Brice decidió que dejar pasar un tiempo antes del ataque sería una buena estrategia; sus hombres conocían el plan, pero aquéllos que estaban en el interior probablemente esperasen un ataque inmediato como respuesta. Era posible que la plegaria de Gillian les hubiera salvado la vida a muchos, pues entrar en una batalla movido por la rabia era peligroso. La guerra era algo a lo que era mejor enfrentarse con la cabeza fría y determinación.
Y eso hicieron, más tarde aquel día, con una eficiencia aprendida gracias a luchar juntos muchas veces en muchos lugares contra diversos enemigos. Brice había entrenado y luchado con los hombres que había seleccionado como sus capitanes en Bretaña, en Normandía y ahora en Inglaterra; y les confiaría su vida.
Lo único que lamentaba era la falta de dos de sus mejores amigos. La última misiva de Giles, escrita de su puño y letra, prometía su presencia tan pronto como lady Fayth diese a luz. Las noticias de Soren eran prometedoras e inquietantes a la vez; seguía recuperándose de las heridas recibidas en Hastings, pero era un hombre distinto al que conociera. El «hermoso bastardo», nombre por el que se le conocía debido a su aspecto, un nombre y una apariencia que le daban acceso a las camas de muchas mujeres deseables, había desaparecido. Al parecer las heridas de la batalla se habían cobrado el precio sobre su apariencia y sobre su alma.
Los hombres de Brice actuaron como era de esperar; con habilidad, eficiencia y éxito, pues en dos horas la fortaleza era suya. Lo único malo fue que Oremund y su secuaz Ruedan escaparon. Corrieron hacia el bosque que conocían mejor que él, pero Brice supo que aquél no sería su último encuentro. Abrumados por la superioridad numérica y por la huida de su señor, los soldados de Thaxted se rindieron.
Por la noche, la fortaleza había sido registrada de arriba abajo. Cualquier cosa de valor estaba asegurada y todos los almacenes serían registrados para que Brice supiera lo que tenía y lo que necesitaba para empezar a reconstruir Thaxted. Se atendió a los heridos y se enterró a los muertos. Cuando terminaron de hacer todo lo necesario y los guardias se coloraron alrededor del perímetro en torno a los caminos que conducían a Thaxted, Brice se permitió por fin pensar en Gillian.
Había sido informado sobre su estado a lo largo del día, así que sabía que le habían quitado la flecha, que había perdido una gran cantidad de sangre y que seguía inconsciente. Había sido trasladada a su tienda y se encontraba bajo el cuidado de una de las mujeres del campamento. Él había escuchado atentamente y luego había dejado de lado la información para concentrarse en la batalla.
Ahora, sin embargo, fue a buscarla para llevársela con él a la fortaleza, donde pudiera estar cómoda y atendida. Ya habían preparado su habitación y encendido un fuego allí para que estuviera caliente.
Ernaut estaba de pie a la entrada de la tienda y lo saludó con expresión ligeramente rebelde. El chico no estaba contento por ser relegado ahí durante la batalla. Su disconformidad era algo que Brice comprendía, pues su escudero se consideraba preparado para luchar y quería tener la oportunidad de conseguir el estatus de adulto que le conferiría una batalla.
—¿La dama? —preguntó Brice.
—Sigue dormida, milord —respondió Ernaut.
—Me gustaría que siguieras protegiéndola, Ernaut. Como ves, ni siquiera se puede confiar en su familia. Pero sé que en ti sí se puede —la cara del chico se iluminó entonces con orgullo—. Sé que no la defraudarás.
—Sí, milord —convino Ernaut.
Brice entró en la tienda y encontró a Gillian en el camastro, cubierta de mantas. La mujer que cuidaba de ella se puso en pie y saludó.
—¿Sigue dormida? —preguntó él mientras se arrodillaba a su lado.
—Sí, milord. No se ha despertado desde que fue…
Brice se inclinó hacia ella, le apartó el pelo de la cara y contempló lo pálida que estaba. Al apartar las mantas vio que le habían cortado el vestido y que tenía el hombro cubierto con vendas manchadas de sangre.
—¿Se la puede trasladar? —preguntó—. El aire huele a tormenta y preferiría tenerla en la fortaleza.
La mujer asintió.
—Siempre que el traslado sea suave, no debería empeorar la hemorragia. Y, como decís, milord, amenaza tormenta. Dejad que la prepare para el traslado.
Brice se apartó y le dejó más espacio a la mujer. Llamó a Ernaut y le ordenó que empaquetaran sus pertenencias y las trasladaran a la fortaleza. Cuando Gillian estuvo convenientemente vestida y arropada por su capa, se arrodilló a su lado y deslizó los brazos por debajo. La levantó, permitió que la mujer le ajustara la capa y se llevó a Gillian de la tienda.
—¿Vuestro nombre, señora? —le preguntó a la mujer que había atendido a Gillian.
—Me llamo Leoma, milord —respondió ella mientras caminaba junto a él por el campamento.
—¿Y tu marido?
—Mi marido es Daniel.
Un buen hombre. Brice lo había conocido en Bretaña. Había servido a las órdenes del mismo capitán que Brice y luego le había ofrecido sus servicios a Giles. Y Giles le había permitido servir a Brice en aquella batalla.
—¿Quieres venir y cuidar de la dama en la fortaleza? Necesitará ayuda mientras se recupera.
—Sí, milord.
Brice no volvió a hablar hasta que entró en los aposentos de Gillian y la dejó sobre la cama.
—Me encargaré de que Daniel sepa que estás aquí. Quédate con ella hasta que yo regrese.
Si no consideró sus actos en ese momento, ni siquiera más tarde, fue porque estaba seguro de mostrar la cantidad de preocupación necesaria por la mujer que ahora era su esposa; ni mucha, ni poca. Se encargaría de su seguridad como era su responsabilidad. Brice había oído historias sobre la dama y había imaginado cómo sería, pero nada era comparable a la realidad.
Había interpretado su huida de Thaxted como una desobediencia caprichosa cuando ésa no era la cuestión. Había creído que era una cabeza hueca que actuaba por impulsos, pero comenzaba a descubrir que su conducta era meditada y calculada. Y lo peor era que había pensado que Gillian no se sentía responsable de su gente, cuando en realidad luchaba por ellos aunque su propia vida corriera peligro.
Así que, tras regresar a la habitación y dejar que Leoma volviera con su marido, Brice no hizo más que pensar. Había demasiadas conexiones aún ocultas. Demasiados peligros por los que preocuparse. Demasiados enemigos que combatir. A pesar de que su cuerpo deseaba dormir, su cabeza seguía llena de preguntas. Pero toda pregunta tenía que ver con la mujer que yacía inconsciente en la cama.
Y cuando la fiebre la atacó en mitad de la noche, Brice rezó por tener oportunidad de conocerla mejor, aunque sin darse cuenta de que se preocupaba por ella más de lo que creía que debería.
Gillian luchó por no gritar.
Su hermano disfrutaba sabiendo que sus castigos dolían y la asustaban, así que ella había aprendido a perseverar en silencio. Ahora la mandíbula le dolía de apretarla, de guardarse dentro los sonidos de angustia.
¿Acaso le había prendido fuego? La piel le ardía y el calor recorría todo su cuerpo. Quería pedir agua, algo que calmase la sequedad y el ardor, pero no se atrevió. Cualquier debilidad que mostrara sería utilizada en su contra más tarde. Cuando el calor se hizo insoportable, gritó. Por mucho que quisiera resistir, el dolor era más fuerte que su control.
Intentó abrir los ojos para poder ver qué castigo le había infligido, pero no pudo. Entonces sintió un paño frío sobre la cara, que se deslizaba por sus mejillas y luego por su cuello. Oyó también unos susurros suaves y pensó que tal