–Porque quiero ser yo quien controle toda la información –le explicó Mateo–. Por cierto, cuando lleguemos lo primero que haré será presentarte a mi madre.
Rachel tragó saliva.
–¿Le has hablado de mí?
–Sí, y está deseando conocerte.
Rachel sintió que los nervios se apoderaban de ella.
–¿Y luego, qué?
–Luego te pondremos en manos de una estilista y su equipo. Han sido contratadas solo de forma temporal, porque imagino que querrás elegir tú misma a los empleados que vayas a tener a tu disposición.
–Nunca había tenido empleados –dijo Rachel con una risa nerviosa, y tomó otro sorbo de champán para calmarse.
–Pues ahora los tendrás –dijo Mateo–. Todas las personas que trabajan para mí, también trabajan para ti a partir de ahora –añadió, señalando con la cabeza la parte delantera del aparato, donde estaba la tripulación.
–Ya –murmuró ella. Otra cosa a la que le iba a costar acostumbrarse.
–Volviendo a lo que me preguntabas, cuando ya estés debidamente vestida, peinada y maquillada, procederemos a tu presentación oficial.
–¿Y eso en qué consistirá?
Solo de pensarlo se le puso la boca seca y se aceleraron los latidos de su corazón.
–Hay un balcón en palacio desde el que se hacen esa clase de anuncios oficiales. Es la tradición. Yo te presentaré, saludaremos juntos y volveremos dentro. Un par de días después celebraremos nuestro compromiso con un baile, en el que conocerás a todos los dignatarios y estadistas a los que tienes que conocer, y nos casaremos el sábado.
–Espera… ¿qué? ¡Eso es dentro de siete días!
Mateo frunció el ceño y se quedó mirándola con la copa en la mano.
–¿Hay algún problema? Como sabes la situación apremia.
Rachel tragó saliva.
–No es que sea un problema. Aunque creo que necesito un momento para digerirlo.
–Lo comprendo.
Mateo volvió a lo que estaba haciendo en el portátil y Rachel apuró su copa. Estaba algo aturullada, y al cabo de un rato se excusó y fue al fondo del avión, donde había un dormitorio con una cama y un cuarto de baño. Necesitaba estar a solas un rato. Se dejó caer en la cama y miró a su alrededor. Iban a casarse dentro de siete días… ¡Aquello era una locura!
De pie frente al espejo que había en el pasillo, junto a la puerta del dormitorio, Mateo se tiró de los puños de la chaqueta. Estaba esperando a que saliera Rachel, que estaba cambiándose para bajar a tierra cuando aterrizaran.
Se había pasado la mayor parte del vuelo revisando asuntos de Estado en el portátil, y se habría dormido como una hora en su asiento después de que Rachel se hubiera ido al dormitorio. Le había dicho que había decidido echarse un rato y que sin darse cuenta se había quedado dormida.
Se puso derecha la corbata y se miró en el espejo una última vez antes de llamar a la puerta.
–Aterrizaremos dentro de unos veinte minutos, Rachel. Tenemos que volver a nuestros asientos.
–Ya voy –contestó ella desde dentro.
Cuando abrió la puerta, se quedó plantada ante él, echó los hombros hacia atrás y esbozó una sonrisa que casi podría calificarse de «aterrada».
–¿Cómo estoy? –le preguntó.
–Estás bien –le aseguró él.
De todos modos no habría prensa, así que tampoco importaba demasiado qué aspecto tuviera. La verdad era, tuvo que reconocer para sus adentros, que sin duda le iría bien el asesoramiento de un estilista. El modo en que iba vestida –con una blusa y un pantalón que le quedaban algo grandes– y peinada –con su habitual coleta– habían sido adecuados para una investigadora de Cambridge, pero no lo serían tanto para una reina. Además, estaba claro que Rachel era consciente de esas deficiencias, y que la preocupaban, y él quería que se sintiese segura de sí misma.
Cuando volvieron a sus asientos, Rachel le pidió de improviso que le hablara de su madre.
–Se llama Agathe –le dijo Mateo–, y es una mujer muy fuerte y magnánima. La admiro muchísimo.
–Suena de lo más intimidante.
Mateo frunció el ceño.
–¡Qué va! Mi madre no intimidaría a nadie.
–No te creo; tú intimidas a cualquiera –lo picó Rachel con una sonrisa.
–Me conoces desde hace años, Rachel –apuntó–. ¿Cómo iba a intimidarte?
–Ahora estás como distinto –le contestó ella, encogiéndose de hombros–. Nunca te había visto chasquear los dedos para llamar alguien y darle órdenes, como cuando pediste que nos trajeran champán.
Mateo contrajo el rostro.
–Creo que hasta ahora nunca lo había hecho –admitió algo azorado–. Al menos no estando en Cambridge.
–Otra cosa que me sorprende es que pareces tan acostumbrado al lujo… En fin, supongo que si creciste en un palacio es comprensible, claro. Y sé que en Cambridge tenías una casa en una zona residencial muy cara, y que habías ganado mucho dinero con unas inversiones o algo así.
Él enarcó las cejas.
–¿Es eso lo que dicen en los mentideros de la universidad?
Rachel sonrió con descaro.
–Sí.
–Pues no fue por unas inversiones, sino gracias a una compañía que monté: Lyric Tech.
–¿Qué? ¿Montaste una compañía en tu tiempo libre?
Mateo se encogió de hombros.
–Se me ocurrió una idea para una aplicación de música para el móvil, y a partir de ahí surgió todo.
–Claro, lo normal –observó con sorna Rachel, que aún estaba anonadada–. ¿Lo ves?, cuando dices cosas así siento como que no te conozco.
–Sigo siendo el mismo, Rachel.
–Quizá deberíamos hablar del tipo de cosas de las que solíamos hablar antes, como… no sé, la electrocatálisis molecular –sugirió ella en broma.
–Bueno, si eso te ayuda a sentirte mejor…. –dijo él.
Y, para su sorpresa, le siguió la corriente. Al cabo de un rato estaban tan enfrascados en aquella conversación científica, que cuando el piloto comenzó la maniobra de aterrizaje Rachel ni se enteró.
Una vez hubieron aterrizado en una pista privada del aeropuerto de Constanza, sin embargo, palideció al mirar por la ventanilla y ver varios coches con las lunas tintadas y un pequeño ejército de guardaespaldas esperándolos.
–No sé si puedo hacer esto… –le dijo a Mateo.
–Pues claro que puedes –replicó él con calma.
Rachel lanzó otra mirada a los coches de lunas tintadas y a los guardaespaldas de expresión impasible, y Mateo la observó con orgullo cuando se irguió en su asiento, como haciendo acopio de valor.
–Está bien, vamos allá –dijo alzando la barbilla.
Cuando se levantaron, Mateo la tomó de la mano y entrelazó sus dedos con los de ella, que estaban helados. Bajaron juntos del avión y, al llegar al coche oficial que los llevaría, Mateo saludó con un asentimiento de cabeza a los guardaespaldas, que hicieron una