—¡Pero tú eres judía! —exclamó Arnór, echándose a reír—. Una puta judía, por muy guapa que seas.
Echó la cabeza a un lado.
—Estoy bautizada como católica —dijo Agnes.
El nerviosismo de Arnór era contagioso. La risa, la nerviosa alegría de vivir. Como si siempre pudiera decir lo que le apeteciera; como si ni la verdad ni la justicia tuvieran poder alguno sobre él. Y, sin embargo, era repugnante. Ella no quería sonreír. Pero su rostro quería hacerlo, de modo que tuvo que resistirse. Sabía que todo sería más fácil si se dejaba llevar. Él se haría más accesible y hablaría con más sinceridad si ella pestañeaba y sonreía. Si mostraba un poco de empatía. Entonces, él se ablandaría, se relajaría y se abriría. Ella había hecho eso mismo un montón de veces antes y nunca le había fallado.
Agnes sonrió.
—¡Puta judía! —exclamó Arnór riendo y alzando las manos al cielo—. La madre de tu madre nació askenazi, tú misma me lo dijiste. El judaísmo se hereda por vía materna, amiguita.
Agnes dejó de sonreír.
***
Postnazis. Neofascistas. Populistas. Extremistas de derecha. Conservadores radicales. Activistas de derechas. Miembros del Tea Party. Racistas cristianos. Etnocentristas. Centinelas de Occidente. Detractores del multiculturalismo. Xenófobos.
Anders Breivik era un loco de los ordenadores, un solitario, que se creía caballero medieval.
***
—No te pongas así. Solo te estoy tomando el pelo. Nada de moralina. No aguanto la moralina. Además, no me creo mucho la teoría de que la nación esté determinada por la herencia. El nacionalismo es cultural. ¿Has leído a Francis Parker Yockey?
Agnes intentó volver a sonreír.
—Imperium es quizá el escrito sobre nacionalismo más imponente jamás redactado. Yockey fue un genio. El nacionalismo viene determinado por la educación y el entorno mucho más que por la herencia.
—¿Y qué me dices del chiste del establo? —preguntó Agnes.
—¿Qué coño es el chiste ese del establo?
Agnes levantó las cejas y puso morritos mientras le daba vueltas a si seguir o no. Hasta entonces, prácticamente en todas las ocasiones le habían contestado con el chiste del establo en cuanto preguntaba a los nacionalistas sobre emigrantes de segunda, tercera y cuarta generación.
—Si una rata nace en un establo, ¿eso la convertirá en un caballo?
***
Cuando los partidos populistas empiezan a consolidarse, van enriqueciendo su vocabulario con préstamos de los partidos políticos «tradicionales». Sus dirigentes aprenden a hablar con mesura (en vez de soltando escupitajos), a comportarse como personas e incluso a ponerse en manos de estilistas y agencias de publicidad. Pero mantienen inalterables sus convicciones, aunque usen otras palabras y digan migrante en vez de negrata. Los partidos tradicionales ven cómo los extremistas les arrebatan seguidores y reaccionan acercándose al fascismo por el otro lado (y dicen «negrata» para referirse a los «migrantes»). Da la sensación de que existe un caos enorme.
***
La sonrisa de Arnór se esfumó. Torció el gesto. Era como si Agnes le hubiera tendido una encerrona. Como si lo hubiera apuñalado por la espalda. La mueca que se dibujaba ahora en su rostro podría describirse con palabras como «indignación», «conmoción», «ofensa» —como si aquellas palabras de Agnes se hubieran abierto paso hasta los tuétanos, hasta lo más hondo de su alma—. Pasados unos instantes y unas muecas de profunda amargura, se irguió en su silla y lanzó una mirada penetrante hacia el otro lado de la mesa.
—Agnes. Si quieres que hable contigo, espero que no sigas por ahí. Más vale que no pienses que soy un bruto analfabeto —se mordió el labio—. No podremos conversar si piensas seguir con la idea de que tengo tanto cerebro como un puto pez de colores. Estoy haciendo el doctorado en Historia en San Petersburgo. Hablo cinco idiomas con fluidez y me apaño en ocho más. No me he caído de un guindo hace un rato.
De pronto volvió la cabeza y se estremeció, rechinó los dientes y se agarró con las dos manos al borde de la mesa, y Agnes tuvo la impresión de que lo hacía más para sujetarse él mismo que para volcar la mesa.
—Es posible que tus conversaciones con individuos de pocas entendederas y menos formación, cuyas opiniones se basan en su complejo de inferioridad, hayan alimentado tus prejuicios sobre mis ideas políticas, pero yo no estoy dispuesto a permitir que me desprecies con la excusa de que tú no has sabido elegir bien a tus interlocutores. Puedes creerme si te digo que yo nunca compararé a una persona con un animal doméstico, ni con un caballo, ni con un cerdo ni con una mula. Sencillamente, eso está por debajo de mi dignidad. Y espero que tu ética académica no te impida confundirme con un adolescente disléxico jugando a la Gestapo.
***
Los partidarios de los partidos populistas no son todos varones blancos de mediana edad. Algunos son negros, y (antiguos) musulmanes, o sanadoras lesbianas. En cierto modo, el miembro oprimido de los partidos populistas (el inmigrante, el musulmán, la mujer, la lesbiana, el negro) proporciona a su partido una coartada y, a cambio, el oprimido consigue otra; su existencia en el interior del partido le hace participar de la gama cromática social: quien se opone a la chusma inmigrante no es un inmigrante como ellos (sino un conservador responsable). Y un partido que acepta chusma inmigrante e incluso los ayuda a progresar y los apoya con orgullo, no es, en ningún sentido en absoluto, un partido nazi.
De este modo, ¿no quedan todos felices y contentos?
***
La siguiente vez que Ómar vio a Agnes fue en el aparcamiento del centro comercial. Él estaba en la acera atándose los zapatos y contemplando las nubes y vigilando el coche de Agnes; se rascó con el meñique los hoyuelos de las mejillas. Se sentía bien. Agnes iba zigzagueando en medio de la capa de nieve que cubría el aparcamiento, pero no se dio cuenta de la presencia de Ómar hasta que casi se dio de bruces con él.
—Hola —dijo Ómar.
—Anda, hola.
Ómar no quería que se diera cuenta de que estaba esperando. De que pensaba que pasaría algo. Y que ahora sufría penas de amor. Que ahora, su pobre corazoncito estaba roto en mil pedazos. Se alegró mucho de verla.
—¿Estuviste de compras?
Ella se miró las manos. No llevaba bolsa de compras. Tenía las manos vacías.
—No, pasando el rato.
—¿No eres ya un poco mayorcita para pasar el rato en un centro comercial?
—Nadie es demasiado mayor para pasar el rato en un centro comercial.
—¿Eterna adolescente?
—Por los siglos de los siglos.
—¿Y pasando el rato tú sola?
—Con un conocido mío.
Callaron unos momentos.
—Te vi.
—¿Qué quieres decir?
—Que os vi.
—¿A Arnór y a mí?
—¿Se llama así?
—¿Por qué no saludaste?
—¿Nos damos un morreo?
—¿Te apetece un morreo?
—Ay, no lo sé. ¿Quién es el Arnór ese?
—Un neonazi.
—Ja ja.
—No, en serio.
—¿En