¡Oye, que no, que los favoritos somos nosotros! ¡Qué bien!
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Habían invitado a Agnes a visitar el «club» una tarde. El «club» era un garaje de Hveragerði, marcado exteriormente con una cruz solar, poco llamativa, encima de la puerta. Allí se reunía gente (o «la gente») que se definía a sí misma (voluntariamente) como seguidores del nazismo.
Era viernes por la tarde. Llamó a la puerta. Agnes volvió a llamar, pero no contestó nadie. En vez de golpear la puerta por tercera vez, abrió sin más y se adentró dos pasos en el garaje.
Los nazis estaban tan enmoñados y demacrados como había imaginado. Como si tuvieran por costumbre vivir enmoñados y demacrados. Como si tuvieran la costumbre de estar demacrados, con la piel hinchada y los ojos inyectados, como si tuvieran la costumbre de estar en movimiento constante, como si sus miembros se hallaran en constante estado de desasosiego, como si sus movimientos, sus palabras y sus actos fueran involuntarios. Con un toque de síndrome de Tourette y un poco de esclerosis múltiple y un toque de psoriasis y un toque de parálisis cerebral y una pura y simple mierda de desventura generalizada. No activa, como en el caso de Arnór, no llena de voluntad y fuerza vital, sino fruto de la inconsciencia y la sordidez. Ella no osaría decirlo en voz alta por nada del mundo —porque todo eso era un componente del esencialismo biológico de los racistas—, pero esa buena gente era pura basura.
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Los islandeses eran un pueblo enano luchando una guerra por su independencia, lo que para los locales era siempre cuestión candente, fuera cual fuese la realidad. El mensaje nacionalista de los nazis tenía el camino abierto a los corazones de (algunos/muchos) compatriotas. Quizá, a los islandeses les resultaba difícil identificarse con el odio racial y la xenofobia —los islandeses casi ni sabían que existieran países extranjeros, pues en esa época Islandia no era un destino turístico popular y eran poquísimos los islandeses que viajaban—, pero el chovinismo hacía sonar todas las campanitas en el alma de la nación islandesa.
La ignorancia del racismo no impidió, sin embargo, que los islandeses devolvieran emigrantes judíos a Dinamarca, sin problema alguno de conciencia. En realidad, los islandeses aún no han aprendido nada y siguen expulsando a las tinieblas exteriores a extranjeros sin hogar (si se me permite moralizar un poco, desviándome del hilo del relato). Y quizá no hace falta saber nada de la existencia de países extranjeros para no querer saber nada de ellos.
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En las paredes había cruces gamadas, cruces solares, banderas confederadas, pósters de Screwdriver y Prussian Blue, dibujos de Mahoma de Kurt Westergaard y Lars Vilk, la bandera islandesa, una placa de White Pride y una calavera de Combat 18 Totenkopf, en metal plateado. Coleccionistas de cachivaches, pensó Agnes. Para reforzar y enfatizar la debilidad de su autoestima. Era la misma tendencia visible en los adolescentes que tapizan sus dormitorios con Justin Bieber, Michael Jackson, los Sex Pistols y chicas desnudas.
Agnes carraspeó y los nazis dejaron de mirar sus latas de cerveza para mirarla a ella. Eran quince en total. Cuatro de ellos, mujeres (tres novias y una hermana). Agnes tuvo la sensación de que unos y otras estaban más o menos desdentados. Pero no debía de ser así. Tenía que ser pura imaginación. Prejuicios. Volvió a carraspear, puso un pie delante de otro y se zambulló en el odio y la estulticia del brazo en alto.
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Otto Rahn, medievalista y oficial de las SS, visitó Islandia en el año 1936. Era un hombre hambriento de aventura y viajó por el mundo entero. Se le ha mencionado muchas veces como el modelo más claro de Indiana Jones (aunque los productores de sus películas lo niegan, como sería de esperar).
Otto Rahn describió su estancia en Islandia como sigue:
«Estuve casi al borde de la enajenación mental. Pero ¿por qué? Había soñado con este país de cuento, y de pronto me encontré en un país sin cuentos. La inacabable soledad de esta isla desolada en el último confín de las tinieblas del mar helado se adueñó de mí con poderoso abrazo. […] Quise «volar» como Lucifer, pero me mareé. Dondequiera que fuese, dondequiera que me detuviese, pensaba y reflexionaba: todo me atraía hacia aquí durante años. ¿Son estas las playas de Islandia? ¿Es esta la isla de Thule, por la que Piteas puso su vida en peligro? […] Lo que me rodea es una realidad horrible y despiadada. Ni un árbol, ni un bosque, ni una flor, ni un campo cultivado. Casuchas miserables, construidas sin pies ni cabeza, unas sirven de oficinas, otras como tiendas de modas, otras son redacciones de periódicos, cinematógrafos. Todo produce la impresión de algo aberrante, desarraigado, de algo que llegó a ser como es sin que nadie lo pretendiera».
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—Lo cierto es que todo está lleno de violadores y camellos —dijo Jónas.
Agnes se reprimió para no escupirle a la cara, para no arrearle una bofetada, se contuvo (intentaba que el desprecio no la enfureciese, para poder sacarle algo).
—La gente honrada prefiere no salir de casa —continuó él—. No se dedica a joder a los demás. La gente honrada quiere vivir con su familia. Pero tampoco es eso solo —añadió—. No solo la droga y la violencia. Sabes, cuando oigo a los tailandeses esos intentando hablar islandés, ya sabes, en una tienda o así. Quinsimil colona, o quieles bosa o algo por el estilo, ya sabes, esa mierda, esos putos ruidos que nadie llama islandés menos quizá esas tiparracas de la Casa Internacional, que tienen todas el cerebro lavado. Cuando oigo a esas tías intentando hablar islandés, me dan ganas de vomitar. Sé que suena jodidísimamente mal, pero es verdad. ¿Cómo se puede estar al mismo tiempo orgulloso de la propia herencia y dejar que alguien la maltrate de semejante forma? Y quiero decir que ¿es que no importa nada estar orgulloso de los propios antepasados? Eso es totalmente antinatural. Se me revuelven las tripas. Esto no puede seguir así si esa gente y yo compartimos el mismo espacio. Y yo llegué aquí primero. Mi vida está aquí. Tengo todo el derecho a vivir mi vida. Yo pago impuestos. Mis padres pagaban impuestos. Y sus padres. A lo largo de muchas generaciones, hemos estado viviendo en este país. Y uno ya ni siquiera puede entender a las cajeras del supermercado. Eso es todo menos normal.
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Y eso, qué. Por supuesto, la historia del amor de Hitler hacia los islandeses no dice nada sobre los auténticos intereses del Führer, sino que es mera copia exacta de la imagen que los islandeses tienen de sí mismos. Es la mirada del gran Otro, que ve una prueba en este orgulloso grito de guerra. Y es que la idea de que el Führer pudiera pensar que una pequeña colonia danesa de sojuzgados campesinos, al norte del océano, fuera un ejemplo destacado de la raza aria es simple y llanamente una estupidez. Claro que Islandia fue un punto de gran importancia táctica en la segunda guerra mundial, pero los islandeses no lo fueron nunca. Islandia era un aeródromo en mitad del Atlántico, pero no una cumbre de la poesía ni de la bravura —ni sangre pura ni límpido ideal.
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—La gente piensa que no somos más que unos pobres miserables —dijo la chica en voz baja, como si le diera miedo que la oyeran. Se llamaba Sólveig y probablemente era la única allí dentro que no estaba borracha. Ni demacrada. Tenía el pelo rubio (teñido) y dedicaba todas sus atenciones a la misma cerveza desde que Agnes entró en el local una hora antes—. No somos unos miserables, no somos pobre gente. Bueno, quiero decir que sí, claro, vaya, quizá no tengamos unos títulos universitarios de narices… Yo «solo» soy maestra de educación infantil. Y Siggi es «solo» maquinista. Por desgracia, no hemos hecho esos cursos de palabrería barata. Nada de teoría de género ni filosofía barata. Somos gente práctica y hemos aprendido cosas prácticas. Pero los medios de comunicación hablan de nosotros como si fuéramos tontos. Por eso hemos dejado de hablar con los medios.
—¿Yo no soy un medio de comunicación? —preguntó Agnes.
—¿No estás escribiendo una tesis?
—Sí.
—Pues eso no es más que palabrería barata. Lo que quizá sea mucho mejor, en realidad no lo sé. Pero tú no vas a poner una foto nuestra en la portada de DV con un titular diciendo que pensamos que los negratas son idiotas.