Temblor de sus labios fue suficiente para que Isabel se reportara enferma. Todo lo demás parecía irrelevante. No darle a Omar algunas horas de su tiempo hubiera sido como rechazar a un mendigo que le pidiera unos centavos que había encontrado en la banqueta. Es injusto desechar lo indispensable.
—¿Dame un segundo, sí?
Cuando colgó el teléfono, su primer instinto fue ofrecerle algo de tomar.
Hace diez años te hubiera aceptado un whisky, derecho.
—¿Ya no puedes beber?
—Ni puedo ni necesito hacerlo. El cuerpo pierde importancia, ya sabes. No sé cómo más explicarlo.
—¿No sientes nada? Sonrió.
—Al contrario. A veces creo que siento demasiado.
Se aflojó el cuello de la camisa moviéndolo de un lado a otro. Traía puesta una camisa delgada, de manga larga, que a ella le recordaba a las páginas de un viejo libro de la biblioteca, y jeans gastados de mezclilla oscura con un cinturón de cuero marrón con la hebilla del tamaño de su puño. Había menos de cuatro pies de distancia entre ellos, y al observar sus movimientos Isabel se dio cuenta de que eran silenciosos. Los huesos no crujían. La ropa no sonaba al raspar las superficies. No se escuchaba siquiera el más mínimo suspiro, aunque podía ver que su pecho se expandía cuando él la miraba a los ojos.
—¿Duele? ¿Venir aquí?
Él caminó por la sala, trazando el perímetro de los estantes de madera y las puertas de vidrio que conducían al patio de atrás. Eran las diez de la mañana y la luz del sol inundaba la habitación. Pasó junto a fotos enmarcadas de su boda, de una cena familiar de domingo en casa de Elda y una foto instantánea de Isabel y Martín sentados en el pasto en un concierto al aire libre. Se detuvo un par de segundos en cada imagen antes de ver la siguiente.
Parece que pasa una eternidad cuando no estoy y todo sucede en un flash cuando estoy aquí —dijo—. Pero supongo que así es la vida, también. Dime de qué me perdí. ¿Cómo estuvo tu año?
Si se lo hubiera preguntado cualquier otra persona, Isabel hubiera dicho: "bien", satisfecha de sustituir con esta palabra una conversación con más sustancia. A veces eso era más fácil que ser honesta.
—Supongo que en algunas décadas, cuando pensemos en nuestro primer año, sólo recordaremos con claridad uno o dos momentos definitivos. El resto estará borroso. Es triste, si lo piensas.
Se sirvió un vaso de jugo y caminó hacia el sillón, esperando que Omar la siguiera. Pero él parecía decidido a mantener cierta distancia entre ellos, como un extraño mantiene su distancia en una fila con mucha gente.
—Y dime, ¿cuáles son esos momentos que te vienen a la mente de este año? No lo pienses demasiado. Los primeros dos que se te ocurran.
Claro que no podía decirle, sin filtros, lo que estaba pensando.
—Cuando dejamos nuestro departamento, el día en que se lo entregamos al casero, yo me tomé un día libre en el trabajo, pero Martín no pudo hacerlo. Así que rentamos una camioneta la noche anterior, y como él no quería que nuestras cosas se quedaran ahí toda la noche, nos despertamos a las cuatro de la mañana para llenarla de cajas y muebles. No sé por qué pienso en eso ahora. Nos esforzamos mucho por hacerlo en silencio. Nos sentíamos ladrones robándonos nuestras propias vidas. Terminamos al amanecer. Recuerdo ver a Martín estirar su brazo para bajar la puerta de la camioneta, sorprendida de que nuestra vida cupiera en ella.
—¿Sorprendida o asustada?
—Las dos cosas —admitió—. Estaba asustada de dejarlo todo atrás. Pero también era reconfortante la idea de empezar de cero. De estar juntos sin importar a dónde fuéramos —lo recordó cerrando la puerta de la camioneta mientras pequeños rayos de sol le tocaban la espalda—. La mayoría de los días pienso en Martín corno una extensión de mí misma. Es una gran simplificación, pero en el día a día, cuando pienso en nosotros como un todo, formamos un frente unido.
Omar asintió, como si ya pudiera ver a dónde quería llegar ella.
—Esa mañana pude ver que Martín era una persona completamente distinta. No sé lo que él sienta o piense. No realmente. En esencia, vivo junto a un extraño en el que confío más que en nadie en el mundo.
—Es una confianza hermosa.
—Lo es.
No dijo más. No tenía sentido decirle a Omar lo fugaz que fue ese momento. Más tarde ese mismo día, en el departamento vacío, había pintado las paredes de blanco otra vez. Había visto, llorando en silencio, cómo su hogar se convertía en un lienzo en blanco.
—Pero te entristece. ¿ Por qué?
—Por nada en particular. Sólo las subidas y bajadas. No todos los momentos pueden ser valiosos.—Ay, mija. Hasta los peores lo son. Un día pensarás en tu pasado y estarás en duelo por lo viva que te sentiste en los momentos malos.
Tomó su vaso, sintiendo cómo su cuello se hundía más y más en sus hombros.
—Ese dolor es mejor que nada.
—Prefiero que algo me duela a olvidarlo. O que me olviden —añadió rápidamente—: ¿Cuál es el segundo momento? Me dijiste que eran uno o dos.
Isabel sonrío, envuelta en un nuevo recuerdo.
—La primera vez que todo el mundo vino a casa un domingo a cenar.
Omar se sorprendió.
—¿Aquí? ¿No a casa de Elda?
—Tampoco yo podía creerlo.
Era una tradición semanal que llevaban años celebrando; Isabel tenía apenas nueve años la primera vez que Elda la recibió en la mesa familiar. Su mamá había pasado tarde por ella y tuvo miedo de que hubiera vuelto a beber. Elda sonrió y le pidió que le ayudara a poner la mesa, entregándole un plato y juego de cubiertos extra.
—Fue idea suya, cuando compramos la casa. Le pregunté si estaba segura y me dijo: "¿De qué otra manera puedes convertir una casa en un hogar?" Así que invitamos a toda la familia. Parecíamos un anuncio de supermercado.
Todo se había sentido tan natural que Isabel pensó que ella y Claudia podrían volver a acercarse.
Tomó a Omar de la mano para conducirlo a la mesa del comedor, pensando en lo lindo que hubiera sido invitarlo a esa cena. Su piel se sentía cálida, pero Omar la soltó.
—¿Qué pasa?
—Nada. Me acabo de dar cuenta de que no les he deseado a ti y a mi hijo un feliz aniversario. ¿Qué se regala el primer año?
—Se supone que papel.
—Ah, cierto.
Le escribí una carta de amor. Pensé que sería romántico.
Omar Sonrió, pero Isabel pudo notar, por la manera en que sus ojos miraban a través de ella, que no la estaba escuchando. Su corazón se estrujó. No podría evitar desear la atención y aprobación de Omar, aunque a nadie más le importara.
Él dio un paso atrás y se frotó la frente.
Perdón. Te molestaste. Tienes todo el derecho a hacerlo. Isabel empezó a incomodarse.
—Ya sé que querías ver a Martín. Lamento que no esté.
—Ése no es el problema.
Juntó sus manos por detrás de la espalda y empezó a caminar junto a la mesa con la mirada fija en los surcos de la madera.
—El problema es que no me extraña, así que no podría verme.
Estoy segura de que una parte de él extraña a su padre.
—No entiendes. ¿Sabes qué es lo que impide que los muertos se mueran de verdad, Isabel?