–Sarah vendrá a buscarlos. Está esperando en mi apartamento.
–¿Vamos a tu apartamento?
–Sí, necesito solucionar un par de cosas antes de irnos.
Vivía en Campo Marzio, en el centro histórico de Roma, en un edificio protegido por una verja de hierro y un guardia de seguridad. A pesar de las circunstancias, Mia sentía curiosidad por conocer su casa… pero no estaban solos.
Sarah, su ayudante, estaba allí y, aunque la saludó amablemente, era evidente que no tenía interés en ella, de modo que mientras ellos hablaban se dedicó a echar un vistazo.
La decoración del salón, de techos muy altos, era una fabulosa mezcla de muebles antiguos y modernos. Había alfombras por todas partes, grandes sofás de cuero y enormes cuadros de arte contemporáneo que contrastaban de maravilla con los antiguos escalones de la Plaza de España que veía por la ventana.
Pero la mayor sorpresa fue un diminuto perro blanco sentado en uno de los sofás. Dante no parecía el tipo de hombre que tendría un perro pequeño, o ningún perro en realidad. El pobre tenía los ojos blanquecinos debido a las cataratas y permanecía inmóvil mientras Dante acariciaba sus orejas.
–¿Recuerdas el código de la caja fuerte? –le preguntó.
Mia lo pensó un momento.
–Uno, dos, tres, cuatro –respondió por fin, poniéndose colorada.
Él hizo una mueca mientras se despedía de Sarah.
–Deberíamos irnos –dijo después.
–¿Nos llevamos al perro? –le preguntó Mia.
–No, Alfonzo vive tumbado en ese sofá y odia que lo muevan. ¿Necesitas algo?
–Café –respondió ella.
No había sitio en su cerebro para pensar en nada más en ese momento.
Compraron bollos y café por el camino y desayunaron en el coche.
–Es como si fuéramos fugitivos –comentó Mia.
–Un poco –admitió Dante–. Pronto sabrán dónde estamos, pero al menos no te pillarán llegando a Heathrow cuando se publiquen las fotos.
Su móvil sonó en ese momento y Dante habló durante unos minutos.
–Era Sarah –dijo después–. Los pendientes están en mi apartamento.
–Gracias.
–Uno, dos, tres, cuatro –Dante sacudió la cabeza–. ¿No se te ocurrió una combinación más fácil?
–Anoche no pensaba con claridad. Suelo ser más cauta.
Era culpa suya, además. Dante había puesto su ordenada vida patas arriba. Y, sin embargo, no quería estar en ningún otro sitio aquel domingo por la mañana.
–No te imagino con un perro.
–Yo tampoco, te lo aseguro.
–¿Cuántos años tiene?
–Más de cien en años perrunos. Era de una mujer que vivía en el apartamento de abajo. Cuando se la llevaron al hospital, Sarah se ofreció a darle de comer.
Sarah. Mia apretó los labios al imaginarlo revolcándose en la cama con su ayudante. De nuevo, volvió a sentir como si tuviese un puñal clavado en el pecho…
–Cuando la mujer murió, Sarah dijo que se lo quedaría, pero resulta que su marido es alérgico a los perros.
Ah, Sarah estaba casada. Sin darse cuenta, Mia dejó escapar un suspiro.
–Así que te lo quedaste tú.
–Qué remedio. Desde entonces vive en mi sofá.
«Y tú le acaricias las orejas».
A pesar del inminente desastre, era un alivio que Dante supiera del embarazo y eso la animó a preguntar:
–¿Estás enfadado porque no te lo dije anoche, antes de…?
–No, estoy enfadado porque no me lo dijiste cuando te pregunté y porque no se te ocurrió llamarme cuando lo supiste.
–Lo pensé, pero no sabía qué hacer.
–Te pregunté cómo estabas y me dijiste que todo estaba bien. Dos veces.
–La primera vez no lo sabía. No había tenido náuseas y no había nada que me hiciese pensar que podría estar embarazada.
–¿Y la segunda vez?
–Acababa de descubrirlo y estaba intentando hacerme a la idea –respondió Mia–. Por primera vez en dos semanas no me había dormido llorando y no quería arriesgarme a una discusión.
–Pero parecías muy tranquila por teléfono –insistió Dante.
–No lo estaba, te lo aseguro.
–Anoche usé un preservativo y no dijiste nada.
–Iba a decírtelo…
–En realidad, me alegro de que no lo hicieras. No se debe interrumpir el sexo. Si estamos en la cama y oyes la noticia de que el mundo se acaba, por favor no me lo digas.
Mia sonrió.
–Muy bien.
–Aunque eso no va a pasar… por ahora. Tenemos que discutir este asunto con calma.
Fueron en silencio durante largo rato, los dos pensativos. Para Mia, el «por ahora» ofrecía si no esperanza, al menos la posibilidad de que aquello no terminase del todo.
Mientras que para Dante sencillamente significaba que la atracción estaba ahí y era absurdo negarla.
–¿Has ido al ginecólogo?
–Sí, claro. Voy a tener el bebé quieras tú o no.
–Al menos, en eso estamos de acuerdo–dijo Dante.
–Lo creas o no, yo no había planeado este embarazo.
–Tal vez no, pero creo que era tu plan C.
–¿Qué?
–Creo que querías tener un hijo con mi padre para quedarte con su dinero y cuando él murió…
–Estás totalmente equivocado –lo interrumpió ella, suspirando–. ¿Y cuál era mi plan B?
–Impugnar el testamento.
–Pero no lo he hecho.
–Porque ya no hay necesidad. Estás esperando un hijo mío, ¿no?
Mia sacudió la cabeza.
–¿Por qué eres tan desconfiado?
–Porque todo el mundo miente –Dante se encogió de hombros–. Mi perfecta familia es un nido de mentirosos.
Mia tragó saliva porque ella, tal vez mejor que Dante, sabía que estaba diciendo la verdad.
–Creo que mi madre tiene una aventura desde hace tiempo –siguió él mientras tomaba una curva.
–¿Puedes ir más despacio?
Aunque conducía por debajo del límite de velocidad, Dante levantó el pie del acelerador al ver que estaba pálida.
–Tal vez mi padre decidió que era su turno de engañarla y entonces apareciste tú. Pero como estaba demasiado enfermo para darte un hijo y acceso permanente a su fortuna, recurriste al plan B.
–Pero no he impugnado el testamento.
–No, porque viste la oportunidad del plan C.
–¿Que consiste en qué?
–Un revolcón conmigo.
–¡Por