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puede lograr que sus efectos sean acotados.

      Por eso, entonces, el problema actual es distinto al de Hamilton y los padres fundadores del constitucionalismo. Es un problema que debemos buscar e intentar resolver entre nosotros. No sirve buscar un problema en el pasado; si hay alguno, ese está aquí.

      Desde el 18 de octubre muchos se han ocupado de intentar describir el problema constitucional atándolo a las causas del estallido de violencia. Algunos, después de rendir un conveniente homenaje a lo ocurrido, sostienen que el problema es el “neoliberalismo”. Así, Carlos Ruiz y Gabriel Salazar, cada uno a su modo, construyen una doble utopía: que el supuesto “neoliberalismo” es la causa de todos nuestros problemas y que su superación es el inicio de una nueva vida. Salazar llega al extremo de dictar las bases de una nostálgica sociedad premoderna. Eugenio Tironi, con menos grandilocuencia, argumenta que el problema está en el modelo que ha sido desbordado tras un largo período de deterioro de otras instituciones fundamentales, tales como la familia y la religión. Madalena Merbilháa y Cristián León, por su parte, rastrean los orígenes del 18 de octubre en el marxismo cultural que inspira a buena parte de la izquierda. León profundiza también en cuestiones de orden moral, intelectual y espiritual que estarían en la base de la asonada de octubre. Y, en fin, Luis Larraín y Sergio Muñoz, cada uno desde su perspectiva, sostienen que el problema de todo está en la desafección democrática que invade a muchos44.

      Cada uno de estos problemas pueden o no ser causas del 18 de octubre, aunque lo que es relativamente claro es que ninguno de ellos es genuinamente constitucional. Tal vez tienen, con mayor o menor intensidad, algunos reflejos constitucionales, pero ellos son solo destellos que no se corrigen por la vía del cambio constitucional. Pienso, en cambio, que el problema que debe intentar resolver la nueva constitución es uno que se da en tres niveles; y solo uno de ellos es propiamente constitucional. El primer nivel es el político; el segundo es la estructura; y el tercero, la convivencia. Solo el segundo tiene una marcada presencia constitucional; el primero solo algunos; y el tercero, prácticamente ninguno. Veamos.

      El principal problema que padece el país probablemente consiste es el estado actual de la política. Léase bien: no es la política el problema entonces, pues esta cumple un rol insustituible en la representación y en la deliberación. El problema es el estado actual de la política.

      Hay distintas formas de apreciar este problema. Rodrigo Correa escribió hace algunos meses un sugerente texto en el sitio intersecciones.org que se hace cargo del desafío constitucional. Sostiene que las causas de la crisis están dadas principalmente por las condiciones de legitimidad sobre las que se construye el sistema democrático. Hoy esas condiciones se fundan en una intensa validación social del interés individual, cuestión que ha erosionado los antiguos mecanismos de equilibrio de las preferencias individuales con las colectivas (ej. la opinión pública “orientada a la generalidad” y los partidos políticos). La Constitución, nos dice, solo puede ser un camino de salida si logra reconstruir las instituciones mediadoras. Y ahí está el gran desafío de la discusión que viene.

      Algo similar destaca Carlos Peña cuando escribe que el problema es la distancia entre lo que “la gente espera y aquello que encuentra en su vivencia” pues la cultura y el mercado, anota en otra parte, han promovido procesos de individuación y expectativas que las instituciones no han logrado procesar45.

      No cabe duda que el desafío parece estar en la política como institución mediadora o “procesadora” de expectativas. Y también en sus prácticas que, no hay que olvidarlo, no necesariamente son efecto directo de la Constitución. En otras palabras: lo que está en crisis es la forma de hacer política, y ella depende tanto de reglas escritas como de muchas no escritas que guían el actuar de los políticos. El liderazgo, el servicio, la amistad cívica, los acuerdos, la importancia de la responsabilidad y el cumplimiento del deber, la conciencia de misión y tantas otras máximas que, con altos y bajos, han guiado la política, hoy parecen encontrarse en un nivel reducido.

      Lo anotado no busca idealizar el pasado. La política siempre ha sido un territorio difícil, donde la virtud no se premia. Hanna Arendt, que escribió agudamente al respecto, tiene reflexiones que desalentarían a cualquiera. La sinceridad, recordó hace ya un tiempo, “nunca ha figurado entre las virtudes políticas y las mentiras siempre han sido consideradas en los ámbitos políticos como medios justificables”46. Y, a su modo, desde otra vereda, Borges sentenciaba que los políticos son “personas que se dedican a estar de acuerdo, a sobornar, a sonreír, a hacerse retratar y, discúlpeme usted, a ser populares”47. Con esto no quiero unirme a la masa empapada de lugar común que desprecia la política. Simplemente pretendo destacar el enorme desafío que trae consigo la tarea de mejorar esta labor. Nunca será ella un lugar de máximas virtudes o el lugar que nos presente una multitud de líderes ejemplares. Pero sí podrá ser un lugar donde algunos de sus líderes se destaquen en algunas virtudes, cuestión indispensable para la buena salud de la vida en común.

      Pese a todo, hoy la política parece más enferma que ayer. Abundan el desprestigio y la desconfianza respecto a su rol; también la atraviesan una cierta incapacidad e indolencia; y, por último, padece una creciente farandulización. ¿Qué podría sobrevivir a este cóctel?

      Nada de esto supone que pueda reemplazarse la política por un algoritmo o por una casta tecnocrática. Los algoritmos y la tecnocracia sirven a la política para que esta pueda resolver, con mejor evidencia y de mejor forma, nuestras discrepancias y así conceder cierta legitimidad a las decisiones que nos obligan. Por eso el sueño de una vida sin política es solo una más de tantas utopías.

      ¿Cómo retomar, entonces, una política sana?

      El texto de Rodrigo Correa motivó algunas réplicas que intentan dar luces. Claudia Heiss sostuvo que el problema era la exclusión y la distancia entre la decisión política y la voluntad de la mayoría. Por eso propone reconstruir un concepto de representación que no se entienda como “exclusión de los representados sino como política mediada, en permanente reflexividad entre instituciones y sociedad”. Con todo, al momento de aterrizar esta abstracción sugiere mejorar la representación femenina e indígena, cuestión que parece una respuesta demasiado coyuntural y más bien a la moda para un problema algo más complejo.

      Sofía Correa, con la lucidez que la caracteriza, examina desde nuestra historia la capacidad que han tenido los partidos de representar. Su llamado es a “consolidar una pluralidad de partidos políticos capaces de representar a la ciudadanía en sus diversas expresiones, capaces de mediar entre esta y el poder, y de ejercer con responsabilidad su tarea de gobernar”. Se trata de una tríada compleja en la sociedad actual, en la que la política ha dejado de ser mediadora y donde no se sanciona, ni moralmente, la irresponsabilidad en las tareas de gobierno48.

      Más allá de lo acertado o no de estos planteamientos, lo relevante es que sugieren que el problema actual está menos radicado en las reglas constitucionales que en la cultura política que habita en el Congreso y contamina el ejercicio del poder presidencial. Siempre me ha sorprendido la cultura política que se generó a partir del mismo 11 de marzo de 1990. Teniendo entonces muchas más razones que hoy para actuar atado a la lógica “amigo-enemigo”, las relaciones se conformaron sobre la base de una cierta amistad cívica. Sea por convicción genuina, sea por temor o sea por la conciencia de estar cumpliendo un deber que trascendía la historia personal, en un mismo hemiciclo convivieron y deliberaron quienes durante dieciséis años estaban en el bando de los que perseguían o eran perseguidos49.

      Hoy la dirigencia política desprecia los acuerdos y alaba la polarización, vive en el ensueño amigo-enemigo. Nada de eso es constitucional, nada de eso cambiará con una nueva constitución. El real cambio debe ser en las convicciones de quienes ejercen la política; y ese cambio no versa sobre lo que dice una constitución, sino precisamente sobre lo que debe ser y hacer la política.

      En una sociedad de convicciones líquidas, como la que vivimos, hacer política ya no puede significar dar respuestas tipo a los complejos desafíos de la sociedad actual. Eso estaba bien para los momentos de las planificaciones globales, donde