En la década de los sesenta aparecieron algunos filmes que iban abriendo una senda distinta a lo puramente comercial. Al-Ayniha al-mutakassira (Alas rotas, 1964) de Youssef Maalouf, basada en la novela homónima de Gibran Khalil Gibran, fue además, hasta los ochenta, la única producción basada en una obra literaria libanesa.[99] En 1966, el crítico Samir Nasri[100] realizó Shabab tahta ash-shams (Juventud bajo el sol) con un presupuesto muy bajo para la época, 8.500 liras libanesas, y, aun sin contar con grandes estrellas en el reparto, obtuvo una buena acogida de crítica y público. Este éxito le permitió rodar su siguiente película, Intissar al-mounhazem (La victoria del vencido, 1966), en la que retrataba a un novelista libanés que se negaba a que convirtieran un filme basado en su novela en una mera fórmula comercial al añadirle números de baile y demás ingredientes típicos de aquel cine.
Otra película que usaba un lenguaje alejado de lo establecido fue Al-Ajrass wa-l-hobb (El mudo y el amor, 1967) de Alfred Bahry,[101] pero la carrera de este director no tuvo tampoco mucha continuidad. Un nuevo director que intentó hacer obras diferentes fue Gary Garabedian, quien realizó Abu Salim fi ifriqya (Abu Selim en África, 1965), también sobre la emigración, y Garo (Garo, 1965), sobre la que hablamos más adelante y uno de los títulos que sirvieron de transición entre épocas y corrientes. Su actor protagonista, Mounir Masri, dirigió a principios de los setenta Al-Qadar (El destino, 1972) considerada por la crítica del momento la primera película seria y de calidad que “marca un giro en nuestra joven cinematografía. Finalmente, un filme que rompe con las tradiciones establecidas”;[102] aunque, de nuevo, fue una apuesta arriesgada y comprometida que no consiguió convencer al público. En la misma época se produjo un importante fenómeno que refleja el carácter de absorción que tiene la industria local libanesa. Las producciones a las que nos referíamos anteriormente eran de bajo presupuesto y tenían un carácter bastante independiente, pero, con la nacionalización de las salas en Egipto por parte del nuevo régimen naserista y una censura incipiente, muchos realizadores emigraron al Líbano. Los directores Youssef Chahine y Henry Barakat dirigieron los musicales que los hermanos Rahbani escribieron y que protagonizaba la estrella local de la canción Fayrouz. Ambos directores dejaron películas que son consideradas, todavía hoy, parte del legado cultural libanés: Baya´ al-jawatem (El vendedor de sortijas, 1965) de Youssef Chahine, que atrajo tanto al público elitista burgués como al de clases más populares, y los filmes Safar Barlek (Safar Barlek, 1967) y Bint al-hares (La hija del guardia, 1968) de Henry Barakat, ambos ambientados en la época de dominio otomano.
Pero el cambio más importante en el cine libanés se produjo, en realidad, a raíz de un hecho histórico, la Naksa de 1967. Fue entonces cuando apareció con más fuerza que nunca la causa palestina, cuya situación crítica no podía seguir siendo ignorada pr la gran pantalla. Esta causa se convirtió en uno de los temas fundamentales del cine árabe, dando lugar a un cine político y comprometido con su historia. En cuanto al cine libanés de autor, cuando se produjo este importante cambio político, gran parte de los primeros filmes eran obras comerciales que explotaban la figura del fedayín con títulos en los que su figura estaba más cercana a la del gran héroe que a un personaje real. Al-fedayin (Los fedayines, 1967) de Christian Ghazi[103] fue el primer título libanés realista sobre la lucha palestina, precursor de una nueva ola de cineastas que arrancó en el cambio de década. Un cambio que Bourhane Alawieh definía de forma global como
una renuncia al cine clásico: el de aquellos que continuaban dirigiendo el cine desde hacía décadas, el de los temas alejados de la realidad. Un rechazo a los productores que eran, en su mayoría, sólo comerciantes. Se trataba de rodar en los exteriores, lejos de los estudios. […] Las películas egipcio-libanesas producidas en los sesenta representan un cine hundido o fracasado, y partiendo de esta visión propusimos hacer un cine nuevo, alternativo y rebelde a este cine anterior [...] había que aclarar que nuestro colectivo en Beirut —y me refiero al que conformaban Baghdadi, Ibrahim Al-Ariss, Jean Chamoun, Walid Chmait, Samir Nasri, Christian Ghazi, entre otros— representa una parte del movimiento cinematográfico joven y generalizado en el mundo árabe, y Beirut era un eco del mundo árabe y este movimiento, pero la llamada a un cine alternativo [badila] partió de Damasco en 1972 y ya, antes de El Cairo, de mano de la Yama`a al-sinima al-yadida [Organización del nuevo cine] en 1968.[104]
Más tarde, Christian Ghazi intentó realizar un título sobre la causa palestina alejado de los convencionalismos, Mi´at wahy li-yawm wahad (Cien caras para un solo día, 1972), de producción siria, en el que con distintas voces en off y un diseño de sonido muy elaborado, contrasta imágenes de escenas de ocupación y pobreza, entre las que hay víctimas de los bombardeos israelíes, la dura vida en humildes aldeas árabes y escenas de combate de guerrilla, con otras donde se ve gente que vive en la opulencia o de las noches beirutíes donde viven despreocupados de lo que ocurre a pocos kilómetros de distancia. Pero la película no fue bien recibida por parte de la crítica local; incluso fue calificada por Mohammad Rida como “uno de los ejemplos de cómo tomar un camino equivocado en la creación de un cine alternativo”.[105] Preocupado por el devenir del nuevo cine y las posibilidades que ofrecía, exponía Rida en sus textos un término que siento acierta de lleno en la relación del público árabe de entonces y su cine: un perpetuo Ightirab, es decir, una suerte de extrañamiento, alienación o alejamiento de lo propio que sufrían los directores árabes y libaneses con respecto a su público.