–Si hubiera sabido que iba a convertirme en reina esta semana, al menos me habría cortado el pelo y habría tratado de perder algo de peso –le dijo a Mateo.
Él se volvió hacia ella con una expresión sorprendentemente fiera, y le contestó:
–Te aseguro que ni lo uno ni lo otro es necesario.
Ella lo miró con escepticismo.
–¿No dijiste me van a hacerme una transformación radical?
–Eso no significa que tú tengas que cambiar.
Rachel bajó la vista a su ropa.
–Cuando menos mi atuendo sí – dijo. Y como no quería ahondar en todos los aspectos en los que tendría que cambiar, optó por cambiar de tema–. Bueno, ¿y cómo es el palacio donde vamos a vivir? Aparte de palaciego, naturalmente.
Mateo sonrió divertido.
–Pues… tiene quinientos años, está construido junto al mar, mirando hacia el este, y tiene unos magníficos jardines que se extienden hasta la playa. Tú ocuparás los Aposentos de la Reina cuando nos hayamos casado.
–Y hasta entonces, ¿dónde se supone que me alojaré?
–En uno de los aposentos para invitados.
–Estoy deseando que lleguemos para descansar un rato.
–Me temo que eso tendrá que esperar un poco. Ya te he dicho que mi madre quiere conocerte.
–¿Nada más llegar? –musitó Rachel, antes de tragar saliva.
–Es importante.
Y también aterrador, pensó ella. Para intentar no pensar en ello, se puso a mirar por la ventanilla, observando con curiosidad los edificios encalados con tejados de terracota y balcones con macetas cuajadas de flores.
Unos diez minutos después, el coche cruzó las puertas de una alta verja de hierro forjado. A lo lejos se divisaba el palacio, un edificio impresionante de piedra blanca. Era como una combinación de un palacio de cuento de hadas y una villa griega de lujo, con sus torres y sus terrazas, las buganvillas trepando por la fachada, las contraventanas de celosía…
–Bueno, pues ya estamos en casa –le dijo Mateo, y a Rachel casi se le escapó una risa nerviosa.
Se sintió muy extraña cuando entraron en el inmenso vestíbulo de mármol del palacio, donde aguardaban alineados con su uniforme una docena de sirvientes que recibieron a Mateo con una reverencia.
–Mi madre está esperándonos arriba, en su salón privado –le dijo Mateo a Rachel, conduciéndola hacia una escalera monumental que se bifurcaba en dos.
Minutos después, al llegar a una puerta cerrada en el piso de arriba, Mateo llamó con los nudillos.
–Soy yo, madre –dijo.
Una voz agradable respondió que pasaran. A Rachel le temblaban las rodillas. ¿Y si a la madre de Mateo no le gustaba? ¿Y si con solo verla se preguntaba cómo podía haberla escogido su hijo?
Agathe Karavitis, que estaba sentada en un sofá en un extremo de la espaciosa estancia, se levantó al verlos entrar. Era justo como Rachel había imaginado que sería: regia y elegante. Llevaba el cabello –rubio oscuro y con algunas canas– en un recogido discreto, y vestía una blusa de seda y unos pantalones anchos y sueltos.
Avanzó hacia ella con una sonrisa cálida y los brazos abiertos. Se movía de un modo tan grácil, que Rachel a su lado se sentía como un pato mareado. Agathe la besó en ambas mejillas, le tomó las manos y se las apretó.
–Rachel, no sabes cuánto me alegra conocerte al fin.
–Y… y yo a usted, señora Karavitis –consiguió balbucear Rachel.
–Nada de formalidades; llámame Agathe –le pidió la reina.
–Debo ocuparme de unos asuntos antes de nuestra primera aparición pública –dijo Mateo.
¿Que iba a marcharse? Rachel tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse mirándolo con cara de pánico.
–Está en buenas manos –le aseguró su madre.
–Saldremos al balcón a las dos –le dijo él.
–Estará preparada; vete tranquilo.
Mateo le dirigió a Rachel una sonrisa que no la tranquilizó en absoluto y se marchó.
–He pedido que nos traigan té –dijo Agathe–. Debes estar exhausta del viaje.
–Bueno, un poco cansada sí que estoy –murmuró Rachel vacilante.
–Ven, sentémonos –la invitó Agathe, tomando asiento de nuevo y dando una palmada a su lado en el sofá–. Me temo que hoy no disponemos de mucho tiempo, pero mañana desayunaremos juntas para ir conociéndonos un poco mejor.
Rachel se sentó también, y se sometió incómoda a su escrutinio. No debía estar causándole muy buena impresión con la ropa arrugada y el pelo recogido en una coleta lacia. Esbozó una sonrisa y le dijo:
–Imagino que estará algo sorprendida, que no soy la clase de prometida que imaginaba para su hijo.
–No, no lo eres –contestó Agathe, asistiendo brevemente–, pero quizá precisamente por eso seas la elección adecuada.
Rachel, que no se esperaba esa respuesta, se sintió aliviada.
–¿De veras?
–No debería sorprenderte tanto –le dijo la reina, riéndose suavemente–. ¿Creíste que no te aprobaría?
–Tenía mis dudas.
–Ante todo lo que quiero es que mi hijo sea feliz. Y el hecho de que haya sido él quien te ha escogido, de que te conozca bien y te considere su amiga… Eso es lo importante. Mucho más importante que tener el pedigrí adecuado o algo similar –Agathe encogió sus delgados hombros–. El mundo ha cambiado; los príncipes ya no tienen que casarse por obligación con una joven de su mismo rango aunque no tengan nada que ver, gracias a Dios.
En ese momento llamaron a la puerta y entró una sirvienta con el té, que la propia Agathe se encargó de servir con una elegancia exquisita.
–Nos tomaremos solo una tacita y te dejaré para que puedas ir a prepararte –le dijo.
Rachel tomó un sorbo, con la esperanza de que se le asentara un poco el estómago, que tenía algo revuelto por los nervios.
–Dudo que pueda llegar a sentirme preparada –murmuró.
–Bobadas –replicó Agathe–, solo necesitas las herramientas adecuadas.
Al sentarse tras el escritorio de su padre, Mateo sintió que el peso de la responsabilidad recaía sobre sus hombros. Ahora era su escritorio. Bajó la mirada a los informes que tenía frente a sí sobre el aumento de las tensiones en el norte del país, los problemas económicos… múltiples frentes abiertos. Y en solo tres horas tenía que anunciar a su pueblo que iba a casarse y presentarles oficialmente a su prometida.
Su única preocupación era asegurarse de que su relación con Rachel no se convirtiese en algo demasiado íntimo o emocional. Mientras siguiesen siendo solo amigos, no habría problema. Y se aseguraría de que así fuera.
Se pasó una hora repasando aquellos informes antes de decidir que debería ir a ver cómo le estaba yendo a Rachel con la estilista que había contratado. Se dirigió al ala este, donde se alojaban los huéspedes, y a través de la primera