De ahí, precisamente, las dificultades que conlleva un estudio exhaustivo del funcionamiento real y de conjunto del mundo rural gallego. Ello explica, aunque no justifica, la tendencia del legislador, doctrina y jurisprudencia de no tomar en consideración las numerosas singularidades locales y las concretas circunstancias geográficas, sociales, culturales y económicas que inciden en la configuración y funcionamiento de las instituciones jurídicas o de naturaleza consuetudinaria en las distintas regiones del territorio de Galicia.
En este sentido, sugería RODRÍGUEZ MONTERO la necesidad de afrontar una revisión en profundidad de la estructura de bastantes de las que tradicionalmente se han venido presentando como peculiaridades específicas en el ámbito jurídico-privado gallego, en relación a las cuales se han venido aceptando, sin discusión hasta el momento presente, determinadas teorías e hipótesis formuladas por historiadores antiguos, antropólogos y folcloristas, que han llegado a alcanzar el nivel de dogmas y que, en algunos supuestos, podrían resultar más que razonablemente cuestionables1.
La institución de la “serventía” no fue ajena a esta problemática generalizada. La adecuada comprensión de la particular configuración y funcionamiento de esta figura en las distintas partes de Galicia, así como su regulación pasada y presente, exige estar y tomar como referencia a las descripciones que recogen los estudios antropológicos sobre el mundo rural gallego en general y de la “serventía” en particular2.
2. CARACTERÍSTICAS Y PECULIARIDADES DE LA PROPIEDAD DE LA TIERRA EN GALICIA
Entre los caracteres y particularidades principales del mundo rural gallego, la doctrina ha venido destacando el carácter esencialmente agrario y minifundista de la propiedad de la tierra, el cual se vio reflejado no sólo en el ámbito económico, sino también en el jurídico y en el propio comportamiento social. La vida económica de Galicia se centraba, fundamentalmente, en el campo3 y, más concretamente, en torno a la denominada “casa” tradicional gallega. Ésta venía a ser una suerte de comunidad familiar de padres e hijos, de la que también podían formar parte los nietos –y hasta los hijos de estos–, las nueras y los yernos e, incluso, los hermanos –solteros o viudos– del padre o de la madre. Todos bajo las órdenes del antepasado más mayor o, en su caso, de quien fuese el “dueño de la casa”, entendiendo aquí por “casa” el patrimonio, es decir, una explotación rural completa4.
La institución de la “casa” no se limitaba únicamente a servir de nexo de unión entre los miembros de la familia que en ella convivían, sino también como elemento aglutinador de la propiedad de la tierra excesivamente fragmentada y desperdigada5 a causa de los sucesivos repartos hereditarios del patrimonio familiar6 y del largo tiempo –hasta las desamortizaciones del siglo XIX– que Galicia vivió bajo vínculos de carácter señorial7.
Estos terrenos que conformaban los reducidos patrimonios familiares se organizaban, con carácter general, en tres tipos de terrazgos: los prados, las “leiras” (tierras cultivadas) y el monte. Las tierras de la “casa” encarnaban este ideal en un complejo policultivo de subsistencia, apoyado en un número abundante de parcelas de reducidas dimensiones, orientado a obtener una considerable variedad de cultivos que permitieran, fundamentalmente, el autoabastecimiento alimenticio de personas y animales. Por una parte, porque la excesiva fragmentación del terreno facultaba la particularización de los cultivos y permitía aprovechar cada rincón para obtener de él todas sus posibilidades. Por otra, porque las elevadas necesidades de consumo, dificultadas por las restricciones del mercado, obligaban a los campesinos a producir mucho y de todo, sometiendo la tierra a un rendimiento continuo –en ocasiones sin descanso, hasta dos y tres cosechas seguidas–, asociando a tal fin habilidosamente los cultivos8.
Si bien es cierto que el minifundismo, la excesiva parcelación y dispersión de los terrenos constituían el gran problema estructural del campo gallego, no se trataba, ni mucho menos, de las únicas dificultades a las que debía enfrentarse el campesino en la explotación agrícola de sus fundos.
El labrador gallego era muy desconfiado, avaro y fuertemente apegado a la tradición. Manifiesta era su hostilidad a la hora de aceptar todo aquello que implicara progreso e innovación. Un claro ejemplo sería el fracaso, más o menos generalizado, de los resultados perseguidos con la Concentración Parcelaria en Galicia. A pesar de los buenos resultados en algunas zonas del territorio gallego, no alcanzó los resultados esperados en otras muchas, con frecuencia debido a obstáculos físicos, pero también humanos9. El campesino gallego no se dejaba convencer fácilmente de sus ventajas, porque la experiencia le enseñó a vivir autárquicamente, a conocer y escoger los lugares de su parroquia a los que, por un microclima, una pendiente o una orientación determinada, se adaptaban mejor los cultivos de los que tenía que autoabastecerse. De ahí su disconformidad a ver sustituidas sus “fincas estratégicas” por una sola parcela10.
También las condiciones climáticas limitaban fuertemente en Galicia el desarrollo de la agricultura. Se trataba de circunstancias difícilmente modificables a instancias del hombre, a las que los sistemas de cultivo necesariamente habían de ajustarse, y que inevitablemente constituían no sólo un duro retroceso y una importante limitación de la capacidad productiva de las tierras, sino asimismo una pérdida de tiempo notable para el campesino en el laboreo diario de sus tierras11.
Unidas a la naturaleza agraria, familiar y minifundista de la propiedad de la tierra, la doctrina gallega ha venido destacando además, entre las diversas peculiaridades, la existencia de una serie de instituciones de origen consuetudinario que comportaban una propiedad compartida, fundamentalmente en régimen de comunidad germánica, impuesta por las circunstancias socioeconómicas, históricas y geográficas de la región gallega.
Así, por ejemplo, los montes vecinales en mano común –propiedad de los vecinos de una parroquia, aldea o lugar, que ejercía su posesión y disfrute, no de forma individual, sino por cabezas de familia, hogares o “fuegos” y en régimen de comunidad germánica–, las aguas –que al ser en el territorio gallego un elemento abundante, su utilización y disfrute se hacía en forma comunitaria por el grupo de vecinos afectados, acordando, normalmente de forma oral, su funcionamiento a través de prorrateos de cargas y aprovechamiento, siendo transmitidas y respetadas dichas normas consuetudinarias de generación en generación–, las eras comunales (“eira de todos” o “eira de aldea”) –que consistían en un pequeño cuadrante de terreno llano, generalmente de piedra o tierra, tradicionalmente destinado a la trilla (“malla”) de las mieses y a la limpieza de los cereales con un instrumento llamado “mallo”12–, los molinos (“muiños” o “aceas”) –que se movían con aguas de propiedad común indivisible de una parroquia o de un lugar, destinadas a moler el grano por sus partícipes por unidades