Junto a las estrategias, las capacidades y las dinámicas de los sistemas militares de los Estados estaban los de sus oponentes internos. De hecho, hasta qué punto las insurgencias se caracterizaron por tener estrategias apropiadas y distintivas es uno de esos temas que no hubo de aguardar a la guerra de Independencia norteamericana que comenzó en 1775 para tratarse. Por lo general, el material sobre las estrategias insurgentes es escaso, y la mayoría proviene de los gobiernos a los que se oponían. Un factor que divide estos grupos insurgentes es que unos querían esencialmente mantener a distancia al gobierno central y a sus fuerzas — como los de Jinchuan, al oeste de Sichuan, que resistieron a los chinos en 1747-1749 y en 1770-1776 y resultaron ser muy difíciles de vencer—, mientras que otros grupos insurgentes trataron de operar con más amplitud, en algunos casos tratando de derrocar al gobierno. Estos últimos, por lo general, necesitaban tomar la capital y derrotar a las fuerzas gubernamentales, mientras que los primeros se centraban en repeler, disuadir o evitar los ataques. En los casos en los que trataban de alcanzar el poder, también se daba la esperanza, a menudo justificada, de que al gobierno se le abriesen otros frentes, como ocurrió en China en 1644[19].
La mayoría de los Estados operaron en un orden internacional agudamente amenazado. No fue el caso del aislado Japón, que no participó en ninguna guerra extranjera durante los siglos XVII y XVIII, pero sí fue el caso de los sistemas políticos establecidos y también de los nuevos regímenes y los futuros Estados. Definir los intereses en este contexto era algo inherentemente dinámico, y las estrategias cambiantes caracterizaron este dinamismo.
Para los actores, estatales o no, los elementos estratégicos estaban ligados a la política del poder, aunque también había importantes dimensiones ideológicas implicadas. Por ejemplo, puede verse una demostración de la relevancia de los elementos políticos domésticos e internacionales y hasta qué punto podía cambiar la cultura estratégica en la «Revolución gloriosa» de 1688-1689, que produjo que la Francia católica fuese vista en Inglaterra/Gran Bretaña como el enemigo ideológico y estratégico por antonomasia, quedando ambas dimensiones estrechamente unidas. Además, esto se dio a un nivel que Francia no había visto en tal siglo, pues previamente las miradas se habían posado en España, hasta que el expansionismo francés cambió la situación y la percepción a mediados del siglo XVII.
La búsqueda de la seguridad no fue simplemente un proceso externo. La seguridad y la estrategia eran aspectos tanto domésticos como internacionales, y hay que considerar ambos, junto a sus interacciones. También estaba la cuestión de cuál era la mejor forma de controlar las fuerzas militares. Esta cuestión implicó tanto el asunto específico de la lealtad, con las consecuencias políticas que pudieran darse, como el más general relativo al impacto político y social a largo plazo de estas fuerzas.
Entre los elementos clave de la estrategia estaba la disposición de los gobernantes, los comandantes y los combatientes no solo para matar a muchos, sino para aceptar fuertes bajas. Preservar el ejército fue una prioridad estratégica central, tanto un fin como un medio, pese a lo cual había una mayor disposición a aceptar bajas de la que hay hoy en la mayoría de los conflictos bélicos. Además, hay un marcado contraste entre el individualismo y el hedonismo modernos, al menos en ciertas culturas, y los conceptos antiguos del deber y el fatalismo en medio de unas condiciones mucho más duras que las actuales. La aceptación de las bajas fue un aspecto crucial de la belicosidad del pasado y del modo de perseguir los objetivos, esto es, de la estrategia. Esto es más significativo que cualquier respuesta a asuntos, obstáculos y oportunidades tácticas y tecnológicas. Además, no solo se consideraba que la guerra era necesaria, sino también hasta cierto punto deseable. Este aspecto fue clave para la cultura estratégica, y ha impactado en la guerra y en la estrategia durante toda la historia.
Las reflexiones generales sobre la naturaleza de la guerra fueron relativamente poco comunes, salvo las expresadas en términos morales. No obstante, incluida la vuelta a los tiempos antiguos, ciertos apuntes prácticos precedieron al primer uso del término «estrategia». A modo de ejemplo, aprovecha considerar las ideas de Henry Lloyd, que desarrolló una aproximación crítica al pensamiento militar, y cuyas publicaciones indican que había un interés público suficiente como para promover que apareciesen una serie de libros sobre la materia. Lloyd sirvió a las órdenes del Mariscal Saxe en los Países Bajos en la década de 1740, proporcionando así un nexo personal entre aquel señalado general y pensador francés de la primera mitad del siglo y los trabajos sobre la guerra de la segunda mitad. Tras servir en los ejércitos de Austria (1758-1761) y Brunswick, Lloyd fue general en Rusia (1772) y ayudó a trazar la campaña de los Balcanes de 1774, una ofensiva que llevó tanto a la victoria final contra los turcos como a la subsiguiente capacidad de los rusos de concentrar sus fuerzas contra la rebelión de Pugachev en Rusia, consiguiendo que fuera depuesto. Presagiando a Clausewitz, Lloyd hizo hincapié en el contexto político de la guerra, y en el papel de la «pasión» en la configuración de los factores psicológicos y morales[20]. Clausewitz, de hecho, presentó de nuevo temas que ya habían sido tratados por Lloyd y otros. Esto es algo habitual en los avances intelectuales, algo que suele escaparse cuando el discurso se concentra en individuos particulares a los que se considera pensadores originarios.
[1] C. NOELLE-KARIMI, “Afghan Polities and the Indo-Persian Literary Realm: The Durrani Rulers and Their Portrayal in Eighteenth-Century Historiography”. En N. GREEN (ed.), Afghan History through Afghan Eyes. London, 2015, p. 77.
[2] J. SHOVLIN, “War and Peace: Trade, International Competition, and Political Economy”. En P. J. STERN y C. WENNERLIND (eds.), Mercantilism Reimagined: Political Economy in Early Modern Britain and Its Empire. New York, 2014, p. 315.
[3] George, 2.º CONDE DE BRISTOL, enviado por el gobierno británico a Madrid, a William Pitt el Viejo, 24 Sep. 1759, TNA, SP 94/160, fols 133–4.
[4] CHOISEUL, Ministro Francés de Exteriores, a Ossun, 24 de noviembre de 1759, AE, CP, España 526, fol. 7406.
[5] L. SILVER, Marketing Maximilian: The Visual Ideology of a Holy Roman Emperor. Princeton, NJ, 2008.
[6] J. Q. WHITMAN, The Verdict of Battle: The Law of Victory and the Making of Modern War. Cambridge, MA, 2012.
[7] AE, CP, España 419, fol. 67; Solaro DI BREGLIO, enviado por Cerdeña a París, a CHARLES EMMANUEL III, 10, 20 de marzo de 1734, AST, LM, Francia 170.
[8] Véase ilustraciones en A. Husslein-Arco (ed.), Prince Eugene’s Winter Palace. Vienna, 2013, esp. pp. 41, 59, 77–84.
[9] Owen’s Weekly Chronicle, 3 de junio de 1758.
[10] W. COBBETT (ed.), Parliamentary History of England. 36 vols, London, 1806–20, XI, 16.
[11] Joseph YORKE, enviado por Gran Bretaña a Berlín, a Robert, 4.º conde de Holdernesse, Secretario de Estado para el Departamento del Norte, 12 de abril de 1758, TNA, SP 90/71.
[12] C. Pincemaille, “La Guerre de Hollande dans le programme iconographique de la grande galerie de Versailles”. Histoire, Économie et Société, 4 (1985), pp. 313–33; C. MUKERJI, Territorial Ambitions and the Gardens of Versailles.