La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sebastián Soto Velasco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная деловая литература
Год издания: 0
isbn: 9789561427396
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colectiva y generalmente alejada de conceptos como bien y mal. En este escenario la política debe ser capaz de conectar con esa demanda e intentar resolverla. Pero, como nunca, la política no es solo técnica, sino que también conducción y no puede renunciar a dirigir, a generar conceptos y relatos formativos.

      Esto último ha sido planteado por muchos. Quien es uno de los intelectuales más importantes de la Iglesia Católica en las últimas décadas, Benedicto XVI, no se cansaba de repetirlo. En 2010, en Westminster, sostuvo que la política tenía una dimensión ética que no podía ignorarse. Agregó que sería muy frágil buscar únicamente en el consenso social los principios éticos que sostienen el proceso democrático. Por eso propone un diálogo entre el mundo “de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas” para descubrir la fundamentación ética de las deliberaciones políticas. “Sin la ayuda correctora de la religión”, concluyó, “la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana”50. Un año después, ante el Parlamento alemán, afirmó que el criterio último y la motivación para el trabajo del político “no debe ser el éxito y mucho menos, el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz”. Naturalmente, reconoce que el político busca el éxito para tener una acción política efectiva. Pero agrega que “el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho”51.

      Otro autor, que poca relación tiene con el anterior, es Jean Claude Michea, intelectual francés de izquierda. En un libro recientemente traducido por el Instituto de Estudios de la Sociedad llama una y otra vez a enarbolar el discurso de la virtud como un discurso político. Michea afirma que siempre la izquierda ha tenido una “base psicológica y moral” que denomina, siguiendo a Orwell, la decencia común. Esta, que emana de una antropología y no de lo políticamente correcto, “consiste en enraizar en lo más profundo de la práctica socialista las virtudes humanas de base”. El mismo mensaje puede llegar a las derechas. Ese cierto constructivismo, que también la consume, expresado a veces en una excesiva confianza en las políticas públicas, olvida el rol de las virtudes en el entramado social. Es lo que critica Michea cuando recuerda que “siempre se trata de descubrir, o de imaginar, los mecanismos capaces de generar por sí mismos todo el orden y la armonía políticas necesarias, sin que nunca haya que volver a recurrir a las virtudes de los sujetos” 52.

      Ambos autores a su modo recuerdan que la política no es solo recibir y tramitar demandas de la gente, sino también entregar algo más que puros servicios. La política debe ser capaz de entregar relatos formativos en los que se aprecie cierta moralidad para construir una vida buena. Esa comunicación en dos direcciones puede sanear a la política al llenarla de nuevo de sentido. Vaclav Havel, un intelectual de altura y un político que ganaba elecciones, lo expresa con claridad: “Una y otra vez me he persuadido que un enorme potencial de buena voluntad duerme en el seno de nuestra sociedad (…) los políticos tienen el deber de despertar ese potencial dormido, de ofrecerle una dirección y facilitar su pasaje, de animarlo y darle espacio o, simplemente, esperanza. (…) depende mayormente de los políticos qué fuerzas sociales se liberarán y cuáles serán suprimidas; si se apoyarán en lo bueno de cada ciudadano, o en lo malo (…) quienes se encuentran desempeñando el papel de políticos, por lo tanto, llevan una responsabilidad mayor por el estado moral de la sociedad, y es su deber descubrir lo mejor dentro de ella, desarrollarlo y fortalecerlo”53.

      ¿Por qué, entonces, estamos cambiando la Constitución? ¿Por qué invertimos tanto esfuerzo en modificar principios y reglas, si tenemos demasiados indicios que muestran que el principal problema no está en las normas constitucionales?

      Creo que esa pregunta no tiene respuesta hoy. La mirada optimista podría responder que nos convencimos porque confiamos en que quienes deliberarán en torno a la futura Carta serán capaces de construir una cultura política nueva, más responsable y colectiva, menos polarizada, que inunde nuevamente de dignidad a la política y al servicio. Si eso ocurre, si la Convención construye confianzas y sana el odio y el desprecio de los que añoran la refundación, habrá valido la pena54.

      La mirada escéptica nos lleva por otro camino: el cambio constitucional que viene implicará dedicar mucho tiempo a discutir reglas y principios que solo tienen incidencia distante en la política. La tarea siguiente, tal vez más ardua y definitivamente más urgente, será sanar la política. Superar lo constitucional puede implicar eliminar un obstáculo polarizante y, en tal caso, la política podría retomar una senda de regularidad. Mucho me temo, en cambio, que para algunos la Constitución es tanto un símbolo como una etapa en una larga carrera cuyo destino desconocemos, pero que está empapada de nostalgia y afán refundacional. Es la carrera de cierta izquierda que resiente la modernización capitalista55.

      Al final, enfrentados a este problema, el debate constitucional se levanta sobre una paradoja: la Constitución es muy importante; pero la Constitución no es tan importante. Es muy importante porque, como veremos, define reglas, conforma instituciones, sienta bases fundamentales y fija espacios de autonomía. Pero no es tan importante porque no hay constitución que pueda sobrevivir o desplegarse adecuadamente sin una política que supere los vicios que la tienen hoy capturada. Visualizar esta paradoja nos ayudará a resolver el problema.

      El problema es primeramente político, como anotamos, pero también se expresa en la estructura y en la convivencia.

      La estructura, el segundo nivel del problema, está mucho más vinculada a la Constitución. Lo que viene en estas páginas es, en gran medida, una discusión sobre la estructura del poder: la forma de ejercerlo, de deliberar y de conectar con las exigencias de la ciudadanía. Para eso la Constitución establece un régimen de gobierno, un conjunto de instituciones que dan forma al Estado y un catálogo de derechos que, al decir de Bobbio, fijan territorios inviolables.

      Si bien la estructura es un segundo nivel de problemas, no está aislada del problema principal, que es la política. Veámoslo con dos ejemplos: el sistema electoral y el régimen de gobierno.

      Me parece que sería un error ignorar que el deterioro actual de la política se debe, en alguna importante proporción, al nuevo sistema electoral. A mi juicio, las reglas electorales aplicadas por primera vez para dar vida a este Congreso (ninguna de las cuales está en la Constitución) han terminado de aplastar la dignidad legislativa, ya dañada en el pasado. Un caso, algo anecdótico, puede servir para ejemplificarlo: dos de los integrantes de la Cámara de Diputados que mayormente han contribuido a su farandulización fueron, con el sistema anterior, candidatos derrotados. Es justo preguntarse si la llegada de la diputada Pamela Jiles y del diputado “Florcita” Alarcón, gracias a las nuevas reglas electorales, han legitimado la deliberación legislativa o, por el contrario, han terminado por hundirla. No se trata de resucitar el binominal; sí se trata, en cambio, de reconocer que el sistema electoral vigente ha profundizado el problema y ocuparse de aquello.

      También podría afirmarse que el problema de la política pasa por cambiar el régimen de gobierno, es decir, las reglas que guían el ejercicio del poder presidencial y del Congreso Nacional. El asunto lo veremos con más detalle en otro capítulo. Por ahora me parece necesario adelantar que, a mi juicio, a veces se deposita demasiada confianza en este tipo de reglas como mecanismo para sanear la política. No cabe duda que la discusión sobre régimen de gobierno es importante, pero no es determinante para el objetivo principal. Por más vital que sea la disputa en torno al régimen de gobierno, no habrá ninguno que sobreviva a esta política.

      Ambos ejemplos dan cuenta de estructuras que se vinculan con la política y que pueden incidir en alguna medida en su saneamiento. Pero son soluciones de segundo orden, que solo accesoriamente pueden contribuir a resolver el problema que nos apremia. Más aún, la estructura no siempre es una cuestión constitucional. Ya dijimos que el sistema electoral no está hoy en la Constitución; y tampoco lo está el prestigio y legitimidad de tantos otros órganos que descansan no en las palabras de una constitución sino en la autoridad que tengan frente a la comunidad de pares en la que se desenvuelven