–No… Kylie lo odia. Cree que es idiota. Lo sé porque cuando voy a ver a Rory al trabajo, a la tienda de artículos de mascotas, las chicas y ella están hablando. Carl es mi tapadera –dijo, sonriéndole a su perro–. Ellas se lanzan a acariciarlo y a mí no me hacen ni caso.
–¿Kylie piensa que yo soy idiota? –preguntó Joe, sin poder contenerse. Al ver que Max sonreía, se dio cuenta de que lo habían cazado. Mierda.
–Si habéis terminado de hablar de vuestra vida amorosa… –dijo Archer.
–Eso lo dices porque tú ya lo tienes resuelto –le dijo Reyes–. Pero algunos no tenemos ninguna relación, y tenemos que aceptar lo que nos quede.
–No sé. Puede que sea mejor estar solo –dijo Max–. Yo quiero a Rory, pero, a veces, tener una relación es tener que pedir una ración grande de patatas fritas cuando solo querías una pequeña, pero sabes que tu novia se las va a comer todas aunque haya dicho que no quería ninguna.
Archer soltó un resoplido, pero se mantuvo en silencio, porque todos sabían que Elle era aún peor que él.
–Bueno, vamos a volver a trabajar –dijo. El tiempo de descanso había terminado.
Joe le agradeció la intervención, pero sabía que aquello no había acabado. Las hienas iban a volverlo loco pidiéndole detalles. Podía ignorarlos a todos, pero había algo que no podía ignorar: «¿Kylie piensa que soy un idiota?».
Aquella noche, Joe fue a casa de su padre. Tomó las dos bolsas de la compra que llevaba en el asiento del copiloto y caminó hasta la modesta casita, que estaba en una calle también modesta, pero tranquila, del Inner Sunset District.
Joe había comprado aquellas dos casas pareadas hacía cinco años. Como Alan Malone era demasiado orgulloso y terco como para permitir que alguien viviera con él para cuidarlo, recibía únicamente dos visitas semanales de una enfermera que comprobaba su estado de salud. Bueno, cuando su padre le abría la puerta, claro.
Todo eso significaba que era él quien tenía que vivir en la casa de al lado. Había intentado que su hermana se quedara con la casa sin pagar el alquiler, pero Molly se había negado, y vivía en Outer Sunset, lo suficientemente lejos como para que, según ella, ninguno de los dos tratara de dirigir su vida.
Se repartían los turnos para vigilar a su padre. Aquella noche le tocaba a él. Las luces estaban encendidas, pero la puerta estaba cerrada con llave. Eso no era ninguna sorpresa. Aquel veterano de guerra siempre tenía las ventanas y las puertas cerradas con llave.
Joe tenía la llave, pero entrar a aquella casa sin ser invitado no era bueno para la salud. Llamó a la puerta; cuatro golpes fuertes y una pausa y, después, otro golpe. Era un código, porque su padre lo necesitaba.
No hubo respuesta, así que llamó a su padre por teléfono.
–Llegas tarde –le dijo una voz malhumorada. Después, colgó.
–Cabrón –musitó Joe. Intentó enviarle un mensaje de texto.
Joe: Había mucho atasco.
Su padre: Qué pena.
Joe: He traído la comida.
No hubo más respuesta.
Joe volvió a llamar.
–Abre, papá.
Nada.
Joe suspiró.
–Papá. Abre, o voy a entrar.
Aquello si consiguió una respuesta: el inconfundible sonido de la carga de una escopeta.
Capítulo 11
#AndaAlégrameElDía
Debía de haber gente que, al oír a su padre cargando una escopeta, podía mantenerse firme y pensar que su propio padre no iba a dispararle.
Joe no se hacía tantas ilusiones. Si a su padre le apetecía disparar, iba a hacerlo. Joe se había llevado todas las balas de la casa, pero su padre era muy astuto.
Y muy habilidoso.
–¿De verdad, papá? –le preguntó–. Solo me he retrasado unos minutos.
Tampoco hubo respuesta, y él se sintió como si tuviera otra vez quince años. Había tenido que dormir muchas noches en el porche porque su padre le había cerrado la puerta por llegar tarde.
Aunque llegar tarde fuera llegar después del atardecer.
Su padre no toleraba la oscuridad desde que había vuelto de la Guerra del Golfo, convertido en un hombre muy distinto al que había sido. Como no podía conservar un trabajo durante demasiado tiempo, Joe había tenido que ponerse a ayudar desde muy joven, aunque no todos sus métodos habían sido aceptables. Sin embargo, no podía permitir que su padre y su hermana pasaran hambre.
Por suerte, aquellos días ya habían quedado atrás y Archer le pagaba más que bien, así que podía cubrir las necesidades de toda la familia. Dejó las bolsas de la compra en el suelo, sacó una pequeña herramienta y abrió las cerraduras. Empujó la puerta suavemente.
–No me dispares –le dijo a su padre.
–¿Por qué no?
–Porque entonces, no vas a poder cenar.
Pero Joe no era tonto, así que se mantuvo junto a la puerta, fuera de la vista de su padre, hasta que le respondió.
–Está bien, pero será mejor que la cena esté buena.
Joe tomó las bolsas y entró con cautela. Volvió a cerrar la puerta y, para calmar al hombre que estaba observando todos sus movimientos, comprobó que estaban bien cerradas varias veces. El trastorno obsesivo compulsivo era terrible. Se dio la vuelta y vio a su padre, que, ciertamente, lo estaba observando desde su silla de ruedas, entre el salón y la cocina. Tenía una escopeta sobre las rodillas, e iba vestido solo con la ropa interior.
–¿Dónde están tus pantalones?
–No me gustan los pantalones.
–Bueno, creo que a casi nadie le gustan –dijo Joe, y pasó por delante de él para entrar en la cocina–. Pero tenemos que llevarlos.
Su padre lo siguió. Estaba pálido y tenía una expresión malhumorada.
–¿Estás haciendo los ejercicios de estiramiento para el dolor? –le preguntó Joe.
–A la mierda los médicos. No saben nada.
–Esos estiramientos no te los enseñó el médico, sino tu fisioterapeuta. Ella te cae muy bien, ¿no te acuerdas?
–No, no me cae bien.
–Me dijiste que huele bien.
–Sí, huele bien.
Joe tomó aire. Se le estaba acabando la paciencia. Quería mucho a su padre, pero, algunas veces, tenía ganas de estrangularlo. Puso agua al fuego para cocer unos espaguetis y comenzó a freír unas salchichas para hacer la salsa.
–No entiendo cuál es el problema.
–No es tu madre.
Joe se quedó helado, y se giró hacia él.
–Papá, nadie lo es. Pero… mamá murió.
–Mierda de cáncer. Mierda de médicos.
Había muerto hacía veinte años, pero no tenía sentido tratar de razonar con su padre.
–¿Dónde está Molly? –le preguntó–. Creía que iba a venir esta noche.
–Vendrá mañana. Me pidió que te dijera que puede traer pizza, si te apetece.
–Sí, sí quiero. Ella es más agradable que tú. También me trae puros.