—Dijiste quete rechazaron.
—Dije que no me vieron. Es diferente. No puedo ir a donde no soy bienvenido. Empiezo a pensar que sólo vuelvo por ti.
Le puso una mano en el hombro, sin moverla, y a ella se le sacudieron las entrañas.
—No puedo ser sólo yo —dijo, a punto de reír.
—¿Entonces porqué aparecí hasta que Martín se había ido?
—No es justo —dijo ella, pero en ese momento el aire acondicionado se encendió con un sonido fuerte e intrusivo y no supo si la había escuchado—. Yo no puedo ser la única razón para que estés aquí.
—Claro que no.Pero estoy aquí a través de ti y me siento muy agradecido por eso.
—¿Y el por qué?
Merecía saber esto, por lo menos.
—Para redimirme, ¿por qué más? Una segunda oportunidad.
¿No es siempre así?
Omar sonrió y se encogió de hombros, rindiéndose ante el lugar común en el que estaba cayendo.
Se quedaron parados sin propósito, preguntándose qué hacer. Isabel pensó en el verano que cumplió quince y su mamá la inscribió en el Club Boys & Girls porque no sabía qué más hacer con ella. En la alberca, entre rondas de Marco Polo y carreras al extremo más profundo y de regreso, ella y los demás niños recuperaban el aliento. Recorrían el agua preguntándose si debían seguir jugando o secarse. Isabel siempre estaba de acuerdo con lo que decidieran los demás. Era raro mantener la cara tan seria, la respiración tan nivelada, mientras sus brazos y piernas remaban bajo la superficie de la alberca, aferrándose al más mínimo pedazo de masa que la ayudara a mantenerse a flote.
¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Omar de la manera en que lo haría un vecino mientras se acercaba a la puerta para salir.
Le aseguró que no tenía planes, que Martín no volvería hasta la noche. Él parecía tener menos prisa entonces, como un hombre agotado que admite finalmente que necesita descansar un poco.
Pasaron horas juntos. Era un día gris de otoño y el sol se sentía estancado, atrapado entre tantas nubes que era difícil saber qué hora era. Isabel le preguntó si quería recostarse un poco.
—No, nonecesito más de eso.
Se reía exactamente como Martín. Lució complacido cuando Isabel se lo dijo.
—Tengo una idea —dijo ella—. Espérame aquí.
Que su familia no quisiera verlo no significaba que él no pudiera ver a su familia. Fue por fotos viejas y cajas de zapatos llenas de recuerdos para intentar reunir todo en una narrativa coherente. Algunas ya las había visto: Martín en su graduación, Martín bailando como chambelán en la fiesta de quince años de una amiga. Había collages que ella y Claudia habían hecho en secundaria con fotos de ellas en el centro comercial o en el equipo de porristas.
Otras le parecieron como nuevas. En algunas fotos de cumpleaños de Claudia pudo ver a un joven Martín entre la gente. Entonces todavía era un espécimen extraño para ella, con su bigote ralo y sus pantalones caqui cuando todos los demás traían puestos jeans deslavados. A pesar de que era tres años mayor que ella, Isabel lo consideraba un nerd. Pero nunca se atrevió a burlarse de él.
—Era como un señorcito —le dijo a Omar—. Siempre esforzándose en ser maduro para su edad.
Omar sonrió pero no dijo nada. Cuando llegaron a las fotos donde aparecía ella con Martín, le sorprendió ver lo jóvenes que se veían hacía apenas tres años. Sus caras estaban más llenitas, pero eran de algún modo más pequeñas, con las facciones mejor colocadas en su lugar.
Estaba en su laptop, buscando entre sus álbumes de facebook, cuando Omar le pidió que se detuviera en una foto de Elda. Todo el tiempo ella había estado del otro lado de la cámara, tomándoles fotos de su niñez. Pero el Día de las Madres más reciente la habían llevado a comer para celebrar. El mesero tomó varias fotos con milisegundos de separación, de modo que, cuando Isabel pasaba de una a otra, su suegra parecía moverse; un codo girando, un ajuste de la cabeza, un mechón de pelo fuera de lugar. Elda estaba sentada al centro, sonriendo y después riéndose con los ojos entrecerrados, la boca abierta y la cabeza levantada hacia el cielo.
—Luce tan hermosa como me la imaginaba cuando pensaba en que envejeceríamos juntos.
Estaban sentados a la mesa de la cocina con los codos apoyados en la madera. Isabel había notado, más de una vez, que Omar imitaba sus movimientos.
—Tiene algo, una gracia que la hace fuerte y tranquilizante al mismo tiempo.
Era la primera vez que Isabel lo decía en voz alta, pero lo había notado años atrás, sorprendida de saber que una madre podía ser así.
Omar asintió lentamente, con los ojos fijos en la imagen de Elda mientras sus manos se enroscaban en una empuñadura suave.
—¿Todo bien?
—Me has preguntado varias veces por qué estoy aquí. ¿No te parece obvio?
Ambos fijaron la vista en los ojos de Elda, que parecía devolverles la mirada.
—¿Me ayudarías? —dijo Omar.
—¿A qué?
—Ayúdame a recuperarla. Ayúdala a verme el año que entra. Ella se quedó pensativa mientas le sacudía el polvo a su trackpad.
—Sé que es mucho pedir.
—Es sólo que no sé si algo que yo le dijera podría marcar alguna diferencia. Y le prometí a Martín...
—Tienes razón. Olvídalo —dijo—. Dime, ¿qué planes tienen para el año próximo? ¿Viajes? ¿Niños?
Agradecida por el cambio de tema, dio la misma respuesta de siempre, que aplicaba tristemente a la primera parte de la pregunta y felizmente a la otra.
—Por ahora no está en nuestros planes. Omar arrugó la nariz y sonrió.
—Los planes son sólo intentos bobos de controlar los trucos del tiempo.
Esa noche, cuando Omar se fue y Martín llegó y estaban alistándose para salir, Isabel buscó la manera de decirle a su esposo que su padre había estado en su casa. Prefería pensar en ello como algo que podía mencionar casualmente y que él recibiría del mismo modo. Por poco se topan, le hubiera querido decir, como si Omar fuera un vecino que Martín estuviera evitando. O platicamos para ponernos al corriente, como contándole de una comida con una vieja amiga.
Estudió el reflejo de Martín mientras se cepillaba con la cabeza inclinada hacia el espejo. No era su estilo preocuparse por su apariencia abiertamente, pero su cabello era un caso especial. Al menos una vez al mes Isabel lo sorprendía alineando los espejos del baño para poder ver la parte de atrás de su cabeza. Cuando era niño, Elda le había contado historias sobre su abuelo, un hombre tan amargado que se negó a hablar con ella cuando se fue a Estados Unidos en contra de su voluntad y que se había quedado calvo a los treinta años. La perspectiva de perder el cabello prematuramente había perseguido a Martín desde entonces.
—Te ves muy guapo —dijo.
Bajó la mirada hacia el lavabo, avergonzado de que lo hubiera visto. Una vez le había dicho que era una preocupación tonta, porque ella lo amaría aunque estuviera pelón como un cactus, pero a él no le hizo gracia.
—Corazón, te preocupas demasiado —se sentó en la orilla de la tina y se puso a jugar con un pasador que había dejado en el lavabo—. ¿Notaste el cabello de tu papá? ¿Y tenía cuántos años, sesenta al menos?
—Sesenta y dos —dejó el peine y le dio un beso en la mejilla—. Tal vez tengas razón. Puede ser que eso haya sido lo único bueno que me dejó ese cabrón —serio,