Había tenido unas cuantas citas tras la muerte de Jenny, pero siempre había procurado dejar a B.J. al margen. Su propia madre había hecho desfilar por su vida a media docena de hombres antes de decidirse por el que había reemplazado a su padre, así que conocía de primera mano los peligros que conllevaba permitir que un niño se encariñara demasiado con alguien que al final iba a marcharse.
Por desgracia, eso no parecía factible con Emily, ya que en ese mismo momento B.J. y ella parecían estar pasándoselo de maravilla en la cocina junto con las demás integrantes de la familia Castle. Seguro que entre el niño y ella ya estaba creándose un vínculo afectivo, y que Cora Jane estaba contribuyendo a que así fuera.
Su hijo salió de la cocina justo entonces. Tenía la cara pringada de sirope de arce, sus ojos brillaban de entusiasmo, y el comentario que brotó de sus labios no hizo sino confirmar sus sospechas.
–¡Papá, Emily conoce a estrellas de cine!
–¿Ah, sí? –aunque fingió indiferencia, una perversa parte de su ser estaba deseando saber hasta el último detalle.
–¡Sí, ha estado en sus casas y todo! Habló una vez con Johnny Depp, ¿a que es genial?
Boone vaciló, no sabía cuál era la respuesta apropiada en ese momento. Se preguntó si debía mostrar un entusiasmo ficticio y explicar que un famoso era una persona como cualquier otra, o si era mejor dejarlo pasar y aceptar que Emily había impresionado a su hijo con un estilo de vida que él no podía igualar.
–Oye, papá, ¿por qué no me habías dicho nunca que conocías a una famosa?
–No sé si Emily es famosa por el mero hecho de trabajar con estrellas de cine…
–No, ella no, Samantha –le corrigió el niño con impaciencia–. Sale en las telenovelas esas que dan por la tele, y estuvo en una obra de teatro de Broadway. Ah, y también salió en un anuncio de los cereales que me gustan… ¿Te acuerdas?, ella hacía de madre. Yo no la he reconocido al principio porque es más guapa en persona.
Boone solo se acordaba de que, cada vez que había visto a Samantha en un anuncio, había pensado en Emily, así que por lealtad a Jenny se había esforzado por borrar de su mente todos esos recuerdos.
–¡Ven a la cocina!, ¡están contando unas historias geniales! –le dijo su hijo.
–Hemos venido a ayudar a limpiar a la señora Cora Jane.
–Ya, pero ella también está en la cocina. Me parece que está contenta por tener aquí a sus nietas.
Boone sabía que el niño tenía razón en eso, porque había visto la melancolía que aparecía en los ojos de Cora Jane al hablar de ellas. Sí, alardeaba con orgullo de los logros de las tres, pero había en su voz una tristeza que no podía ocultar, al menos ante él. No había duda de que estaba entusiasmada al ver que un huracán las había llevado de vuelta a casa.
Lástima que ninguna de las tres apareciera por allí cuando no había problema alguno.
B.J. le agarró de la mano y tiró de él, así que no tuvo más remedio que acompañarle a la cocina.
–¿Sabes qué? Emily no ha ido nunca a Disneyland, así que yo le he dicho que puede venir con nosotros cuando vayamos a California. Sí que puede, ¿verdad?
Boone se paró en seco. Las cosas estaban yendo demasiado deprisa. Se agachó y miró a su hijo a los ojos al advertirle:
–Emily está aquí de visita.
–Sí, ya lo sé, por eso le he dicho que nosotros iremos a verla –lo dijo como si fuera lo más razonable del mundo.
–Hijo, no cuentes con Emily para nada. ¿De acuerdo?
Estaba claro que el niño no entendió la advertencia.
–¿Y qué pasa con Disneyland, papá? Tú me prometiste que iríamos, ¿por qué no puede venir ella con nosotros?
Boone contó hasta diez. B.J. no tenía la culpa de que aquella conversación estuviera enloqueciéndole.
–Te prometí que te llevaría al Disney World de Florida, para aprovechar y poder ir a ver a tus abuelos.
Lo dijo con paciencia, pero sabía que estaba librando una batalla perdida. B.J. tenía la tenacidad de un pitbull y no iba a dejar pasar aquel tema, al menos por el momento. A su hijo le valía cualquiera de los dos parques de atracciones y, lamentablemente, sus abuelos debían de parecerle menos interesantes que la glamurosa Emily; aun así, cabía imaginarse el escándalo que se montaría si optaba por llevar al niño a California y no a Florida. El cabreo de la familia de Jenny sería épico.
–¡Quiero ir a Disneyland, y que Emily venga con nosotros! ¡Me prometiste que iríamos! –insistió el niño, enfurruñado.
–Ya lo hablaremos después.
Boone se preguntó si existía la más mínima posibilidad de que sobreviviera a la visita de Emily con la salud mental intacta, sobre todo teniendo en cuenta que su hijo de ocho años parecía estar cautivado por ella… tan cautivado como él mismo lo había estado en el pasado.
Emily se había propuesto no mirar su móvil para comprobar si tenía algún mensaje hasta que hubiera pasado algo de tiempo con su familia, pero era difícil romper las costumbres arraigadas y, cuando oyó la señal que indicaba que había recibido otro mensaje más en la última media hora, se disculpó y se levantó de la mesa.
–Perdón, tengo que contestar.
–Os dije que no tardaría ni una hora en mirar su móvil –bromeó Samantha–. Me sorprende que tú no hayas mirado aún el tuyo, Gabi.
La aludida se ruborizó al admitir:
–He hecho un par de llamadas y he mandado unos correos electrónicos justo antes de que llegarais vosotras. Mi súper eficiente asistente lo tiene todo bajo control en la oficina, y sabe cómo contactar conmigo si surge algo que ella no pueda gestionar.
–Ojalá tuviera yo una así –comentó Emily–. A la mía se le da bien tomar nota de los mensajes y revisar los detalles, pero, cuando hay que tomar la iniciativa o apaciguar a algún cliente, soy yo quien tiene que hacerse cargo –indicó su móvil antes de añadir–: Como ahora, por ejemplo.
–Sal a hacer tus llamadas –le dijo Cora Jane.
Emily salió del restaurante y le devolvió la llamada a Sophia Grayson, una ricachona de Beverly Hills muy exigente que esperaba que todo estuviera hecho en un abrir y cerrar de ojos. Pagaba una buena suma de dinero a cambio de que fuera así, y el hecho de que hubiera contratado los servicios de Emily había sido una recomendación de primera en ciertos círculos.
–Has madrugado bastante, ahí no son ni las ocho de la mañana –comentó Emily.
–Estoy levantada a esta hora porque no he pegado ojo en toda la noche –protestó Sophia, con un teatral suspiro–. No podía dejar de pensar en esa desastrosa confusión que hubo con la tela de las cortinas. Ya sabes que voy a dar una fiesta muy importante en menos de dos semanas, Emily. Me prometiste que todo, hasta el más mínimo detalle, estaría listo con suficiente antelación.
–Y así será. Las cortinas nuevas ya están en marcha, yo misma hablé con Enrico y está horrorizado por el error que hubo. Le ha encargado el trabajo a sus mejores empleados, y las nuevas las tendrá listas para instalar mañana mismo.
–¿Y qué pasa con el color de las paredes del comedor? Es horrible, yo no lo habría escogido ni por asomo. La gente va a sentirse como si estuviera dentro de una calabaza.
–Te advertí que el naranja podía resultar pesado, pero tenemos preparado el reemplazo. Yo creo que este color visón va a gustarte mucho más. Es muy elegante, refleja mucho mejor tu buen gusto y el excelente