculina. Su mejor estrategia siempre había sido utilizar el sentido del humor.
–No sé si debería decirlo. Parece que te va a dar una rabieta –respondió, sonriendo.
Él apretó la mandíbula.
–Yo no tengo rabietas. Quiero saber qué dije exactamente. Y qué hice.
Así que no se acordaba, lo cual representaba a la vez una decepción y una oportunidad.
–Dijiste, y cito textualmente: «Voy a volverte loca, nena».
Él cerró los ojos y murmuró algo sobre ser hombre muerto…
Sin embargo, ella se dio cuenta de que no había dudado que la había seducido. Interesante. Incluso… emocionante. Aunque no cambiara nada las cosas. No estaba interesada en él, y punto. Sentir interés por él significaba ponerse en una situación de riesgo y vulnerabilidad.
Y eso no iba a volver a suceder. Nunca.
No. Ya tenía veintiocho años y había aprendido la lección, gracias.
Pero empezó a sentirse un poco insultada por la actitud de Lucas…
–No estoy segura de cuál es el problema –dijo.
–¿Me estás tomando el pelo?
Su voz sonaba ronca y sexy, demonios. Y estaba claro que todavía no había probado la cafeína.
Y ella, tampoco. Peor aún, la noche anterior no se había desmaquillado a causa del estrés y la preocupación por el hombre que tenía delante, así que, seguramente, parecía un mapache.
Un mapache muy despeinado.
Ignoró a Lucas y apartó el edredón. La ropa de cama de Lucas era de muy buena calidad; iba a tener que pedirle a Archer que le subiera el sueldo para poder permitirse algo parecido.
De repente, fue como si él se hubiera tragado la lengua, y ella se miró. Como no quería acostarse con la ropa de salir, había tomado prestada una de las camisetas de Lucas. Le llegaba hasta la mitad de los muslos y era más suave que ninguna de sus propias camisetas, y la verdad era que no se la iba a devolver.
–¿Esa camiseta es mía? –preguntó él.
–Sí.
Lo curioso era que, en el trabajo, Lucas era un tipo estoico, imperturbable, calmado. No había nada que pudiera alterarlo. Por el contrario, en aquel momento, no estaba tan tranquilo; pensaba que se habían acostado y, aunque lo estaba disimulando muy bien, tenía un ataque de pánico.
Él miró a la silla y vio su vestido y, debajo, los zapatos de tacón. Sobre los zapatos estaba su sujetador de encaje color champán. Lucas cerró los ojos y se pasó una mano por la mandíbula.
–Estoy perdido.
Ella se cruzó de brazos.
–¿Es que no te acuerdas de nada?
Él abrió los ojos.
–¿Hay mucho de lo que acordarse?
–Vaya –respondió ella, en tono de enfado. No sabía por qué estaba provocando a un oso pardo, pero el hecho de que él se sintiera tan infeliz al pensar que se había acostado con ella le resultaba insultante.
–Por favor, solo dime que todo fue de mutuo acuerdo –dijo él, con una absoluta seriedad.
Bueno, pues si se iba a poner en plan héroe con ella… Molly suspiró.
–Por supuesto que nuestra noche ha sido de mutuo acuerdo.
Él asintió y se sentó en la silla en la que estaba su vestido.
–Eh –prosiguió Molly–. Yo no he dicho que haya estado mal.
–¿Y qué te parece si los dos decimos que no ha ocurrido nada en absoluto?
Ah, no. No iba a dejar que se librara tan fácilmente. Enarcó una ceja.
–¿O que sí?
Quería levantarse ya y vestirse, pero, por las mañanas, la pierna derecha no le funcionaba a la perfección. La tenía entumecida desde la rodilla hasta el muslo, y siempre tardaba unos minutos en llevar a cabo todo el proceso. Y necesitaba un bastón. Tenía un bastón junto a la cama, algo que odiaba. Gimoteaba y jadeaba de dolor mientras se ponía en pie y conseguía, poco a poco, que la pierna le funcionara.
Así pues, no pensaba hacer todo aquello con público. Tenía su orgullo.
–Creo que tu teléfono móvil está sonando en la otra habitación –dijo.
–Mierda –dijo él. La señaló antes de girarse hacia la puerta–. No te muevas de ahí.
Sí, claro. En cuanto salió, ella se levantó de la cama. Como era de esperar, su pierna derecha no aguantó, y ella se cayó de rodillas.
–Ay… Demonios… –susurró, al notar la descarga de dolor por el nervio. Cerró los ojos con fuerza y respiró lentamente para soportar el dolor mientras se levantaba, tal y como había aprendido a hacer.
–No me estaba llamando nadie… –dijo Lucas, mientras entraba de nuevo en la habitación. Rápidamente, se acercó a ella y la ayudó a levantarse agarrándola por las caderas–. ¿Estás bien?
–¡Sí! –exclamó ella.
Le apartó las manos de golpe y trató de apartarlo, pero él era enorme e inamovible, y siguió allí, sujetándola, hasta que, por fin, Molly consiguió que la pierna la sustentara.
–Ya está –murmuró, y dio un par de pasos para