Probablemente habría sido mejor concentrar en un mismo artículo, el 33 LPI/1987, todos los límites que responden a una finalidad informativa; incluso el art. 34 LPI/1987, relativo a obras susceptibles de ser vistas u oídas «con ocasión de informaciones sobre acontecimientos de la actualidad». Ciertamente, había diferencias entre esos tres preceptos. El art. 32, II LPI/1987 contemplaba una actividad —las «reseñas o revistas de prensa»— típica de los medios de comunicación pero que también pueden llevar a cabo, para su propio consumo, empresas e instituciones. El art. 33.1 LPI/1987, en cambio, se refería a una actividad exclusiva de los medios de comunicación, a los que se autoriza a utilizar artículos y trabajos publicados en otros medios de la misma naturaleza. El art. 34 LPI/1987, por su parte, contemplaba la utilización ocasional de obras o prestaciones que los medios de comunicación no podrían evitar —o solo con grandes dificultades— sin renunciar a informar sobre la actualidad de que se trate. En cualquier caso, aunque la sistemática fuese mejorable, la división de la materia no planteaba mayores problemas, pues se trataba de normas breves —qué tiempos— y contiguas.
Las reformas posteriores, sin embargo, vinieron a empeorar las cosas, hasta el punto de hacer muy aconsejable que se proceda a una reorganización a fondo del articulado sobre límites. Las normas de los viejos arts. 32, 33 y 34 LPI/1987 se mantienen en el vigente TRLPI. Pero ha habido cambios, que han sido muy importantes en el caso del art. 32 LPI/19876. Las «reseñas o revistas de prensa», que ya colgaban de la cita, han acabado haciendo de esta una suerte de percha para casi todo. El actual art. 32 TRLPI es un precepto de una extensión y complejidad desmedidas en el que se incluyen límites que convendría separar. En particular, urge una descongestión que permita dar autonomía y coherencia a los basados en el derecho a la información y a los que se justifican por las necesidades de la docencia y la investigación.
En el caso de los límites al servicio de la libertad de información, la primera reforma se produjo, estando ya vigente el TRLPI, mediante la Ley 23/2006. En principio esta ley estaba destinada solo a incorporar la Directiva 2001/29/CE de la Sociedad de la Información (DSI). Pero, con el retraso, el qué hay de lo mío acabó por hacer mella. Entre quienes presionaban para lograr una solución ad hoc a sus particulares problemas se encontraban los editores de prensa, preocupados por la pujanza de un nicho de negocio nacido y crecido a sus expensas: el llamado press clippping. Mientras fueron las propias instituciones y grandes empresas las que cubrieron esa necesidad con departamentos internos, los editores no le dieron demasiada importancia o, al menos, se resignaron —sin duda a regañadientes— a que pudiera desarrollarse al amparo del límite de «reseñas y revistas de prensa», a la espera de tiempos mejores7.
Sin embargo, poco a poco, el interés por disponer de ese tipo de información corporativa se fue ampliando hasta extenderse a todo tipo de negocios y organizaciones, incluso de pequeña envergadura. Ello llevó a la aparición o mayor desarrollo de empresas especializadas que, además, cobraron auge de la mano de la tecnología digital. Ante este panorama, los editores no tardaron en hacer oír su voz. Consideraban, no sin motivos, que la explotación de su capital intelectual por parte de las empresas de clipping no podía ampararse en los viejos arts. 32,II de la LPI/1987 y del TRLPI/1996. Una cosa era que lo usaran otros medios de comunicación en régimen de reciprocidad o incluso los departamentos internos de grandes empresas e instituciones y otra muy diferente que se convirtiera en una actividad comercial de prestación de servicios por parte de terceros, a título oneroso y a escala empresarial. Para los editores era intolerable que esa nueva forma de negocio, crecida a sus expensas, no les reportara rédito alguno. La pretensión de obtener su parte se tradujo en la creación de una entidad denominada Gedeprensa, cuyo cometido sería licenciar los contenidos publicados en los medios.
Al margen de los avatares administrativos y judiciales de Gedeprensa8, los editores consiguieron que la Ley 23/2006 se ocupara del press clipping. A este objeto, se añadió al art. 32,II TRLPI, tras punto y seguido, un nuevo párrafo (el subrayado es mío): «Las recopilaciones periódicas efectuadas en forma de reseñas o revista de prensa tendrán la consideración de citas. No obstante, cuando se realicen recopilaciones de artículos periodísticos que consistan básicamente en su mera reproducción y dicha actividad se realice con fines comerciales, el autor que no se haya opuesto expresamente tendrá derecho a percibir una remuneración equitativa. En caso de oposición expresa del autor, dicha actividad no se entenderá amparada por este límite». Se dieron explicaciones bastante parcas9 y fue una lástima que no se aprovechara la ocasión para llevar la regulación de las revistas de prensa al art. 33 TRLPI. Sea como fuere, con esa adición quedó claro que la explotación de los contenidos titularidad de los medios de comunicación no estaba amparada por límite alguno, pues lo que se vino a introducir no era sino una licencia implícita, basada en la ausencia de una expresa reserva de derechos por parte del autor, ya fuera este el periodista o el editor como titular de una obra colectiva. Por tanto, el titular puede hacer valer su facultad de autorizar o prohibir y, en su caso, hacerse pagar el precio que considere conveniente. Si no hay reserva, en cambio, los artículos podrán reproducirse —también distribuirse y comunicarse— sin otra obligación que pagar una «compensación equitativa», cuyo montante deberá fijarse mediante acuerdo y en última instancia por la autoridad judicial.
3. Un nuevo operador: los agregadores de noticias
Cabría pensar que las iniciativas empresariales para explotar el capital informativo de los editores de prensa estaban ya agotadas. Pero no era así. Los editores pronto descubrieron que había que contar con un nuevo tipo de operadores: los proveedores de servicios de la sociedad de la información dedicados a la actividad de agregación de contenidos. Se trata de empresas que no crean la información sino que la buscan, de manera automatizada, en los lugares de Internet en los que está disponible, en abierto y gratis. Les basta reunirla en una página, sin necesidad de elaboración alguna, para ofrecerla a su propio público. Los usuarios tienen así acceso a un espacio en el que, de una sola vez, pueden echar una ojeada a las noticias del día, leer los titulares, quizá algunas frases y, si lo desean, activar el enlace que lleva a la página del medio en el que está disponible el artículo o texto completo.
En una primera aproximación cabría pensar que se trata de una actividad económicamente inocua e incluso beneficiosa para los medios agregados, pues contribuye a darles visibilidad. Además no parece que suscite problemas legales, pues el mero hecho de enlazar a contenidos protegidos, pero ofrecidos en abierto urbi et orbi, no supone explotación de acuerdo con la doctrina del caso Svensson10 (STJUE, 13/2/2014, C-466/12, ECLI:EU:C:2014:76). Sin embargo, las cosas no son tan claras. Desde el punto de vista legal habría que justificar la reproducción de títulos y frases. Desde el punto de vista económico, el problema reside en las fuentes de financiación a las que acuden los medios digitales y los agregadores. Aunque el modelo de prensa de pago haya crecido, en ambos casos la fuente principal es la publicidad, directa e indirecta. No se trata de una fuente inagotable. Los anunciantes, como es lógico, intentan maximizar su inversión publicitaria y, para ello, normalmente basta con la página de acceso, que puede no ser la del medio sino la del agregador.
Se reprodujo así, de nuevo, el viejo problema. Una vez más, los editores veían como alguien, aun sin explotar directamente su capital intelectual, cabalgaba sobre su lomo y obtenía beneficios del esfuerzo ajeno, sin compensación alguna. Como cabía suponer, los editores de prensa no se cruzaron de brazos. La controversia es conocida, como lo son también los argumentos de ambas partes. Los editores alegaban —y alegan— que hacen fuertes inversiones para obtener y verificar la información que dan al público (o le ocultan) y por cuya veracidad, además,