–¡Dante!
Ah, sí, el regalo de Navidad para Sarah había sido un largo fin de semana con su marido en La Fiordelise y ella había decidido que fuese aquel fin de semana.
–Es verdad, se me había olvidado.
Todo el mundo estaba celebrando las navidades. Todo el mundo excepto él.
No podía quitarse a Mia de la cabeza y no le apetecía estar con otra mujer. Y que trabajase para Castello no le hacía la menor gracia.
Cuando Sarah se marchó, Dante levantó el teléfono, pero en lugar de llamar a Castello marcó el número de Mia. Habían pasado unas semanas desde su última conversación con ella.
–¿Sí?
–Castello me ha pedido referencias tuyas –dijo a modo de saludo–. ¿Esto es una broma?
–¿Por qué iba a ser una broma? –replicó ella.
La había pillado desprevenida y había respondido al teléfono sin mirar la pantalla, esperando que fuese alguna noticia sobre la última entrevista. Escuchar la voz de Dante la había dejado sin aliento durante un segundo, pero se recordó a sí misma que ya no era la mujer de Rafael y no tenía que darle explicación alguna.
–Necesito un trabajo.
–Lo entiendo, ¿pero tienes que trabajar precisamente para uno de los rivales de la empresa Romano?
–No son rivales de los Romano. Tu empresa es cien veces más grande –respondió ella–. Tu padre me dio una carta de recomendación, pero estábamos casados, de modo que no tiene mucho peso. No sé por qué te han llamado, pero si es un problema…
–No, no importa –la interrumpió él–. Aunque te advierto que Castello es un sinvergüenza.
–A mí me pareció muy amable.
–En serio, es un canalla.
Mia estaba sentada en el salón, acongojada por aquella situación imposible. No era la idea de hablarle del embarazo lo que la tenía abrumada, aunque aún no había decidido si iba a decírselo, sino escuchar su voz y recordar su pasión, su energía.
–No me has dicho si vas a acudir al baile benéfico. ¿Piensas venir?
–No lo sé –respondió ella–. ¿Por qué iba a meterme en ese nido de serpientes?
–Por los niños enfermos a los que ayuda la fundación, por ejemplo. Además, era lo que quería mi padre.
–Dante…
–Mi madre no acudirá.
–No me preocupa tu madre.
–Si necesitas un vestido…
–Tengo el del año pasado. ¿Recuerdas que no pudimos venir?
Dante lo recordaba. Su padre estaba demasiado enfermo y había sido un alivio no tener que ver a Mia de su brazo.
–Te aseguro que no habrá animosidad. Hablaré con Ariana…
–Esa es la última de mis preocupaciones.
–Muy bien –asintió él. Sabía que Mia temía volver a verlo. Sabía que debería decirle que esa noche había sido un error, pero no lo hizo–. En fin, tú decides. Naturalmente, habrá una suite reservada para ti. Si decides venir, solo tienes que llamar a Sarah y ella se encargará de enviarte el billete de avión. ¿Seguro que va todo bien?
Mia sabía que no le preguntaba cómo estaba tras la muerte de Rafael. Quería saber si había alguna consecuencia de esa noche, pero aún no podía decírselo. Y menos por teléfono.
–Estoy bien –respondió.
–Me alegro –dijo Dante, aunque no sabía si creerla.
Se decía a sí mismo que no tenía razones para preocuparse, pero la ligera vacilación en su respuesta lo había dejado con una sensación que conocía demasiado bien: le estaba mintiendo.
No.
Por una vez, Dante intentó aplastar su natural desconfianza. Después de todo, no había impugnado el testamento. De hecho, se había ido de Luctano cuando podría haberse quedado allí tres meses. No había dado entrevistas, no había exigido nada. Si había consecuencias de esa noche, estaba seguro de que se lo habría dicho.
¿Tal vez había llegado el momento de confiar en ella?
¿Por qué no podían estar juntos una vez más? Discretamente, claro.
Dante quería que Mia fuese al baile.
Era un fuego que tenía que apagar del todo porque ignorando las brasas solo había conseguido que se declarase un auténtico incendio.
Capítulo 7
MIENTRAS el avión aterrizaba en el aeropuerto de Fiumicino, Mia temía estar cometiendo un grave error. Había dudado hasta el último minuto y llegó a Roma agotada y nerviosa. Temía volver a ver a Dante y, a pesar de sus valientes palabras, también al resto de la familia.
En realidad, no sabía qué estaba haciendo allí, pensó mientras paraba un taxi. Se decía a sí misma que iba al baile benéfico para honrar la memoria de Rafael, pero en el fondo sabía que no era eso.
No sabía si estaba preparada para hablarle del hijo que esperaban y si Dante volvía a tratarla con su habitual desdén, no le contaría nada. Era su secreto y ella decidiría si iba a revelarlo.
A pesar de los nervios, mientras se dirigía a La Fiordelise, el hotel donde tendría lugar el baile benéfico, no podía dejar de sonreír. Roma en primavera era una ciudad preciosa y ver las glicinias y lilas cubriendo las antiguas ruinas le pareció una maravilla.
Le habría encantado explorar la ciudad, pero no tenía tiempo. Al parecer, medio Londres había decidido arreglarse el pelo ese día y no había podido ir a la peluquería, de modo que tendría que peinarse y maquillarse ella misma. ¡Y también tendría que depilarse las piernas!
El taxi se detuvo frente al precioso edificio de mármol blanco que sería su hogar por esa noche.
–¡Signora Romano! –la saludó el portero cuando abrió la puerta del taxi.
Los empleados debían haber sido informados de su llegada. Después de todo, era la viuda de Rafael.
Una vez en el interior del opulento hotel, con alfombras persas y enormes columnas de mármol, Mia tragó saliva, nerviosa.
Su vestido era rojo. Iba a acudir al baile como la viuda de Rafael con un vestido rojo. Pero no tenía tiempo de seguir pensando en ello porque el propio Gian de Luca, el propietario de La Fiordelise, la recibió en la puerta.
Mia había olvidado lo que era estar en el mundo de los Romano.
–Estamos encantados de darte la bienvenida –dijo Gian, presentándole al gerente del hotel, que la acompañaría a su suite.
Mientras subía en el ascensor, Mia sintió un pequeño ataque de pánico por el vestido. Era rojo, de seda, con escote halter. Era un vestido sensual y precioso, pero dejaba los hombros y parte de la espalda al descubierto y no sabía si era apropiado para la reciente viuda de Rafael Romano.
–Espero que esté cómoda aquí –le dijo el gerente.
La suite era suntuosa, con paredes forradas de seda, preciosos cuadros, muebles antiguos y una cama con dosel.
Rafael le había dicho que el baile era un evento fastuoso y Mia sabía que, durante las negociaciones del divorcio, Angela había luchado para seguir siendo la anfitriona, pero su marido se había negado.
Mia hizo una mueca cuando el botones entró con su maleta, que contenía el vestido de seda, un par de zapatos de tacón, ropa interior, una falda vaquera, una camiseta y la bolsa de aseo. Nunca se había sentido