—¿Cómo van? —intentó hablar en voz baja.
Pues acá andamos. Creo que vamos a ir por una hamburguesa o algo.
Supo de inmediato que algo estaba mal. Elda jamás hablaba en términos ambiguos.
—¿Y cómo está?
—Muy bien. Apenas estamos... nos vamos a tardar otras dos horas, más o menos.
Soltó un pequeño suspiro de exasperación, un momento de duda.
—¿Elda, quépasa? ¿Todo bien?
Es que... Isabel, no sé dónde está. Fuimos a la biblioteca, luego dejamos a Claudia en el trabajo y fuimos por hamburguesas. Me paré un minuto a recoger la comida y cuando regresé ya no estaba. El cerebro de Isabel iba a toda velocidad mientras corría del hospital al lugar de hamburguesas. Lo habían secuestrado. El ICE 1 lo había arrestado. Había decidido huir. Se había distraído y estaba perdido, sin saber cómo volver a casa. Había sido asesinado y pronto sólo podrían aspirar a encontrar su cuerpo. Podía imaginarse a los perros y a los vecinos voluntarios buscándolo, y ellos no tenían siquiera una foto de Eduardo para guiarlos.
Llegó al mismo tiempo que Martín y decidieron separarse, bajo el supuesto de que no llegaría demasiado lejos a pie. Isabel se encargaría de buscar en las tiendas cercanas mientras él revisaba las oficinas del otro lado de la calle. Elda iría a recorrer el vecindario en su auto.
—Todo va a estar bien —le dijo Martín.
—Perdemos el tiempo hablando del tema.
—Dios mío. Y ni siquiera podemos llamar a la policía —dijo él, apretando su mano mientras se despedían.
Durante la siguiente hora y 45 minutos, Isabel recorrió los pasillos de Marshalls y luego se asomó a cada tienda de campaña y bolsa de dormir que había en la tienda de deportes. Atravesó corriendo las puertas automáticas de Michaels y salió con las manos vacías, más allá del olor del aromatizante atravesado en la garganta. Para la tarde, ya sólo podía pensar en un lugar en el que había esperanza.
Isabel manejó hacia allá sin decirles a los demás. Se estacionó en el garaje vacío, conteniendo lágrimas que convertían sus palabras en gemidos.
—Estás bien, estás bien —se dijo a sí misma, a Eduardo, a Omar por si la estaba escuchando.
La casa tenía una soledad pesada, y mientras se dirigía al patio de atrás tuvo la sensación de que ya no les pertenecía sólo a ella y a Martín. Por fin pudo respirar cuando vio la silueta encorvada de Eduardo en un pequeño cuadro de pasto. Estaba abrazando sus rodillas, con la cabeza entre los brazos cruzados.
—¡Oye! —Se apresuró hacia donde estaba y le tocó el hombro, pero él simplemente la miró con una expresión que había visto muchas veces en Claudia, como si Isabel se hubiera vuelto ligeramente loca y él no pudiera entender por qué—. ¿Estás bien?
Se recorrió un poco a la izquierda y ella se sentó a su lado.
—Pensé que habías ido con Elda a comer.
Él asintió con la cabeza.
—¿ Ya regresó?
—¿Cuánto tiempo llevas esperando aquí?
No podía creer que no se percatara de lo que los había hecho pasar.
—Diez, quince minutos.
—¿Por qué no regresaron juntos?
Arrancó un poco de pasto y lo rompió hasta convertirlo en confeti con sus manos.
—Porque llegó la policía —dijo sin dudarlo.
—¿Y? ¿Te hicieron algo? Otra vez esa mirada.
—No. ¿Pero por qué esperaría hasta que lo hicieran?
Estudió su cara, intentando darle sentido a lo que estaba diciendo.
—En México —le dijo, escogiendo con cuidado sus palabras—, ¿siempre te vas cuando llega la policía?
—Casi siempre. No es bueno estar por ahí cuando empiecen los problemas.
—Es cierto. Pero si estás con amigos o familia, y se separan, ¿cómo le hacen para encontrarse después?
—Todo el mundo sabe que vuelves a casa.
1 Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés).
Capítulo 8
Marzo de 1981
Recuerda esto, pensó. No el aire que te seca por dentro, o los respiros que te roban la vida. Recuerda la timidez de los rayos de sol cómo tocan apenas su cara. Cómo su belleza desafía a la naturaleza y su espíritu es más fuerte que este desierto.
Cómo será ella la que sobreviva.
El muchacho estiró la espalda, ganando altura cada vez que repetía estas palabras para sí mismo. Se habían vuelto su plegaria.
—¿ Qué crees que les haga, cuando lleguemos, a los que no pueden pagar? —la voz de su esposa, suave pero firme, fue una grata interrupción de sus ideas.
—¿Por qué la pregunta? Estaremos bien. Tenemos todo lo que necesitamos.
Ella suspiró y sonrió.
—Ay, vida —le sorprendía que incluso ahora, cuando parecía que el mundo los había abandonado, pudiera hablar como si el momento fuera lo suficientemente pequeño para ser sólo suyo—. No lo decía por nosotros.
—No deberías preocuparte por cosas que no podemos controlar. Le pasó el brazo detrás de la espalda y la acercó a él para darle un beso en la frente. Fue un movimiento torpe: seguían caminando y sus cuerpos chocaron suavemente como amortiguadas campanas de viento.
—¿Y si no puedo evitarlo? —su cuello giró bajo el brazo de él en dirección a la mujer y su hija, que caminaban detrás de ellos—. Está tan sola. Y la niña me recuerda a tu hermana. ¿No te parece?
Él negó con la cabeza. Desde que se había unido al grupo, estaba tratando de convencerse a sí mismo de que era sólo su imaginación. Una mala pasada de la nostalgia y la tristeza. Su hermanita no se parecía nada a la niña, pero había algo en su energía, en cómo corría y descansaba para volver a empezar.
—No sé. Tal vez. Tal vez ésa sea Sabrina en unos años —dijo, sabiendo que no estaría ahí para verla.
Cuando se despidieron, le prometió mandar por ella cuando se hiciera mayor. Ella había llorado aferrada a su pierna, y a pesar de que habían pasado varios días desde entonces, esos primeros pasos que dio cuando salió por la puerta todavía le pesaban.
—Por lomenos se tienen la una a la otra —dijo él, preocupado de que sus palabras sonaran egoístas, no llenas de esperanza como era su intención—. Como nosotros —pero era difícil extraer esperanza de la nada.
Habían pasado muchas horas sin que nada cambiara, ni el follaje punzante a su alrededor ni los montones de tierra que pateaban al caminar. Ni el cielo, que aún ardía con el mismo fervor que temprano por la mañana. Era como si la Tierra estuviera rotando bajo sus pies, eliminando cualquier avance que pudieran hacer.
Si no hubiera sido por su mujer, que le apretaba la mano cada media hora, más o menos, y le decía: "Pronto, mi amor. Pronto", hubiera perdido por completo el sentido del tiempo. Hubieran podido caminar por el resto de sus días, morir entre las áridas rocas del desierto y nunca saber qué tan viejos eran, cuánta vida habían sacrificado por este nuevo comienzo. Siempre había pensando que cruzar la