–Yo no he dicho que fueran brillantes –replicó Mateo–. Aunque lo son, por supuesto –añadió con una sonrisita.
Rachel puso los ojos en blanco.
–Por supuesto…
Mateo se quedó callado un momento, sopesando la mejor manera de abordar el asunto.
–Creo que la cuestión más importante es por qué crees que no deberíamos casarnos –dijo finalmente.
–¿Que por qué no deberíamos casarnos? –repitió Rachel con incredulidad–. Has vuelto para convencerme de que me case contigo, pero teniendo en cuenta que en los diez años que hace que nos conocemos no hemos tenido ni una sola cita ni me has pedido salir, dudo mucho que haya sido el amor o la atracción física lo que te ha empujado a pedirme que me case contigo.
–Es verdad –concedió Mateo.
–Por lo tanto, las razones por las que quieres casarte conmigo deben ser de carácter más bien práctico –apuntó Rachel–. Deja que adivine: nos llevamos bien y nos entendemos más o menos bien, lo que imagino que es importante si fuéramos a dirigir juntos un país –sacudió la cabeza–. No puedo creer que haya dicho eso.
–Mi única objeción es a lo de «más o menos bien» –observó Mateo, con una sonrisilla que la hizo sonreír a ella también.
–De acuerdo, sí, nos entendemos bien. Puede que hasta muy bien.
Él asintió con la cabeza.
–Gracias.
Rachel suspiró.
–Pero no me parece que eso sea razón para casarnos.
Mateo enarcó una ceja.
–¿Por qué no?
–Porque si fuera así, deberías haberle pedido a Leonore Worth que se casara contigo –le espetó ella con cierta brusquedad.
–¿A Leonore? ¿Y por qué haría yo algo así?
Leonore Worth era una catedrática de Biología de la universidad, una mujer guapa, aunque flacucha y con una risa irritante, a quien había acompañado en una ocasión a un evento de la facultad. No había vuelto a cometer ese error.
–Pues porque es… –masculló Rachel sonrojándose–… más apropiada que yo para ese papel.
Mateo la miró desconcertado.
–¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
Rachel sacudió la cabeza. Parecía cansada; incluso enfadada.
–Venga ya, Mateo –murmuró–: déjalo.
–¿Que deje qué?
–Deja de fingir que no sabes de qué estoy hablando.
–La verdad es que no, no lo sé. ¿De qué estamos hablando?
Rachel lanzó los brazos al aire.
–¡Pues de que no tengo lo que hace falta para ser reina!
–Define «lo que hace falta para ser reina» –le pidió Mateo.
–¿Para qué? –exclamó Rachel irritada–. No voy a casarme contigo. No voy a dejar mi trabajo…
–¿Ya no te parece tan mal tener a Simon de compañero? –la interrumpió él–. Creía que habías dicho que estabas pensando en irte a otro sitio…
–No lo decía en serio.
–Venga, Rachel, te estoy ofreciendo una gran oportunidad.
–¿Cuál?, ¿pasarme la vida colgada de tu brazo? –le espetó ella con una risa desdeñosa.
–Por supuesto que no. Si quisiera una mujer florero, habría escogido a una de las candidatas de la lista que ha hecho mi madre.
Rachel puso unos ojos como platos.
–¿Ha hecho una lista?
–Sí, y espera que escoja a una de esas mujeres. Pero yo no quiero a alguien que cumpla todos los requisitos que se supone que debería cumplir la futura esposa de un rey. Quiero a alguien en quien pueda confiar, alguien que me haga reír. Alguien que, a riesgo de parecer un sentimental, me comprenda.
Para horror suyo, los ojos de Rachel se llenaron de lágrimas. Había intentado explicarse con humor, pero parecía que había sonado de lo más cursi.
–Rachel…
–¿Por qué tienes que ponérmelo tan difícil? –le preguntó ella en un murmullo, parpadeando para contener las lágrimas.
–Porque quiero que me digas que sí.
Rachel se mordió el labio.
–¿Y si lo hiciera?
El corazón de Mateo palpitó con fuerza. Casi podía paladear la victoria. Rachel parecía un poco triste, quizá incluso derrotada, pero estaba empezando a considerarlo.
–Lo organizaría todo para que viajaras de vuelta a Kallyria conmigo cuanto antes. Nos casaríamos en la Catedral de Santa Teodora. Todos los miembros de la familia real se casan por el rito de la Iglesia ortodoxa griega. Espero que eso no suponga un problema para ti.
–Mateo, estaba hablando en términos hipotéticos.
Él se encogió de hombros.
–Y yo.
–Muy bien. ¿Y después de la boda, qué?
–Viviríamos juntos como marido y mujer. Tú me acompañarías a los actos de Estado, en los viajes al extranjero, decidirías a qué instituciones benéficas quieres apoyar…
–Y tendría que darte un heredero, ¿no? –lo cortó ella, sosteniéndole la mirada aunque le ardían las mejillas–. Esa es una parte que aún no has mencionado.
–No, es verdad –asintió Mateo. Se preguntaba por qué se había puesto colorada, si sería porque estaban hablando indirectamente de sexo, o si habría alguna otra razón–. Supongo que porque me parecía que era evidente.
–¿El qué?, ¿que sería un matrimonio… en el sentido estricto de la palabra?
–Bueno, si con eso te refieres a si tendríamos que consumarlo, sí.
De pronto una serie de imágenes danzaban en la mente de Mateo, imágenes con las que nunca se habría permitido fantasear, imágenes de Rachel en ropa interior de seda y encaje, tumbada en una cama con dosel, sonriéndole, con el cabello ondulado desparramado sobre la almohada.
–¿No te parece que esto no es algo como para tomárselo a la ligera? –le espetó Rachel.
En ese momento entró el camarero para retirarles los platos, y Mateo esperó a que se hubiera marchado para contestar.
–Está bien, tienes razón; hablémoslo.
Mateo era como una apisonadora, empeñado en tumbar todas sus objeciones, pensó Rachel. Y ella, entretanto, se sentía como si estuviera atravesando un campo de minas.
–No te sientes atraído por mí –le dijo a las bravas.
Dolía decirlo en voz alta, era algo que la humillaba y hacía resurgir los malos recuerdos del pasado. Sin embargo, hacía tiempo que se había dado cuenta de que la única manera de no perder su dignidad era llamar a las cosas por su nombre y afrontarlas.
Mateó frunció los labios.
–Un matrimonio no debería cimentarse sobre algo tan endeble como la atracción física –dijo.
Rachel tragó saliva. Era una admisión indirecta de que no se sentía atraído por ella, pero no por eso resultaba menos dolorosa.
–Tal vez no sea lo que más importe –reconoció–,