Con el triunfo de Sebastián Piñera en 2010, la Concertación pierde el poder y con él el elemento que la había aglutinado y moderado por tantos años. En el Congreso comienza el desbande y la antigua socialdemocracia empieza a desconocer sus reformas. La presión de la calle agrava la tendencia: la Revolución Pingüina de 2006 había sido un adelanto de lo que vendría el año 2011, con el movimiento estudiantil universitario. Ese año casi nadie desde la izquierda se atrevió a inyectar razonabilidad a los gritos de la movilización. Con eso, en cámara lenta, se fueron derrumbando la Concertación, el orgullo por la transición, la política de los acuerdos, la defensa del modelo y también la Constitución y sus reformas. Y, a igual velocidad, surgieron la Nueva Mayoría, la retroexcavadora, el igualitarismo chato (“los patines”) y el grito por una Asamblea Constituyente (AC).
Pero hay más: al adherir a la AC, la propia izquierda en el Congreso empezó a renunciar a la política regular. Asumieron acríticamente que el liderazgo político ya no estaba radicado en el Congreso sino en alguna otra parte que llamaron la calle o la AC. Muchos incluso se negaron a participar del diálogo en el Congreso o lo boicotearon.
En este escenario cobró nueva fuerza el reclamo por una nueva constitución y una asamblea constituyente. La rendija que había abierto Frei para un cambio institucional y gradual saltó en mil pedazos, dejando pasar los aires refundacionales que antes había predicado el candidato comunista. Y, entonces, toda la centroizquierda asumió esa bandera. Tanto así que en la elección de 2014 todos los candidatos, salvo Evelyn Matthei, propusieron una nueva constitución. Y, de ellos, todos propusieron una asamblea constituyente pese a sus comprobados riesgos22. La única que avanzó en la ambigüedad fue Michelle Bachelet quien, tironeada desde adentro, no descartó nunca la asamblea y solo adhirió convenientemente a decir que el proceso debía ser “democrático, institucional y participativo”.
5. Entreacto. Las críticas a la Constitución.
Es en ese momento que la Constitución empezó su despedida. No hay forma de que una norma tan fundamental se mantenga en pie cuando la mitad de la política le da la espalda. La pregunta principal, con todo, seguía pendiente: ¿de qué estaba enferma la Constitución? ¿Por qué se necesitaba una nueva constitución y no solo reformas? ¿Por qué no era el Congreso el lugar para hacerla y se requería un órgano que reclamaba una pureza especial, como una asamblea constituyente? Varias fueron las respuestas que se ensayaron en esos años.
Origen. Debo reconocer que nunca me persuadieron las razones que se daban para exigir una nueva constitución. Se decía que el problema era su origen, pero la historia de Chile y del mundo muestra que regularmente las constituciones nacen en momentos de ruptura, por lo que su origen es normalmente disputado. Además, como lo anotaba tempranamente Jefferson, visto solo desde su origen toda Carta podría ser cuestionada pues se impone a las generaciones que vendrán. Lo relevante entonces no es tanto el origen como la forma en que la Constitución se despliega en el tiempo. Para el caso chileno, la Constitución fue legitimándose producto de sus numerosas reformas y fue eficaz para construir un pacto político estable y promotor de un creciente bienestar23.
Por lo demás, y así lo dice un teórico del constitucionalismo de gran influencia, lo relevante de una Carta no es tanto su pasado como su presente. Loewenstein sostiene que las constituciones no funcionan por sí mismas una vez adoptadas y agrega: “Una constitución es lo que los detentadores y destinatarios del poder hacen de ella en la práctica”24. Y es que las constituciones son “cuerpos vivos”, dicen los americanos; o “árboles que crecen”, dicen los canadienses y australianos. Es decir, su densidad, su presencia y la forma como se despliegan en un determinado espacio varía según la época. Por eso, el origen siempre puede ser saneado; y, por otra parte, ningún origen logrará validar a una futura Carta, si esta no es eficaz.
Contenidos. Otra enfermedad que tendría la Constitución serían sus contenidos: el Tribunal Constitucional, la subsidiariedad, el capítulo de derechos, entre otros. Todo eso es perfectamente debatible. Lo controversial es tener que asumir la necesidad de una nueva Carta para modificar algunos de sus contenidos.
En esto hay que reconocer que la izquierda fue hábil, pues nunca aterrizó con claridad qué contenidos debían modificarse. Con demasiada frecuencia quedaba a nivel de titulares. Tenía sentido no hacerlo pues es mucho más sencillo coincidir en el rechazo a la Constitución que en el contenido de la que la reemplazaría. Lo importante era constitucionalizar los problemas y la incapacidad de resolverlos. En eso el segundo Gobierno de Bachelet fue muy eficaz. El ministro Mario Fernández, que sabe de estos temas, dijo a La Tercera que “casi todos los problemas que se viven diariamente tienen que ver con la Constitución”. El ministro Nicolás Eyzaguirre, que no es hábil con las analogías, afirmó sin sonrojarse que “el tipo de pan, de techo y de abrigo y a quién le llega, depende del marco constitucional”25. La historia y el sentido común muestran que los problemas de pan, techo y abrigo se solucionan por medio de políticas públicas acertadas. La Constitución poco aporta en todo eso.
Por eso no es de extrañar que, en esos años, las encuestas se plegaran ampliamente a favor del cambio constitucional. La gran mayoría de los chilenos, pese a no tenerla entre sus prioridades, sí quería una nueva constitución porque, en realidad, desde muy temprano se empezó a ofrecer algo así como la “Constitución de Aladino”, esa que hace realidad todos tus sueños.
El silencio en torno a los contenidos impidió apreciar la magnitud de las críticas y la distancia entre las posiciones. El Centro de Estudios Públicos abrió un espacio en 2014 y en 2015 para superar esta omisión en un encuentro de una treintena de constitucionalistas de todos los sectores. El debate quedó plasmado en el libro Diálogos constitucionales y luego en otro que convocó a un grupo más pequeño, titulado Propuestas constitucionales. En ambos se aprecian algunas diferencias sin que ellas exijan una refundación26. Pero sabemos, aunque suene una paradoja, que por un tiempo al menos la nueva constitución tenía menos que ver con constitucionalistas y más con discursos electorales.
Los límites a las mayorías. Otra crítica que se escuchó repetidamente es que la Constitución neutraliza la agencia del pueblo. Dicho de otra forma, es un límite a las mayorías. La mejor versión de este argumento es aquella que cuestionaba las normas de quórum supramayoritario. Es decir, se reducía a discutir el ámbito de las normas orgánicas constitucionales que veremos más adelante. Pero no es esa la versión que se impuso. La que adquirió fuerza es la más débil de todas, aquella en virtud de la cual se cuestiona que las mayorías puedan ser limitadas.
Pero quien cuestione los límites a las mayorías no critica la Constitución vigente, sino cualquier constitución. Son estas mecanismos contramayoritarios por definición. Ya desde el primer constitucionalismo se oye clara la voz de Hamilton, quien escribía: “Denle todo el poder a los muchos, y los muchos oprimirán a los pocos; denle todo el poder a los pocos, y los pocos oprimirán a los muchos”. Por eso concluía con uno de los fundamentos del constitucionalismo: “(…) ambos, por lo tanto, deben tener el poder para que así puedan defenderse a sí mismos en contra de los otros”27.
Lo que sucede en todo esto es que muchos de aquellos que cuestionan la Constitución no aceptan que las constituciones son mecanismos de control de las mayorías. Nada de esto es nuevo. Ferrajoli, para el caso italiano, recientemente recordaba que “la Constitución italiana se ha convertido en el blanco de un ataque generalizado en el que se expresa la intolerancia de las reglas por parte de los que no soportan, no tanto la carta constitucional de 1948 como la idea de constitución, es decir, el constitucionalismo como sistema de límites y vínculos a los poderes públicos”28. Estas críticas son tributarias de otras formas de constitucionalismo radical o revolucionario que ven en las constituciones un reflejo de la acción