—Lo siento, Isa. Pero no podemos darle la espalda.
—Nunca dije algo así.
—¿Entonces qué? Yo sé que esto no estaba en nuestros planes. — Isabel no podía soportar su tono un segundo más.
—Vamos a esperar un par de días. Las cosas siempre terminan por acomodarse.
Cuando Martín se quedó callado —simplemente volvió a su computadora— ella se acurrucó en su lado de la cama y esperó una pausa en el tecleo que nunca llegó.
No importó que Eduardo estuviera dormido casi todo el día siguiente. Les dio una ilusión de calma que duró hasta la tarde, cuando Isabel y Martín se dieron cuenta de que tenían que ir a trabajar el lunes temprano y no podrían dejarlo solo.
Llamaron a Elda, esperando que dijera que no. Pensaron que mandaría a Omar y a su familia entera al infierno, pero le ganó la curiosidad.
—¿Sabrina lo mandó? ¿Después de tanto tiempo?
—Me lo dijo como si no me creyera —dijo Martín, contándole la conversación a Isabel—. Como si jurara que recogí al niño equivocado.
—¿Pero lo va a cuidar?
—Mi hermana y ella van a llegar temprano en la mañana.
Isabel sintió el estómago hecho nudo. Así se quedó toda esa noche y hasta la mañana siguiente, cuando todos se saludaron, amontonados en el pasillo.
—Mírate nada más, más alto que tu mamá —dijo Elda sin formalidades. Abrazó a Eduardo con cuidado, como preocupada de no asustarlo. Cuando Claudia sólo le tendió su mano derecha, Elda dijo:
—La última vez que viste a Eduardo era apenas un bebé. Gordito, siempre riéndose. Lloraste a la hora de irnos.
—No me acuerdo.
Claudia le dio la mano y les lanzó a los demás una sonrisa sarcástica, con los labios apretados. Algunas cosas no cambiaban con los años.
En cambio Elda era una revelación diaria. Por primera vez, Isabel la estaba viendo como una persona y no como la mamá de su amiga o de su esposo. Tenía una energía ágil, urgente; nunca se detenía más de uno o dos segundos para tomar una decisión. A punto de llegar a los sesenta, se vestía con una variación del mismo conjunto todos los días (amplios pantalones negros y una blusa gris con un suéter combinado) y se pasaba los días entre semana en el cine con amigas o dando clases gratis de finanzas básicas en la biblioteca. Desde que se había jubilado de la escuela, las únicas invitaciones que rechazaba eran las de hombres interesados en algo más que amistad.
—El amor es demasiado complicado —le dijo a Isabel una vez—. Es para la gente joven.
Elda había llegado con una bolsa llena de rompecabezas, botanas y libros que puso en la mesa de la sala.
—Para después. Pero primero, dime —condujo a Eduardo al sillón—. ¿Cómo está Sabrina?
Isabel notó que su suegra no mencionó a ninguno de los cinco hermanos de Omar.
—No sé —dijo Eduardo—. ¿Han sabido algo de ella últimamente?
Todos negaron con la cabeza y Martín le ofreció volver a intentar llamarla por la tarde. Elda miró fijamente al chico sentado frente a ella, buscando algo en su cara (Isabel no supo qué). La hizo sentir como una niña, una extraña intentando encajar en la familia.
Dejaron a Eduardo con Claudia y Elda en la sala mientras terminaban su rutina de la mañana, preparando el desayuno y la comida apresuradamente. A través del muro de separación de la cocina, Martín le contó a Eduardo sobre la nueva preparatoria. La cantidad de estudiantes había crecido más que el campus, así que los grados más altos se mudarían a un nuevo espacio este año y los grados intermedios permanecerían en los edificios originales.
—El nuevo campus es muy bonito, ya verás.
Todo mundo parecía confundido, sin saber qué hacer con esta información.
Martín dirigió la vista hacia su termo de café.
—El problema es que, con los campus tan lejos uno del otro, los autos de papás que pasan por sus hijos hacen filas larguísimas. Pronto habrá tráfico todo el día. ¿Lo notaste cuando recogimos a Eduardo, Isa? Están construyendo más condominios frente al H-E-B .
Había estado demasiado distraída escuchando una y otra vez los mensajes de voz de Eduardo como para notar cualquier cosa, y le sorprendió que Martín lo mencionara ahora.
—¿Quién te dejó ahí? —preguntó Elda con la dulce autoridad con la que sólo una educadora puede hablar.
—Un tipo. Un amigo pasó a recoger a otro de los chicos con los que crucé.
Elda sonrió delicadamente.
—¿Y antes de eso? ¿Alguien te trajo?
—¿O sea, un coyote? —negó con la cabeza— . Mi mamá dijo que no teníamos dinero para eso, pero que no importaba porque Omar conocía el camino. Al menos hasta el punto donde nos separamos.
—¿Omar? —dijo Claudia.
Pronunció su nombre como si fuera una acusación.
Isabel apagó la llave del agua y dejó los trastes en la tarja, notando que Martín también se había quedado callado. Todo este tiempo y Omar no lo había mencionado una sola vez. Isabel se lo imaginó sonriendo de la manera traviesa que hacía parecer que sabía más que ella.
Elda cruzó las piernas, hundiéndose más en el sillón.
—¿Cuándo fue eso? La última vez que lo viste.
—La verdad es que... no me acuerdo. Fue hace tiempo. Nos separamos. Intenté encontrarlo. Hasta me bajé del tren para regresar.
—Está bien —dijo Isabel. Se había acercado más a él, pero no se atrevió a ponerle la mano en el hombro—. No fue tu culpa.
Elda aclaró la garganta y se disculpó, balbuceando algo sobre el baño mientras Claudia la seguía. Pero las paredes eran muy delgadas. Escucharon a Claudia preguntarle a Elda si estaba bien y ni siquiera se molestaron en bajar la voz cuando empezaron a discutir en inglés.
—Se me pasará. Sólo que no me esperaba todo esto, nada más.
—No tienes que hacer esto, mamá. No le debes nada.
—No podemos dejarlo solo.
—¿Por qué? —una voz, una versión diferente de ella, tomó a todos por sorpresa—. Me puedo cuidar solo —dijo Eduardo.
Hablaba más fuerte en inglés, como compensando por todo el tiempo que se lo había guardado.
—No sabía que... ¿cuándo aprendiste a hablar inglés? —preguntó Martín.
—Omar me enseñó. Cuando empecé la escuela, me dijo que sería bueno para mí.
Tenía bastante acento pero hablaba con fluidez.
—¿Estuvo contigo todo el tiempo? —dijo Claudia.
—Desde que era niño —se encogió de hombros como si no fuera la gran cosa—. No toda mi vida, pero casi.
Elda regresó a la sala con la cara roja y se puso a guardar los libros que había traído.
—Claro, tiene sentido. Asumo que también te enseñó a leer.
Él asintió. Isabel y Martín intercambiaron miradas silenciosas de pánico. Ya iban tarde y no había manera de que ninguno de ellos pudiera pedir el día libre tan de último momento.
—Muy bien —dijo Elda, preparando su bolsa—. Vamos a la librería por algunos libros en inglés para ti.¿Y ustedes dos? ¿Por qué no se han ido? Van a llegar tarde a trabajar. Fuera de aquí.
Isabel