—Nunca dije eso.
Quería que volteara a verla para que notara que lo decía sinceramente.
Pero lo piensas. Cada vez que te preguntan de dónde eres, te ríes y dices que tu familia ha estado aquí desde que Texas era un país.
La regadera se cerró.
—Es un chiste. Sabes que ésa no es mi intención.
Podían escuchar los pequeños movimientos de Eduardo en el baño; la cortina abriéndose, la toalla sobre el cabello mojado. Martín bajó la voz y se acercó a ella.
—Estoy seguro de que todo se aclarará cuando hablemos con su mamá.
—¿Listo? —dijo Martín cuando Eduardo entró a la cocina.
Marcó el número y se puso el teléfono en la oreja, luego lo separó para ver la pantalla. Terminó la llamada y volvió a marcar. Otra vez no entró y empezó a buscar de nuevo en las páginas del librito.
—Éste es el número, ¿cierto? Eduardo negó con la cabeza.
—Ése es el del restaurante. Tuvo que cerrarlo hace años —anotó otro número en el directorio con una caligrafía que lo hizo parecer todavía más joven—. Es el de nuestros vecinos.
Llamaron tres veces, pero nadie contestó.
—Lo intentamos al rato. No pasa nada.
Deseó que Martín no hubiera dicho eso. Era un pésimo mentiroso.
—Hubiéramos llamado antes, pero mi mamá no quería preocuparlos.
—Está bien —dijo Isabel.
—Lo importante es que llegaste a salvo.
Martín lo abrazó y sus cabezas chocaron una contra otra, sus cuerpos rígidos e inflexibles.
Se le ocurrió a Isabel, tras preguntar por la mamá de Eduardo como si la hubiera visto apenas ayer, que éste ere el bebé que Martín había tenido en sus brazos de recién nacido. Su esposo habría tenido 17 la primera y única vez que él y su hermana visitaron Michoacán con su mamá.
Isabel recordaba bien el viaje porque, cuando volvieron, Claudia le había mostrado fotos de ellos jugando con Eduardo. Le contó a Isabel todo sobre su tía, que no estaba casada y que acababa de tener un hijo de un hombre que la había abandonado. Le dijo que su madre la intentó convencer de que se fuera a Estados Unidos, pero ella se había negado. Aquí está mi casa, había dicho Sabrina una y otra vez. Eso había sido más de quince años atrás, poco antes de que las cosas entre ella y Claudia cambiaran.
—Debes estar cansado.
Buscó en los ojos verde claro de Eduardo, que brillaban como canicas contra el cuero, e intentó verse a sí misma y a su hogar a través de ellos.
—Tenemos un cuarto de visitas en el que puedes descansar —le ofreció Martín.
Descansar, pensó Isabel. La palabra le sonó extraña. ¿Descansar antes de volver a irte? ¿Descansar en un cuarto de visitas que puede convertirse en el tuyo durante noches enteras, semanas, años?
Había mucho que hablar, pero aún no era el momento. Como enfermera sabía que la confianza no se ganaba diciendo ciertas palabras, sino silenciando las que los pacientes no querían escuchar. Cómo y por qué sucedían las cosas, cómo las solucionarían ... eran asuntos que ellos compartirían a su propio tiempo. Los pacientes que le revelaban todo eran los más difíciles de dejar ir. Me caes bien, pero no quiero verte nunca más, ¿ok?, les decía. Y ellos siempre se reían al marcharse.
Sin verlo demasiado fijamente, intentó evaluar sus heridas.
—Tengo vendas y pomada en el baño. ¿ Por qué no me ayudas a arreglar el cuarto para que te cure?
Condujo a Eduardo por el pasillo y puso el kit de primeros auxilios encima de las sábanas limpias. Él se ofreció a cargarlas mientras se dirigían al cuarto de visitas.
Era un espacio simple de tres por tres metros en el que nada era nuevo excepto la alfombra, que el dueño anterior había reemplazado. Como no habían tenido ningún huésped todavía, esta habitación era su última prioridad. Las paredes estaban pintadas de beige y el colchón desnudo estaba sobre una base metálica que se zangoloteaba si te movías demasiado.
—No es... —empezó a decir, pero se detuvo. Quizá este espacio era la gran cosa, comparado con los lugares donde él había estado antes—. No es que recibamos visitas tan seguido, así que no habíamos hecho la cama ni nada.
Eduardo puso el edredón y el kit de primeros auxilios en el piso y colocó el cubrecama sobre el colchón. Estaban parados en lados opuestos de la cama viendo cómo las sábanas se llenaban de aire, formando paracaídas sobre la superficie.
—Mi mamá nos dejaba saltar en la cama a mis hermanas y a mí, para sacar el aire —dijo Isabel.
La mía también.
Cuando terminaron de tender la cama, Isabel le pidió que se sentara.
—¿Te subes las mangas, por favor?
Le advirtió que le ardería, pero él ni se movió. La cortada estaba abierta, pero no era demasiado profunda. La sangre, que no estaba seca, todavía, lucía brillante y granulosa, como un sándwich de mermelada partido a la mitad. Medía unos doce centímeros a lo largo del tríceps, hasta el codo. Isabel cortó un pedazo cuadrado de gasa a la mitad y le pidió que lo detuviera en su lugar mientras lo adhería a su piel.
—¿Hay más? —le preguntó.
Asintió. Se arremangó el otro lado y se tocó el hombro, alzando el codo hacia ella. Era un rasguño pequeño, del tipo que no tiene sangre sino carne blanca, punzante, que se niega a sanar. Le puso agua oxigenada y no dijo nada mientras alistaba un curita. Eduardo dio media vuelta y levantó la parte de atrás de su playera, mostrándole una herida similar a la primera. Torciendo su cuello, la miró a la cara.
Isabel asintió con seguridad y puso manos a la obra. Una pedazo de piel lastimada tras otro, él le mostró los souvenirs de su viaje. No le quitó los ojos de encima, esperando una reacción. Cuando acabó de curarle las heridas frescas, él le mostró las otras: moretones amarillos y verdes que llevaban semanas ahí, un punto en el cráneo dónde no volvería a crecer pelo, una uña del pie arrancada que iba creciendo poco a poco.
Isabel se arrodilló y tomó su pie desnudo entre sus manos, separando los dedos para examinarlos.
—Tomará un rato, pero vuelve a crecer —le aseguró. Eduardo se encogió de hombros.
Los policías hicieron una redada en la Bestia cuando alentó su paso, a las afueras de Monterrey. Se llevaron hasta mis zapatos. Yo sólo corrí. No me di cuenta de que ya no tenía uña hasta que vi la sangre en mi calcetín. No me dolió —añadió, como consolándola.
Capítulo 6
Marzo de 1981
En casa la llamaban gorda. Vieja. Fea. Porque cuando tu esposo te llama así frente a todos, tú te conviertes en un chiste. Y a todo mundo le encanta ser parte de un chiste.
Le habría gustado que él pudiera verla ahora. Su cuerpo gordo, viejo y feo alejándose de él. Caminando durante kilómetros y días y semanas, cruzando montañas y ríos, poniendo entre ellos un espacio más grande que su ira. Lo único que lamentaba era no haber podido ver su cara el día que se despertó —probablemente más tarde del medio día, con la cara pegajosa de baba, su aliento y sudor goteando alcohol— y se dio cuenta de que lo había dejado.
Finalmente. Fuera. Basta.
Pero todavía le dolía. No sólo la herida en su abdomen, sino la idea de él, de ese hombre por