La dependencia de los barcos de vela de los vientos y la vulnerabilidad de los barcos de madera, propulsados a vapor o a remo, frente a las tormentas, también fueron factores decisivos en cuanto a la dependencia del clima. En este estado de cosas hay conceptos estratégicos modernos, como el control de los mares, que no aplican a aquellos tiempos, que resultan inapropiados, y cualquier debate subsiguiente sobre las opciones estratégicas ha de tener en cuenta las oportunidades y obstáculos tecnológicos en liza, junto a las normas culturales. Ciertamente, era posible evadir los bloqueos. La victoria en el mar requería retener a los oponentes, lo cual no era fácil dada la dependencia de los barcos del viento y dado que este soplaba en el mismo sentido para todos los combatientes, aunque los barcos que mejor navegaban debían de ser capaces de alcanzar a un enemigo. Evitar la batalla era importante. A principios del siglo XVIII, España trató de evitar las batallas navales y asegurar el flujo de sus navíos cargados de tesoros. Además, la viabilidad de todos los movimientos navales se calibraba a la luz de la climatología y, por lo tanto, de la siguiente estación. El tiempo siguió siendo un obstáculo mayor para la invasión de Normandía en 1944 y para la reconquista británica de las Malvinas en 1982.
Como en los conflictos terrestres, una comprensión adecuada de la victoria en el mar, tanto en el presente como en el pasado, requiere saber valorar que el éxito y la efectividad de la estrategia no se miden necesariamente en términos de número de bajas. De hecho, dado lo difícil que resultaba hundir barcos de madera, a no ser que se incendiasen tras recibir fuego enemigo, las batallas a veces no terminaban con ningún barco hundido, como ocurrió en la batalla de Ushant entre los británicos y los franceses en 1778. Los barcos eran capturados, no hundidos.
Como algunas de las batallas de convoyes entre submarinos durante la batalla del Atlántico en 1940-1943, los enfrentamientos que aparentemente acabaron en un empate también fueron decisivos. De hecho, es más fácil entender la victoria si se consideran los objetivos estratégicos en liza, especialmente cuando las flotas eran empleadas para misiones específicas en vez de para buscar un triunfo en sí mismo. Así, la marina francesa efectuó un intento de envergadura para desafiar la predominancia naval inglesa en el Mediterráneo occidental durante la guerra de sucesión española, con la batalla de Málaga de 1704 como punto culminante. Aunque no se hundieron barcos en este enfrentamiento, razón por la cual se la considera no concluyente en términos tácticos y operativos, Málaga resultó estratégicamente decisiva porque contribuyó a limitar la relevancia de la flota francesa en la región.
Los objetivos, marítimos o terrestres, variaron según el Estado y el conflicto, y la literatura tiende a minusvalorarlos cuando concentra su atención en la uniformidad, recayendo o bien en un cambio total, sobre todo bajo la forma de un desarrollo tecnológico, o en una continuidad absoluta, como en la naturaleza del conflicto. La comprensión y la justa aplicación del concepto «decisivo» requieren tomar en consideración los objetivos y competencias estratégicos y operativos. Por ejemplo, la victoria podía llegar a cobrarse a un precio tan alto que los objetivos estratégicos de los derrotados se consiguiesen, como en la victoria francesa sobre Guillermo III en Steenkerque en 1692: Guillermo tuvo que abandonar el terreno, pero los franceses abandonaron sus planes de atacar la fortaleza mayor de Lieja[14].
A una victoria defensiva, como la de Pedro el Grande de Rusia sobre Carlos XII de Suecia en Poltava en 1709, podía seguir una ofensiva estratégica: Federico el Grande citó la estrategia de Carlos de invadir Rusia como un ejemplo del peligro de la estrategia de expansión excesiva, y también citó Clausewitz al propio Federico como ejemplo de esto mismo. Carlos, desde luego, carecía de los recursos suficientes. A su derrota siguieron las conquistas de Pedro de Estonia, Livonia y Finlandia, y la expulsión del protegido de Carlos en Polonia. Respecto a los objetivos, la estrategia era obvia en cuanto a la priorización de los desafíos y los compromisos. Este proceso podía requerir la introducción de objetivos diplomáticos, quedando ambos elementos afectados por un alto grado de volatilidad.
A pesar de las muchas limitaciones, hubo mejoras patentes en las competencias militares preindustriales que pudieron mejorar las oportunidades estratégicas y operativas. En particular, tuvieron importancia las nuevas estructuras administrativas, más efectivas. Más allá de sus muchas deficiencias en la práctica, la forma administrativa y la regularidad burocrática fueron importantes en cuanto a la habilidad para organizar y sostener tanto los efectivos como su actividad. Sin esta forma y esta regularidad, las fuerzas armadas eran difíciles de mantener a no ser que se implantaran remedios ad hoc para asegurar su supervivencia. Estos ejércitos y armadas, más grandes y mejor mantenidos, crearon una capacidad para actuar efectivamente en más de una esfera simultáneamente. Al mismo tiempo, esto conllevaba sus propios problemas. Le ocurrió a la armada británica en 1778, cuando Francia se incorporó a la guerra norteamericana de independencia y se planteó la cuestión de cuantos buques hacían falta para mantener controladas ciertas aguas y cuántos para apoyar otros enclaves. Se trata de un problema recurrente en la estrategia naval, la cuestión de la concentración de la potencia militar. También se ve afectado por contextos geopolíticos y tecnológicos. En 1778, los problemas con las distancias y las comunicaciones dieron paso de facto a un sistema descentralizado de toma de decisiones e implementación.
El incremento del tamaño de los ejércitos fue el producto del realineamiento entre corona y aristocracia a finales del siglo XVII en Europa, y fue un aspecto de la estabilización tras las guerras civiles de mediados de siglo que también pudo verse en China, India y Turquía. Este factor demostró la relevancia de una sociedad estable y de la política resultante. Tal realineamiento supuso, simultáneamente, la fundación del ejército europeo del Ancien Régime (1648-1789), el factor que lo mantuvo en pie[15] y la demostración de la importancia de las estrategias domésticas para sus homólogos internacionales. Y lo mismo cabe decir de otros Estados con una trayectoria comparable.
No es que hubiera un resultado estratégico que se siguiese necesariamente de esta capacidad militar aumentada. En vez de eso, los variados contextos políticos para los Estados individuales y su interacción, por ejemplo, la dimensión geopolítica, fueron cruciales. María Teresa enunció una estrategia clara y consistente al hacer hincapié, como en mayo de 1756, en la defensa de los Erblande, los territorios hereditarios de los Habsburgo, señaladamente Austria, y no de lo que denominó «las partes remotas de sus dominios», como los Países Bajos austríacos (Bélgica)[16].
Las perspectivas de fraguar alianzas incitaron las especulaciones estratégicas como un aspecto de las construcción de dichas alianzas. Este proceso puede contemplarse, por ejemplo, con los panfletistas y consejeros que hacían planes para emprender acciones a gran escala contra el Imperio otomano (Turquía) en el siglo XVI. No entraba en consideración ningún vocabulario especial, pero esto no menoscabó en modo alguno el impacto de sus sugerencias[17].
Aparte de estas especulaciones, se produjo un flujo continuo de noticias, informes y rumores[18], la mayoría de ellos de escasa base. El grado de impredecibilidad en las relaciones internacionales y en la estrategia condujo a un insistente cuestionamiento sobre cómo prepararse mejor para el conflicto y cómo gestionar los riesgos. Lo que podría llamarse «antiestrategia», o estrategia preventiva, era importante, siendo las formas más sencillas de prevención la fuerza militar