—¿Qué negratas?
—Bah, todos los negratas.
—…
—Ya me has liado.
***
Durante casi mil años, los islandeses tuvieron tan poca relación con el resto del mundo que no se les mencionaba más que como moneda de cambio en la política internacional de los países nórdicos. Pero la confianza de los islandeses en sí mismos hizo que eso los dejara indiferentes, porque son totalmente inasequibles a la burla. En las mentes y los corazones de los islandeses nunca ha habido espacio para otra idea que no fuera que ellos son los mejores del mundo. En lo que sea.
***
Poco antes de medianoche, Agnes se fue del club, cogió el coche y se marchó a casa. Al llegar, se quitó los zapatos, cogió el portátil y se metió en la cama completamente vestida. En Facebook no había nada. O casi nada. Claro que estaba rebosante de vida, de películas en YouTube con gente haciendo volteretas en bicicletas y de caballos tocando el piano. Enlaces a publicaciones académicas y propaganda política, fotos de niños y promesas de corrección y mejora: hacer más footing, hacer más bizcochos, dedicar más tiempo a la familia y, sobre todo, pasar menos tiempo colgados de Facebook.
Es que todos eran tan listos. Sus fotos, tan perfectas. Agnes había leído en algún sitio —en algún sitio, pero ¿dónde?— que en Facebook la gente era totalmente distinta a como era en la realidad. Los insolentes y listos (en Facebook) eran tímidos y reservados (en los bares). Los guapos (en Facebook) eran más gordos, sudorosos y sucios (en los bares). Facebook era fruto de la imaginación. Una pura y simple cáscara, decían los críticos. Pero Agnes pensaba entonces si la realidad no sería también un fruto de la imaginación. Pura apariencia. Meras poses y postureos. Desde los tacones altos que no aguantaba pero que le encantaban, a los vestidos elegantes. ¿Y qué decir de la silicona? ¿Y de esos punks escrupulosamente harapientos o de los que eran listos en la realidad? ¿Era más real ser listo en un pub que ser listo en Facebook? ¿Era más interesante ser guapo en un baile que ser guapo en internet? ¿Por qué? ¿No nos pasaba a todos, que no éramos más que una cáscara?
¿Y qué significaba la cáscara del club ese, las cruces solares y las gamadas? ¿Qué intentaban comunicarle al mundo? Casi creía que estaban pidiendo que los sacrificaran. Puso el documental Männer, Helden und Schwule Nazis, sobre los nazis homosexuales de Alemania, colocó el ordenador a su lado, en la parte vacía de su cama de matrimonio, y se echó el edredón por encima de la cabeza.
***
El amor de Hitler por Islandia se convirtió en desamor porque los islandeses eran demasiado buenos para él. Eran una raza demasiado mezclada, y por eso eran los mejores. La mejor de las razas. No como esos arios asquerosos de sangre pura.
¡A la mierda!
***
Agnes despertó en una clase sobre los bombardeos de Dresde. Se había quedado dormida. Con todo el estruendo. Sintió deseos de levantar la mano y preguntarle al profesor qué había sido de la ciudad. Si aún seguía allí… Si las casas eran las mismas u otras nuevas. Copias construidas a partir de las ruinas originales, o simples fachadas de casas de nueva construcción, como en Danzig. Perdón, quise decir Gdansk.
La obscenidad: tres mil novecientas toneladas de explosivos. Treinta y nueve kilómetros cuadrados destruidos. 39 000 000 de metros cuadrados (lo que corresponde a la superficie que ocupa medio millón de viviendas unifamiliares de tamaño grande). 3 900 000 kilogramos de explosivo. Eso hace en torno a 10 gramos de explosivo por metro cuadrado.
¡10 gramos! ¡Eso no es nada!
Y, sin embargo, fue suficiente para borrar del mapa esa parte de la ciudad. En la posición de Dresde en el mapa tendría que haber un vacío, pero no lo hay. Dresde es una ciudad fantasma. Como Disneylandia. Con la diferencia de que la gente de allí tiene las cabezas más pequeñas y la entrada no cuesta ni un céntimo.
El profesor terminó la clase recordando a los estudiantes que no se podían comparar los bombardeos de los Aliados con el Holocausto, y luego los dejó libres para el rato de descanso.
CAPÍTULO 5
—Cuando se prendieron las cortinas —dijo Ómar, respirando hondo—, me senté en el sillón azul oscuro del tresillo y contemplé la casa quemándose a mi alrededor. ¿No te lo imaginas? Arañaba con las uñas de la mano izquierda la basta tapicería mientras miraba las llamas que devoraban con glotonería la tela de las cortinas, tragaban los parteluces de las ventanas y se extendían por el techo pintado de blanco. Mis pertenencias desaparecían una tras otra en el fuego, y con ellas los recuerdos, buenos o malos. Era la víspera del Primero de Mayo. La noche anterior al día de lucha del proletariado.
Juha asintió con la cabeza.
—No me precipito fácilmente a la hora de sacar conclusiones —prosiguió Ómar. De pronto, se sentía tranquilo—. Siempre he dividido el mundo en dos mitades opuestas: lo externo, que me provoca dudas, y lo mío propio, que me parece natural. Agnes era mía. La casa era mía. Yo era de Agnes y de la casa. Todo desapareció en la pira. Me tapé la nariz con la mano derecha. El humo que producían los tejidos sintéticos me producía escozor en los ojos. La tapicería barata se derretía, y ardían las prendas de ropa que nadie se había preocupado de recoger y colgar. Nailon, plástico, acrílico, poliéster. La pintura se chamuscaba y caía de las paredes. El fuego arrojaba cenizas y brasas que revoloteaban por el salón. El crepitar del fuego me resultaba tranquilizante. Sentía deseos de dormirme en el sillón. Nuestra casa no era un chalé unifamiliar de grandes pretensiones. No valía muchas de esas monedas islandesas decoradas con imágenes de peces. Aquella casa era una puta madriguera de ratones de mierda, un montón de mierda en la que se colaba el agua por todas partes, situada en una zona apartada, hacia la orilla del mar, de la avenida Sæbraut de Reikiavik. Nosotros no éramos ricos, solo unos pobretones oportunistas que nos lanzamos a comprar una casucha barata para tener jardín. Para tener sótano y desván, cuerda de tender y sitio donde plantar unas cuantas flores, cerca del centro, pero a suficiente distancia para que no nos molestara el jaleo: la aclamada vida nocturna de Reikiavik. Ese trasto de los cojones (perdona que no te lo haya dicho antes) era un anillo de pene. «Lo que se denomina anillo de pene». Un anillo salvavidas de goma para la polla. Fabricado para permitir a los varones prolongar la erección hasta el infinito y aumentar el placer de los dos. Hay que pasarlo primero sobre los testículos y meter luego el pene medio fláccido. Luego hay que esperar a que se ponga duro antes de ya sabes. Nunca había visto ninguno. Había oído hablar de ellos, había oído que alguna gente lo usa para pasárselo bomba. Por eso reconocí enseguida el trasto ese, aparte de que apestaba a sexo. Seguro que no lo habían lavado nunca. Los dos pequeños vibradores, que se podían quitar, tenían la función de estimular el clítoris de la mujer y los testículos del hombre. Ese modelo se podía comprar con un agujero especial para los testículos. Lo vi en internet. Y se puede conseguir en acero templado, pero a ese tipo de anillo no se le pueden acoplar vibradores. No se debía tener puesto más de media hora seguida. Y los que padecen enfermedades cardiacas no deben usarlo excepto con el visto bueno de su médico. Si no te lo quitas, se corre el riesgo de necrosis del falo. Y entonces tendrías que ir al médico a que te ampute el pene. Pero ¡ay! Mi vida no mejoró mucho después de prenderle fuego a la casa, aunque sí que sentí cierto alivio. Sería más exacto decir que el incendio me dejó descolocado, porque durante bastante tiempo después de que la casa se convirtiera en cenizas, toda mi puta existencia se quedó como aturdida. Como si no hubiera quemado la casa, sino que la casa se me hubiera caído encima. Era algo así como… una aberración. Aquello era algo tan… impropio de Agnes. No el adulterio en sí, sé que todo el mundo puede cometer adulterio, y siempre le pilla a todo el mundo por sorpresa, sino el anillo de pene ese. Agnes y yo teníamos una vida sexual, bueno, ya sabes, como de lo más normal. Por lo menos, de lo más normal. Estaba bien cuando lo hacíamos. Pero no usábamos huevos ni vibradores ni cajas de juguetes. Ni siquiera teníamos ropa interior elegante para esas cosas. A mí nunca se me ocurría meterle el meñique por el culo; ella no me lo pidió nunca y a mí no me molestó que no lo hiciera. Y