A Rachel le entraron ganas de tirarle a la cara el vino que quedaba en su copa. ¡Ah, no!, por supuesto que ese no sería el caso… ¡Que ella no se sintiera atraída por él! ¡Menudo chiste!
–Puede que te sorprenda –le dijo con tirantez–, pero espero más de un matrimonio que el hecho de que mi atractivo, o la falta de él, no vaya a suponer un obstáculo.
Mateo abrió la boca para responder, pero no quería oírle decir algo como que estaba dispuesto a sacrificar la atracción necesaria en una pareja en aras de su deber, o de hacer funcionar aquel matrimonio al que quería que accediese.
–Por favor, no –lo interrumpió–. Sea lo que sea no quiero oírlo –añadió arrojando la servilleta sobre la mesa–. No voy a casarme contigo; fin del asunto. Pero gracias por tu proposición.
Al levantarse de la mesa le temblaban las piernas y su respiración se había tornado agitada. Tenía que salir de allí antes de hacer algo estúpido, como echarse a llorar. Pero antes de que pudiera siquiera alcanzar su abrigo, Mateo se levantó, rodeó la mesa y la asió por los brazos.
–Si no crees mis palabras, tendré que demostrártelo con hechos –le dijo, y sus labios descendieron sobre los de ella.
Hacía tanto que no la besaban… Se sentía como si estuviera en llamas. Era un beso apasionado, profundo, apabullante. Nunca la habían besado así; nunca se había sentido así. Como si tuvieran voluntad propia, sus manos se aferraron a los hombros de Mateo, como suplicándole más.
Él la complació, deslizando una rodilla entre sus piernas, y notó su cuerpo, tenso y musculoso, apretado contra el suyo durante un instante glorioso antes de que se apartara de ella. Parecía tan poco afectado como si solo se hubiesen dado la mano, mientras que ella estaba completamente aturdida, igual que un árbol zarandeado por un vendaval.
–Creo que esto demuestra que la cuestión de la atracción física no sería un problema –dijo Mateo, mirándola con una sonrisa ufana y un brillo triunfal en los ojos.
Estaba claro que aquel beso, que a ella la había dejado sin aliento, no había significado nada para él. Al verlo cruzarse de brazos, con las cejas enarcadas, como esperando a que le diera la razón, a Rachel le entraron ganas de chillar y arañarle la cara.
–Si te has creído que con eso ibas a convencerme, te equivocas –le dijo con voz trémula, incapaz de ocultar las lágrimas de humillación que se agolpaban en sus ojos.
No podía permanecer allí ni un segundo más; no lo soportaba. Por eso, mientras Mateo la miraba, visiblemente confundido, agarró su abrigo y se lo puso, se lio la bufanda al cuello y se colgó el bolso del hombro.
–Rachel, ¿pero qué te pasa? –murmuró él, alargando la mano hacia ella con el ceño fruncido.
Estaba claro que no entendía nada.
–Puede que creas que eres una especie de semidiós ante el que deberían caer rendidas todas las mujeres –le espetó Rachel. La voz le temblaba de ira–, pero conmigo tus trucos baratos de donjuán no funcionan –dijo clavándole un dedo en el pecho–. ¿Que eres guapo? Sí. ¿Que besas bien? No lo voy a negar. ¿Que eres un príncipe? ¡Pues ya ves! Todo eso me da igual. Me importa un pepino. ¡No voy a casarme contigo!
Las lágrimas que había estado luchando por contener rodaban ya por sus mejillas. Se dio la vuelta, sin darle tiempo a responder, y salió por la puerta.
Capítulo 6
BUENO, no había ido exactamente como había esperado, pensó Mateo. Como experimento, había sido un fracaso. Claro que, si hubiera estado llevando a cabo un experimento propiamente dicho, lo habría hecho con más rigor.
Para empezar, habría definido el objetivo del experimento: «convencer a Rachel de que se casara con él, y de que la compatibilidad física no sería un problema». ¿Su predicción con respecto a cuál habría sido el resultado del experimento? Que ella aceptaría su proposición de matrimonio y que la compatibilidad física no sería un problema. ¿Y las variables? Bueno, suponía que la variabilidad del experimento dependía de lo atraídos que pudieran sentirse el uno por el otro. Y desde el momento en que sus labios habían tocado los de ella había sabido que había química entre ellos.
Claro que la ausencia de problemas sugería que sí había un problema. Porque él nunca habría imaginado que querría más después de besarla. Sin embargo, también había otra variable a tener en cuenta: el hecho de que hacía mucho que no tenía relaciones. Tal vez eso podría explicar su reacción.
Aunque tampoco era que importase demasiado, porque Rachel había salido corriendo como si estuviera huyendo de él. ¿Por qué la había ofendido tanto que la hubiera besado? ¿Y por qué había tenido la impresión de que la había herido de algún modo?
Todavía estaba dándole vueltas a aquello cuando llamaron a la puerta del comedor. Pensando que fuera el camarero con los segundos, respondió con un áspero «¡adelante!» para decirle que se los llevara y le trajese la cuenta.
La puerta se abrió lentamente, pero quien entró fue Rachel, que tenía el pelo y el abrigo mojados por la lluvia.
–Me parece que me he puesto un poco melodramática –se disculpó con una sonrisa vergonzosa.
Un profundo alivio invadió a Mateo.
–No te preocupes; no pasa nada.
–Es que… todo esto es una locura.
–Lo sé, sé que parece una locura, pero… ¿cuántos experimentos hemos hecho en el laboratorio, que durante años otros dijeron que eran una locura, o que no funcionarían?
Rachel se mordió el labio.
–Unos cuantos, es verdad.
–Exacto. Y esto no es más que otro experimento; el experimento definitivo. Este matrimonio puede funcionar. No hay motivo alguno para que no funcione.
–¿Ah, no?
Había una nota triste y vulnerable en la voz de Rachel.
–¿Por qué crees que no funcionaría? ¿Hay alguna razón concreta? –le preguntó Mateo, tratando de mostrarse razonable–. ¿Crees que no hay química entre nosotros? Porque me parece que hace un momento he demostrado que sí la hay.
Rachel suspiró, se quitó el abrigo y volvió a sentarse.
–Lo que pasa, Mateo, es que no estamos en igualdad de condiciones –contestó apartando la vista.
Mateo no entendía qué quería decir.
–¿Por qué has tenido esa reacción tan… emocional cuando te he besado? –le preguntó.
Rachel se quedó callada. Seguía con la mirada apartada y tenía una expresión distante.
–La razón de que haya reaccionado así –dijo finalmente, girando la cabeza hacia él– es que hace tiempo acabé escaldada por culpa de un hombre arrogante que se divirtió a mi costa.
Mateo contrajo el rostro.
–¿Cómo ocurrió?
Ella se encogió de hombros.
–Yo estaba en segundo de carrera y él estaba haciendo el doctorado. Empezó a prestarme atención, y yo creí que sentía algo por mí, pero no era así. Fue una burla cruel –apretó los labios–. Pero lo superé –añadió, levantando la barbilla en un gesto valiente–. No lo amaba, pero me hirió en mi ego. Me sentí dolida y humillada, y decidí que jamás dejaría que ningún otro hombre volviera a tratarme así. Bueno, ahora ya lo sabes –concluyó encogiéndose de hombros.
No, no sabía todo lo que debería saber. No sabía exactamente qué le había hecho aquel miserable, pensó Mateo, cómo la había humillado. No sabía