Se calcula que los nazis mataron entre doce y diecisiete millones de personas en el Holocausto, de ellos, seis millones de judíos. Se trataba de aniquilar a dos grupos: judíos y gitanos, pero además de ellos fueron enviados a los campos de concentración toda clase de gentuza indeseable y gente rara: comunistas, demócratas, anarquistas, socialistas, testigos de Jehová, miembros de sectas y eslavos bocazas.
Porque lo cierto es que a los eslavos se les daba muy bien ser unos bocazas.
Pero primero fueron los discapacitados. Deficientes mentales. Idiotas. O como se les llamara en las órdenes de ejecución nazis. Eran otros tiempos y otras costumbres. No es que pretendamos hacerlos nuestros.
En Lituania había unos 208 000 judíos antes de la segunda guerra mundial. Después de la segunda guerra mundial había ocho o nueve mil.
Eso fue una de las cosas que más le llamaron la atención a Agnes.
CAPÍTULO 2
¡Hola!
¡Hola!
¡L-E-E-R!
¡Hola! ¿Sigues ahí?
Soy el texto. Somos el texto. Pienso hablar un montón sobre el Tercer Reich. ¡No desenchufes el libro!
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Esto es un intento de contextualización.
Diecisiete millones de personas equivalen a la población de Chile. Si todos los habitantes de Chile metieran diez coronas en una hucha, con el total se podrían comprar cien todoterrenos Mitsubishi Montero. Diecisiete millones de personas pesan aproximadamente 1300 millones de kilos y si se pusieran a saltar todas a la vez (y aterrizaran en el mismo sitio), la Tierra se desplazaría de su órbita. En comparación, se puede señalar que cien Mitsubishi Montero pesan unos doscientos mil kilos. En diecisiete millones de personas hay aproximadamente cien millones de litros de sangre y diecisiete millones de corazones laten 595 000 000 000 000 veces al año. 170 millones de dedos de la mano, 34 millones de orejas, 17 millones de narices; aproximadamente 8,5 millones de penes y otros tantos de vaginas. 8,5 millones de penes (de tamaño medio) en plena erección son 1360 kilómetros. Es casi tanto como la línea costera de Irlanda.
Si 17 millones de personas se pusieran en fila india, darían una vuelta completa alrededor de la Luna. Bueno, si no las hubieran masacrado.
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Pero estábamos hablando de Agnes Lukauskaite. Como casi todo el mundo, Agnes tenía cuatro bisabuelos y cuatro bisabuelas —magníficas personas todos ellos, canosos y ancianos y sabios y con una insolencia muy simpática, como suele suceder con ese tipo de personas—. Un bisabuelo de Agnes por vía masculina directa, Vilhelmas Lukauskas, y la bisabuela con la que estaba casado, Saula Lukauskiene, eran lituanos católicos. La bisabuela por vía femenina directa, Masza Banai, y el bisabuelo con el que estaba casada, Izsak Banai, eran judíos askenazíes. Los otros dos bisabuelos y las otras dos bisabuelas interesan poco en esta historia, porque, si bien todos ellos fueron espectadores de la parte de historia que afecta a bisabuelos y bisabuelas, no participaron, excepto en tanto en cuanto los espectadores son también partícipes en virtud de sus opiniones sobre lo que sucede. Es conveniente señalar que esas opiniones eran distintas a las de quienes os podéis permitir el lujo de leer sobre estos hechos setenta años después de que se produjeran. La imagen que os hacéis vosotros de tales sucesos es más global que la que se podría leer en los cuchicheos de los espectadores presenciales sentados a las mesas de su cocina en Jurbarkas; y por lo mismo, vuestra participación en las atrocidades que se relatarán aquí es menor. Afortunadamente.
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A lo mejor, todo esto suena ridículo, pero es inevitable. La contextualización depende de la historia que se cuenta, y aquí se cuenta un relato sobre la historia contada. Así que estas extrañas comparaciones quizá tengan algún valor. Arrojan, o al menos eso esperamos, algo de luz sobre la extraña luz con la que podemos iluminar las cosas. Sea lo que sea lo que convierte la historia en relato. Quizá penséis que no hago más que dar vueltas sin avanzar, pero os aseguro que no es así. Este relato no remite a sí mismo, sino a otros relatos, nuestros y de otras personas.
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Reikiavik, año 2009. Van a ser las cinco de la madrugada del domingo 11 de enero. Agnes Lukauskaite tenía 29 años cuando conoció a Ómar. Le faltaban dos días para cumplir los treinta, pero esa noche estuvo festejando su cumpleaños, a fin de prolongar un poco el alborozo de las navidades y el fin de año hasta entrado ya el año nuevo, para que no se produjera ninguna interrupción de la felicidad y el arrebato. Para no tener que descansar ni para tomar aire.
Reinaban el hielo y la niebla sobre la fila de taxis que se extendía, como una lombriz retorciéndose, delante del chiringuito de perritos calientes de la calle Lækjargata. La Revolución de las Cacerolas se iba desinflando, aunque le quedaban aún unos cuantos coletazos —precisamente, los más relevantes—. Más allá de la contaminación lumínica, el cielo estaba estrellado, aunque habría podido estar cubierto. Todos los de la cola estaban borrachos, así que tenían frío. Los chicos se daban empujones de fastidio. Las chicas castañeteaban los dientes. Los taxis iban apareciendo de uno en uno. Y la cola avanzaba despacio.
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Otro intento de contextualización:
Pobres nazis suecos. Pobres xenófobos de Lund. Pobrecitos ellos.
Los persiguen y pierden el trabajo.
Se ríen de ellos en la calle.
Se burlan de sus ideas. La gente dice: «Menudo idiota estás hecho. ¡Lárgate con los nazis, con tus botazas de clavos!».
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Agnes apretó la barbilla contra el cuello de su anorak rojo vivo, metió las manos sin guantes bajo las axilas e intentó reprimir los temblores que le provocaba el frío. Debajo del largo anorak no llevaba nada más que un vestido corto de fiesta, ropa interior, pantis de nailon y zapatos de tacón alto. En la cabeza llevaba un gorro de lana, negro y gris. Para morirse de frío. Siempre acababa por cabrearse cuando se empeñaba en ponerse guapa en invierno. Para ir de bares. Acababa cabreándose por vestirse de forma tan inapropiada cuando hacía frío, aunque, eso sí, maquillada como si le horrorizase la perspectiva de morir sola. Con tacones altos como si no tuviera la más mínima consideración por sí misma. Le dolían los dedos de los pies.
Y eso que los tacones no eran demasiado altos, porque, si no, sería imposible bailar. El twist. Los zapatos eran negros y gruesos y, además de proporcionar a Agnes varios centímetros extra de altura, producían en el cuerpo una curva que, vista en el espejo, la hacía mucho más atractiva. Pero cuando el frío se le metía por los dedos, no existían zapatos más asquerosos en todo el hemisferio occidental.
En la cola, detrás de ella, estaba Ómar, sonriendo como un tonto. No se conocían. Cada uno estaba esperando su taxi, como si el futuro no les tuviera nada reservado, como si no tuvieran ni la menor idea de que pronto irían los dos por el mismo camino.
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Pero los pobres, los desdichados xenófobos de Lund albergan enormes deseos de vivir en Dinamarca. Ojalá Dinamarca fuera como el País de las Tres Coronas, ojalá Dinamarca fuera amarilla y azul igual que su pobre tierra patria.
Porque, en Dinamarca, ser nazi es algo perfectamente aceptable. Más aún, allí hasta las tías son nazis —la jefaza es la Oberste SA-Führerin—, y los diarios liberales no se dedican a otra cosa que a fustigar a los extranjeros. A esos extranjeros intolerantes que les hacen la ablación a las niñas y meten a las mujeres en burkas mientras ellos se dedican a quemar la bandera danesa.
Porque Dinamarca está construida sobre la tolerancia.
Y Suecia, en cambio, está construida sobre el compromiso.
Islandia está construida sobre el aislamiento y la ignorancia voluntaria.