Estaba dejando claro que Mia no iba a ser uno de esos invitados y Eloa al menos tuvo la decencia de ponerse colorada.
Cuando la cena terminó, Gian se encargó de dar comienzo al baile con Ariana. Naturalmente, por respeto a Rafael, Mia se quedó sentada.
A pesar de la tensión y a pesar de las desagradables palabras de Ariana, le dolía que no la invitasen a la boda de Stefano y Eloa.
Eran las hormonas, se dijo a sí misma, intentando concentrarse en la charla del ministro. Aunque no sabía de qué estaba hablando porque no podía dejar de mirar a Dante que, como una pantera negra, iba de un lado a otro charlando con los invitados. Resultaba increíblemente atractivo con el esmoquin, pero ella no podía dejar de recordar su cuerpo desnudo.
Y luego llegó el infierno de verlo bailar con su cita.
Mia no había sentido celos hasta que conoció a Dante, pero ahora sentía como si le hubiera clavado un puñal en el pecho.
–Por supuesto, venimos todos los años, pero este año era de especial interés –estaba diciendo el ministro.
–Sí, claro. A Rafael le habría encantado.
–Pero no vinieron el año pasado.
–No, es cierto. Rafael no se encontraba bien.
–Entonces no sabíamos de su enfermedad, pero deberían habernos informado –dijo el hombre, claramente afrentado–. Yo he hecho mucho por la fundación…
Mia dejó de prestar atención cuando oyó reír a Dante. Nunca lo había visto reír de ese modo y apretó los dientes al ver que la rubia ponía una mano en su brazo.
Sus ojos se encontraron entonces y sintió el calor de su mirada como si estuviese tocándola, como si estuviese soltando el lazo del vestido. Sus pezones se irguieron y el roce de la tela era una tortura.
–¿No está de acuerdo? –le preguntó el ministro.
Mia no sabía de qué estaba hablando y le daba igual.
–Si me perdona un momento… –se disculpó, levantándose para ir al lavabo.
Una vez allí, se agarró a la encimera de mármol y se miró al espejo, que le devolvía una imagen desconocida. Estaba ruborizada y sus ojos brillaban tanto como los diamantes que llevaba en las orejas.
–Lo está haciendo bien, signora –le dijo una mujer de mediana edad–. Debe ser una noche muy difícil para usted.
–Gracias –respondió Mia.
Después de unos segundos, intentando calmarse, salió del lavabo y estuvo a punto de chocar con Dante.
–Ven conmigo –dijo él, tomándola del brazo para llevarla al jardín que rodeaba el hotel–. Voy a leer el discurso y quiero comentarlo contigo.
–Muy bien.
Cuando salieron al jardín, Mia respiró el aire fresco de la noche.
–¿Quién es? –le preguntó.
–¿A quién te refieres? –inquirió él, frunciendo el ceño.
–Tú sabes a quién me refiero.
Dante sonrió. Casi podía saborear sus celos. Era tan sorprendente que la fría y reservada Mia mostrase sus sentimientos.
–Es la hija del ministro. No he venido con ella.
–Pero estás tonteando con ella.
–¿Yo? No, en absoluto. Ella siempre flirtea conmigo, todos los años. Normalmente, vengo con una cita y esta noche está emocionada porque he venido solo. Pero no estoy solo –dijo Dante, dando un paso adelante–. ¿O sí?
Mia tuvo que tragar saliva antes de responder:
–No.
–¿Con quién estoy esta noche, Mia? –le preguntó él, con un tono provocativo, ronco y sexy.
–Conmigo.
–Así es y no lo olvides. Yo tengo que cumplir con mis obligaciones hacia la fundación, pero siempre vendré solo. Todos los años.
Y, con esas palabras, Dante cambió las reglas del juego. Había jurado que sería solo una noche más, pero pensar en verla cada año era tan tentador.
Cuando dio otro paso adelante, el mundo de Mia se encogió un poco más. Los sonidos del salón de baile se esfumaron y solo podía oír el latido del pulso en sus oídos.
–Veo que te has puesto los pendientes –murmuró él, alargando una mano para tocarlos.
–Gracias, son preciosos –dijo ella, con voz entrecortada–. ¿Debo dejarlos en la caja fuerte de la suite?
–Son tuyos, puedes hacer lo que quieras con ellos. Es un regalo.
–Dante, por favor, no me compres regalos.
–Pero quiero hacerlo.
–Deberíamos volver al salón –dijo ella, sabiendo que la situación empezaba a ponerse peligrosa.
Ahora que estaban solos no había forma de esconder el deseo que había entre ellos. Estaba temblando, y no por el fresco de la noche sino porque Dante empezó a deslizar un dedo desde su cuello hasta la curva de su cintura, provocando un torrente entre sus piernas.
–¿Sabías que Fiordelise es el nombre de la antigua amante del duque, el antepasado de Gian de Luca?
–No, no lo sabía –respondió ella, mirándolo a los ojos.
¿Estaba invitándola a ser su amante? ¿Era eso lo que quería? Porque ella estaba tan excitada como si estuvieran bailando, apretados el uno contra el otro.
–Dicen que el duque se reunía con sus ilustres invitados en esta mansión, antes de que fuese un hotel, pero siempre llegaba tarde porque estaba visitando a su amante, de modo que decidió traerla aquí… y jamás volvió a llegar tarde.
–No podemos hacer esto, Dante –murmuró Mia, apartando la mirada de sus labios.
–¿Por qué no? –preguntó él, deslizando una mano por su espalda–. Necesito hacerte Mia de nuevo.
Mia recordó aquella noche, cuando su mano había sido como un bálsamo mientras la hacía suya. Y tal vez Dante pensaba lo mismo porque se apretó contra ella, empujando sus caderas hacia delante.
–Alguien podría vernos –le advirtió, sabiendo que era imposible decirle que no.
–Estamos solos –dijo él, tomando su mano.
Durante un segundo, pensó que iba a besar sus dedos como había hecho aquella noche, pero en lugar de eso puso algo frío en la palma de su mano.
Mia no se atrevía a mirar y tardó unos segundos en comprobar que era una llave.
–Si me deseas esta noche, solo tienes que usar esta llave. Tenemos habitaciones contiguas.
Mia miró la llave, angustiada. Desde que recibió la llamada de Dante había luchado consigo misma antes de tomar la decisión de acudir a Roma. Intentaba convencerse de que no quería volver a acostarse con él, pero en el fondo sabía que era mentira.
Y no le había hablado del embarazo. No había tenido oportunidad hasta ese momento y…
De repente, se abrieron las puertas del jardín y Dante dio un paso atrás.
Stefano torció el gesto al verlos juntos.
–Dijiste que debíamos dejar a un lado la animosidad por una noche, pero esto… –su hermano lo miró con gesto desdeñoso–. Los discursos están a punto de empezar.
–Sí, claro.
Dante lo siguió, dejando a Mia con la llave en la mano y sin saber qué hacer. Volvió sola al salón de