–Tu motivación va a ser intentar que yo no te abra esa trenca para ver qué llevas debajo.
Ella se quedó boquiabierta, como si se estuviera imaginando todas las maneras en que él podría convencerla para que se quitara la trenca. «Sí. Vamos, Kylie, piensa en eso. Imagínatelo». Eso los pondría a los dos en el mismo barco.
Sin embargo, su expresión anonadada desapareció. Se ajustó el abrigo al cuerpo.
–¿Es que siempre estás pensando en lo mismo?
–Siempre –respondió Joe, mientras se dirigían a su coche–. Será mejor que lo tengas en cuenta.
Media hora más tarde, tenían otro problema: la exposición era un evento de pago y ya no quedaban entradas. No les permitieron pasar de ninguna manera, y Joe ya estaba pensando en colarse por la puerta trasera, pero, con solo ver a la gente que tenía entrada, se dio cuenta de que no iban vestidos adecuadamente si querían colarse y no llamar la atención. Además, él detestaba el champán y los canapés.
Tendrían que esperar a que la fiesta terminara. Para pasar el rato, se llevó a Kylie a un establecimiento de comida para llevar y, después de pedir la cena, volvió a la inauguración y aparcó en la parte trasera, donde vio el coche de Eric.
–¿Por qué hemos vuelto? –preguntó Kylie, mientras se tomaba sus patatas fritas.
–Para vigilar.
Ella asintió.
–¿Y cuánto tenemos que esperar?
–Lo que haga falta –dijo él, distraídamente, mientras la veía chuparse un poco de sal que tenía en el dedo.
Después, ella succionó la pajita de su refresco, y a él estuvo a punto de darle un ataque.
–¿Cuánto es lo máximo que has tenido que esperar?
A él le costó dirigir la mirada hacia sus ojos. Aquella mujer tenía la boca más maravillosa que hubiera visto en la vida.
–¿Y bien? –inquirió ella.
Atravesó el velo de lujuria e hizo que él sonriera. Era muy impaciente. «¿Que cuánto es lo máximo que he tenido que esperar? Veamos… he esperado un año entero antes de besarte», pensó. Sin embargo, no podía revelarle eso, que, además, no era lo que ella le había preguntado.
–No vamos a tener que esperar mucho más.
–¿Y si se marcha y no lo vemos, estando aquí?
–Ese es su coche –dijo él, señalando un Tesla Roadster que había en un rincón–. No puede ir a ninguna parte sin que nos enteremos.
Ella lo miró de reojo.
–Además, si esperamos aquí, no tendrás que ponerte un traje.
Él enarcó las cejas.
–Molly me ha contado que odias llevar traje. Que tu idea de arreglarte es meterte la camiseta por dentro del pantalón –dijo ella, y sonrió–. Molly es muy divertida.
–Molly es una bocazas.
–Molly es increíble.
Cierto, sí. Molly era increíble. Pero eso no significaba que él quisiera que su hermana pequeña fuera por ahí contando sus secretos.
–¿Y qué más te ha dicho sobre mí? –le preguntó a Kylie.
–Que los héroes no llevan capa, sino trajes de camuflaje, y que su padre y tú sois sus héroes.
–Yo no soy el héroe de nadie, Kylie.
Sus miradas se encontraron y, entonces, ella bajó los ojos hacia su boca. «Las grandes mentes piensan lo mismo», se dijo Joe, mientras la veía acercarse a él con aquella peluca rubia tan sexy y la trenca. Él tenía el brazo apoyado a lo largo del respaldo del asiento de Kylie, y le acarició suavemente la nuca con los dedos.
Ella se estremeció, y aquella fue toda la invitación necesaria para que Joe bajara la cabeza y…
En aquel preciso instante, ella dio un respingo, como si le hubiera picado una abeja.
–¡Oh! –exclamó–. Casi se me olvida.
Rebuscó en su enorme bolso y sacó dos navajas.
–Ya voy armado –dijo él.
–¿Cómo? –preguntó ella–. Ah, no, esto es para enseñarte a tallar –dijo, e hizo una pausa–. Espera un momento, ¿vas armado?
–Sí.
–¿Siempre vas armado?
–Durante el trabajo, sí.
Ella lo miró de arriba abajo, deteniéndose en ciertos puntos que a él le provocaron bastante calor.
–¿Dónde?
–Kylie…
Ella cabeceó suavemente.
–No importa, no importa. No me lo digas. Vamos a tallar.
–¿Por qué?
–Para que comprendas por qué quiero recuperar el pingüino de mi abuelo.
Entonces, sacó dos tacos pequeños de madera del bolso.
–¿Cuántas cosas puedes meter ahí? –le preguntó Joe, maravillado.
–Muchas, y eso es estupendo –dijo ella, y sacó también dos chocolatinas, con una sonrisa triunfal–. ¡El postre!
A él no le gustaban mucho los dulces, pero la vio tan contenta consigo misma, que aceptó. El chocolate le resultó delicioso, así como la lección de talla de madera que le dio Kylie. Iba a decirle que no tenía la paciencia necesaria para dedicarse al arte, pero ella ya se había inclinado sobre él, con la frente fruncida y un gesto precioso de profesora autoritaria. Los largos mechones rubios de la peluca le acariciaban los antebrazos, y con aquel contacto suave, a Joe se le olvidó lo que iba a decir. Siguió sus instrucciones, y tallaron.
Era casi imposible hacer algo que no fueran mellas en la madera, pero él se esforzó. Después de unos pocos minutos, Kylie alzó la cabeza con una sonrisa, y dijo:
–Vaya, sí que se te da mal.
Sin duda.
Además, estaba cada vez más excitado. Era increíble la falta de control que padecía cuando estaba con ella. No tenía excusa, pero estaba muy cansado de luchar contra ello. Así pues, la agarró y se la puso sobre el regazo para que ella se sentara a horcajadas, tomó su precioso trasero con ambas manos y la besó hasta que se le escapó un gruñido. La deseaba más que a ninguna otra cosa en el mundo. Bajó la guardia y perdió la capacidad de estar atento a todo lo que los rodeaba.
Se detuvo cuando ella le puso una mano en el pecho y lo empujó hacia atrás.
–¿No estábamos en misión de vigilancia? –le preguntó.
Aunque hubieran estado rodeados de bandas de delincuentes, no se habría dado cuenta. Todavía tenía una mano en una de sus nalgas y la otra entrelazada en su pelo.
–Sí.
Dios Santo. Intentó reprimir el deseo con gran dificultad, aunque una parte de sí mismo sabía que aquello no solo era una cuestión de magnetismo animal. Pero aquel problema era para otro momento.
–Entonces… –dijo ella con una sonrisa–. ¿Volvemos a tallar?
–Claro –dijo Joe.
Se alegró de que su voz sonara normal, porque él no se sentía normal. Quería ponerse a aullar a la luna. Sin embargo, aunque Kylie estaba ruborizada por los besos, parecía que enseñarle a tallar también era de su agrado.
Cuando ella se levantó y volvió a su asiento, él fingió que no