Un tercer ejemplo es el del Acuerdo Nacional de 1985. Tras la crisis del 82 y las protestas (mucho más violentas que las actuales, pues ellas terminaban en muertes) se inició un diálogo entre fuerzas políticas propiciado por la intervención del arzobispo Juan Francisco Fresno. De ese diálogo surgió el Acuerdo Nacional de 1985, que también tenía una faceta constitucional. Finalmente, ese Acuerdo, que no tuvo todos los efectos pensados inicialmente, fue igualmente valioso pues constituyó un importante antecedente de la Reforma Constitucional del 89 y un primer espacio donde, al son del diálogo, se volvieron a tejer confianzas.
El último ejemplo, ya en democracia, es distinto porque su magnitud es menor. Pese a todo, vale la pena recordarlo porque tiene al menos una semejanza. El año 2002, a propósito del caso MOP-GATE también se habló de la renuncia del presidente Lagos. Y la forma de resolverlo no fue una reforma constitucional, sino una nutrida agenda de proyectos de ley para modernizar el Estado, todos ellos frutos del diálogo y de la intervención del entonces presidente de la UDI Pablo Longueira.
Como puede verse, convocar a un diálogo en torno a la Constitución no es algo extraño en las situaciones de crisis en nuestra historia. Lo que el Presidente, el Gobierno y la mayoría del Congreso invitaron a recorrer fue entonces algo no muy distinto a lo que se venía haciendo hace décadas cuando empezaba a crujir la institucionalidad: sentarse a conversar para juntos avanzar.
Algunos dicen que fue una claudicación. De hecho, si le creemos a CADEM, en esas semanas el sector más fiel al presidente Piñera lo abandonó. Sin embargo, para evaluar una claudicación debe apreciarse la película completa y esta todavía no termina. Además, en las crisis, las renuncias son siempre relativas y se deben juzgar en referencia a la realidad que impone la crisis y no a las circunstancias normales.
En definitiva, la realidad que impuso la crisis, como lo he dicho, requería de una reacción profunda que permitiera canalizar el descontento por los, a esa altura, estrechos cauces de la política. La izquierda, que venía predicando la nueva constitución como el elixir salvador, no veía alternativa sino la constitucional. Y en la centroderecha la necesaria pacificación bien valía abrir la discusión constitucional. Por eso el acuerdo incorporó la “Paz Social” y la “Nueva Constitución”. Después de la firma el ambiente político volvió a mejorar por algún tiempo y parecía que la clase política, sabedora que al final las campanas también doblaban por ellos, retomó cierta responsabilidad y altura.
Es cierto. Ese ambiente duró poco. Apenas cinco días después de la firma del Acuerdo, la acusación constitucional contra el Presidente anunció que la política volvía a ser un campo de batalla y que la centroizquierda no tenía fuerza alguna para oponerse a lo políticamente correcto. Vaciada de contenidos propios, no vio otra opción que seguir el ritmo de aquellos que no habían firmado el Acuerdo Político. Y, dentro del Congreso, la intransigencia del Partido Comunista y de parte del Frente Amplio los inhabilitó para defender aquello que explícita y tácitamente se habían comprometido esa madrugada.
¿Hizo trampa la centroizquierda? Posiblemente, sí. Aunque se requiere más perspectiva para asegurarlo, es evidente que el Acuerdo, al dejar fuera a los extremos, implicaba también no dejarse llevar por ellos en todo lo que venía hacia adelante. Y la centorizquierda, en sus actuaciones posteriores, ha hecho lo contrario, manteniéndose atada a las estrategias del Partido Comunista y de la izquierda más radical del Frente Amplio. La cuestión previa para detener la acusación constitucional contra el Presidente, por ejemplo, fue rechazada por casi toda la centroizquierda que pretendía seguir adelante. La conducta displicente para condenar la violencia y los silencios de muchos son, en los hechos, la renuncia a apoyar uno de los pilares del Acuerdo.
¿Fue ingenua la centroderecha? Tal vez lo fuimos; aunque la frontera que divide la ingenuidad de la confianza en la política es demasiado tenue. Es mejor preguntarse si atrincherarse hubiera sido una mejor salida. Al final solo lo sabremos cuando todo esto haya terminado.
¿CÓMO SALIMOS DE ESTO?
El problema que queremos resolver
1. La importancia del problema.
Cass Sunstein es hoy tal vez uno de los más importantes y prolíficos académicos en Estados Unidos. Hace algunas décadas, interesado en el proceso de elaboración de constituciones tras la caída de la Unión Soviética y la liberación de los países de la Europa del Este, reflexionó sobre el papel de estas en las sociedades. Ahí planteó una idea relevante que no debiéramos olvidar. Sostuvo que una constitución democrática es aquella que “viene a resolver problemas particulares que probablemente surgirán en la vida política ordinaria de una nación”. Por eso agregó que las constituciones son “instrumentos pragmáticos diseñados para resolver problemas concretos y permitir que la vida política funcione mejor”. Y cuestionó entenderlas como el lugar para declarar todas las verdades o para supuestamente dar una completa cuenta de todos los derechos humanos42.
La reflexión de Sunstein permite enfocarnos en una pregunta ineludible: ¿cuál es el problema concreto que debe resolver la nueva constitución? ¿Qué problema debemos atender para intentar que la vida política funcione mejor?
Hoy resulta fácil responder esta pregunta cuando, mirando en retrospectiva, hablamos de nuestras constituciones más importantes. La de 1833 intentó, por medio de presidentes poderosos y el influjo de Portales, resolver la anarquía y el desorden que ya se arrastraban por más de una década. La Constitución de 1925 repitió la fórmula, pero esta vez para enfrentarse a un problema muy concreto: el desgobierno del parlamentarismo chileno que, con todos los matices que corresponda hacer, había erosionado el sistema político. La Carta de 1980, en cambio, intentó resolver un problema distinto. Entonces, cuando el mundo estaba dividido en dos, buscó evitar que Chile volviera a caer en manos de los socialismos reales al estilo cubano. Con toda la simplificación que tienen estas líneas, lo cierto es que cada una de esas constituciones respondió a uno o más problemas concretos.
Que en cada caso estas constituciones hayan dejado atrás el problema inicial luego de las primeras décadas no inhabilita el argumento. Las constituciones no están ancladas al problema que intentan resolver, pues estas son —lo hemos dicho y lo volveremos a decir tantas veces— “cuerpos vivos” o “árboles que crecen”. Esto significa que el problema original pasa y surgen otros nuevos que, en la medida en que no impliquen rupturas, son resueltos por la política en el marco constitucional. También significa que cada una de estas constituciones, tarde o temprano, se emancipa de la voluntad de sus arquitectos.
Y así, entonces, el problema del orden al que apuntaba la Constitución de 1833 se resolvió en algún momento del siglo XIX (¿con Montt, tal vez?) y surgieron otros que no requirieron una nueva constitución para encontrar una solución, sino que bastaba con la acción de la política. La gobernabilidad que buscaba la Constitución del 25 llegó temprano y el año 1932 la política inició una nueva etapa. La Constitución de 1980 vio, con la caída del muro y de toda la Unión Soviética, que la amenaza marxista quedaba reducida a un puñado de países, iniciándose una era en que la izquierda socialdemócrata se alejaba de la nostalgia revolucionaria.
Pues bien, ¿cuál es el problema que debe resolver la nueva constitución?
2. El problema hoy.
Hamilton decía, en las primeras páginas de El federalista, que el problema que tenía el pueblo americano al momento de discutir su constitución era “si las sociedades humanas son capaces de establecer un buen gobierno desde la reflexión y la voluntad”. O, por el contrario, si estaban condenadas a depender de “la fuerza y los accidentes”43. Afortunadamente hace mucho tiempo esa pregunta ya quedó atrás. Hoy sabemos que las sociedades sí pueden prosperar y vivir en armonía ejerciendo la reflexión y la voluntad. Sabemos también, y no hay que ir muy lejos, que ninguna sociedad está libre de “la