–¿Por qué no? –inquirió él, sorprendido.
Rachel tomó de nuevo la carpetilla y le mostró la tercera página.
–Mira el patrón que ha tenido en las votaciones de la legislatura: es de lo más inconsistente. No puedes fiarte de él; necesitas a gente con principios. Si no, cualquiera podrá influir en él: habrá veces que esté a tu lado y otras que no.
–Cierto –admitió Mateo. Aparte de lo sexy que estaba con aquel camisón, agradecía poder contar con su opinión–. ¿Y qué me dices del siguiente?
Se pasaron un par de horas repasando juntos cada carpetilla y separándolas en tres montones: «sí», «no» y «quizá», y recuperaron esa camaradería que siempre habían disfrutado cuando contraponían sus ideas en el laboratorio.
–Ese solo te gusta porque fue a Cambridge –lo pinchó Rachel mientras hablaban de otro posible candidato–. Eres un poco tendencioso.
–¿Y tú no?
–Pues claro que no –replicó ella con una sonrisa.
El brillo travieso en sus ojos hizo que a Mateo le entraran unas ganas incontenibles de besarla.
–Ven aquí –le dijo con voz ronca.
Rachel puso unos ojos como platos cuando agarró los extremos que colgaban del cinturón de la bata, y tiró de ellos.
–Me temo que eso no funcionará –le avisó riéndose suavemente–: la seda no es lo bastante fuerte.
–Pero yo sí.
Le plantó las manos en las caderas y la atrajo hacia sí para sentarla en su regazo. Rachel contuvo el aliento, algo nerviosa, y le puso las manos en los hombros.
–Esto se me hace un poco raro –dijo en un susurro.
Mateo se rio con suavidad.
–¿Pero en el buen sentido, o en el mal sentido?
–En el bueno, por supuesto –se apresuró a decir ella. Escrutó su rostro preocupada–. ¿A ti no te lo parece?
–A mí lo que me parece es que deberíamos dejar de hablar –murmuró él, inclinando la cabeza hasta que sus labios estuvieron a escasos milímetros de los de ella–. ¿No crees?
Rachel musitó un «sí», y a Mateo no le hizo falta más para besarla. Los labios de ella se entreabrieron con un suspiro de placer, y Mateo la atrajo más hacia sí para poder sentir la deliciosa presión de sus senos contra su pecho.
Hizo el beso más profundo, explorando con la lengua el aterciopelado interior de la boca de Rachel. Ella emitió un gemido que lo excitó aún más, y la necesidad de besarla se tornó en una necesidad de poseerla.
Deslizó la mano por su sedoso muslo y le abrió las piernas para que quedara a horcajadas sobre él, con la parte más íntima de su cuerpo apretada contra su erección. Arqueó las caderas de un modo automático, y Rachel gimió dentro de su boca.
Se sentía como si fuese a explotar. En el sentido figurado, en el sentido literal, en todos los sentidos. Se arqueó de nuevo y Rachel volvió a gemir. Sus dedos se aferraban como garras a sus hombros. Metió las manos dentro de su bata para cerrarlas sobre sus generosos pechos, y fue como si su cerebro sufriera un cortocircuito.
Si no paraba, iba a perder por completo el control. Su primera vez no podía ser allí, en el estudio, encima de una silla, fruto de un calentón. Jadeante, despegó su boca de la de ella y la levantó de su regazo para sentarla de nuevo sobre el escritorio. Los labios de Rachel estaban hinchados por sus besos, su oscuro cabello alborotado y sus mejillas sonrosadas. Se pasó una mano por el pelo mientras intentaba recobrar el aliento.
–Tenemos que parar.
–¿Parar? –balbució Rachel. Se cerró la bata con dedos temblorosos.
–Sí, esto no es lo que…
Sacudió la cabeza, espantado de lo afectado que estaba. Todavía se sentía como si estuviese ardiendo por dentro. Necesitaba urgentemente una ducha de agua helada. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido así. «Sí, sí que lo recuerdas», murmuró una vocecilla en su mente.
Se levantó bruscamente y fue hasta la ventana, donde se colocó de espaldas a Rachel.
–Lo siento –dijo con voz ronca–, no debería haberme aprovechado de ti de esa manera.
–¡Qué bobada! –exclamó Rachel, con una risa nerviosa.
–Aún no estamos casados –le recordó él.
–Mateo, ya soy mayorcita, y nos casamos dentro de tres días; no es como para rasgarse las vestiduras.
Mateo seguía de espaldas a ella; se sentía incapaz de mirarla. Por su voz parecía molesta, pero también confundida. Se suponía que no era así como debía ser su relación. Sí, disfrutaba de la camaradería que había entre ellos, y la atracción física era un bonus añadido que no se había esperado, pero que el deseo que sentía por ella lo consumiese de esa manera…, que llegase a desterrar de su mente cualquier pensamiento racional… No, no quería sentirse así; no podía sacrificar su autocontrol.
–Deberías irte a la cama –dijo con aspereza.
Un largo silencio siguió a sus palabras, pero no se movió de donde estaba, porque seguía sin atreverse a girarse y mirarla a la cara. Al cabo, finalmente oyó el frufrú del camisón de Rachel cuando se bajó de la mesa.
–Buenas noches, Mateo –le dijo en un tono quedo.
Luego oyó sus pasos, y el leve chasquido de la puerta cuando cerró al salir.
Capítulo 10
CUANDO se miró en el espejo, Rachel tenía el estómago revuelto por los nervios. Dentro de quince minutos entraría en el salón de baile del brazo de Mateo. Y ya faltaban menos de cuarenta y ocho horas para su boda, algo que todavía no acababa de creerse. Dentro de cuarenta y ocho horas se casarían y a continuación serían coronados rey y reina de Kallyria.
Era un pensamiento que, la noche anterior, cuando Mateo la había besado, la habría llenado de emoción. ¡Cómo la había besado! Nunca la habían besado así, y ansiaba que volviera a hacer eso… y mucho más, muchísimo más. Quería que la tocara, sentir su glorioso cuerpo sobre el de ella…
Sin embargo, Mateo había interrumpido el beso para apartarla de él, y desde la noche anterior tenía la impresión de que estaba evitándola. No tenía ni idea de qué lo había hecho apartarla tan bruscamente, pero se sentía decepcionada y dolida.
Inspiró profundamente y recorrió con las manos los costados del vestido, un vestido que parecía sacado de un cuento de hadas. Era un vestido de seda, en color bronce, con un escote palabra de honor, cintura entallada y una maravillosa falda con vuelo que brillaba cada vez que se movía. Para complementarlo, lucía un conjunto de joyas de topacios y diamantes de la Casa Real: una tiara, un collar, una pulsera y pendientes largos.
Llamaron a la puerta del dormitorio y con el corazón palpitándole por los nervios, respondió:
–Adelante.
Cuando la puerta se abrió se encontró con Mateo ante ella. Estaba guapísimo vestido de frac. La camisa, el chaleco y la pajarita blancos eran el contraste perfecto para su piel aceitunada y su pelo negro.
–Bueno, ¿crees que doy el pego? –le preguntó ella temblorosa, irguiendo los hombros.
–Estás deslumbrante –respondió Mateo.
Aquel cumplido había sonado tan sincero, que a Rachel se le hizo un nudo en la garganta.
–Me siento como si estuviera viviendo un sueño.
–¿Y eso es malo? –inquirió Mateo.