¿Quién es mi prójimo? Entre los judíos la pregunta “¿Quién es mi prójimo?” causaba interminables disputas. No tenían dudas con respecto a los paganos y los samaritanos. Éstos eran extranjeros y enemigos. ¿Pero dónde debía hacerse la distinción entre el pueblo de su propia nación y entre las diferentes clases de la sociedad? ¿A quién debía el sacerdote, el rabino, el anciano considerar como su prójimo? Ellos gastaban su vida en una serie de ceremonias para hacerse puros. Enseñaban que el contacto con la multitud ignorante y descuidada causaría impureza, que exigiría un arduo trabajo quitar. ¿Debían considerar a los “impuros” como sus prójimos?
Cristo contestó esta pregunta en la parábola del buen samaritano. Mostró que nuestro prójimo no significa una persona de la misma iglesia o la misma fe a la cual pertenecemos. No tiene que ver con la raza, el color o la distinción de clase. Nuestro prójimo es toda persona que necesita nuestra ayuda. Nuestro prójimo es toda alma que está herida y magullada por el adversario. Nuestro prójimo es todo el que pertenece a Dios (PVGM 310).
Ilustrado con la parábola. Cristo estaba hablando a una gran multitud. Los fariseos, esperando pescar algo de sus labios que pudieran usar para condenarlo, enviaron a un letrado ante él con la siguiente pregunta: “¿Haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?” Cristo leyó en el corazón de los fariseos como en un libro abierto, y su respuesta a la pregunta fue: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido, haz esto, y vivirás”. El doctor de la ley sabía que con su propia respuesta se había condenado a sí mismo. Él sabía que no amaba a su prójimo como a sí mismo. Pero deseando justificarse, preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”
Cristo contestó a esta pregunta con el relato de un incidente, cuyo recuerdo estaba fresco en las mentes de sus oyentes (Manuscrito 117, 1903).
Dijo: “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto”.
Viajando de Jerusalén a Jericó, el viajero tenía que pasar por una sección del desierto de Judea. El camino conducía a una hondonada desierta y rocosa que estaba infestada de bandidos, y que a menudo era escenario de actos de violencia. Fue allí donde el viajero resultó atacado, despojado de cuanto de valor llevaba y dejado medio muerto a la vera del camino. Mientras yacía en esa condición, pasó por el sendero un sacerdote; vio al hombre tirado, herido y magullado, revolcándose en su propia sangre, pero lo dejó sin prestarle ninguna ayuda. “Pasó de largo”. Entonces apareció un levita. Curioso de saber lo que había ocurrido, se detuvo y observó al hombre que sufría. Estaba convencido de lo que debía hacer, pero no era un deber agradable. Deseó no haber venido por ese camino, de manera que no hubiese visto al hombre herido. Se persuadió a sí mismo de que el caso no le concernía a él, y él también “pasó de largo”.
Pero un samaritano, viajando por el mismo camino, vio al que sufría, e hizo la obra que los otros habían rehusado. Con amabilidad y bondad ministró al hombre herido. “Viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día, al partir, sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”. Tanto el sacerdote como el levita profesaban piedad, pero el samaritano mostró que él estaba verdaderamente convertido. No era más agradable para él hacer la obra que para el sacerdote y el levita, pero por el espíritu y por las obras demostró que estaba en armonía con Dios.
Al dar esta lección, Cristo presentó los principios de la ley de una manera directa y enérgica, mostrando a sus oyentes que habían descuidado el cumplir esos principios. Sus palabras eran tan definidas y al punto, que quienes escuchaban no pudieron encontrar ocasión para cavilar. El doctor de la ley no encontró en la lección nada que pudiera criticar. Desapareció su prejuicio con respecto a Cristo. Pero no pudo vencer su antipatía nacional lo suficiente como para mencionar por nombre al samaritano. Cuando Cristo le preguntó: “¿Quién, pues de estos tres, te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”, él contestó: “El que usó de misericordia con él”.
“Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo”. Muestra la misma tierna bondad hacia quienes se hallan en necesidad. Así darás evidencia de que guardas toda la ley (PVGM 312, 313).
Cualquiera que está en necesidad es nuestro prójimo. Cualquier ser humano que necesita nuestra simpatía y nuestros buenos servicios es nuestro prójimo. Los dolientes e indigentes de todas clases son nuestros prójimos; y cuando llegamos a conocer sus necesidades, es nuestro deber aliviarlas en cuanto sea posible (TS 3:269).
Con esta parábola queda establecido para siempre el deber del hombre hacia sus prójimos. Debemos cuidar cada caso de sufrimiento y considerarlo como propio, como agentes de Dios para aliviar a los necesitados hasta donde nos sea posible. Debemos ser colaboradores junto con Dios. Hay quienes manifiestan gran aflicción por sus parientes, sus amigos y protegidos, pero que fallan en ser buenos y considerados con quienes necesitan bondadosa simpatía, que necesitan consideración y amor. Con corazones fervientes preguntémonos: ¿Quién es mi prójimo? Nuestros prójimos no son solamente nuestros íntimos y amigos especiales; no son simplemente quienes pertenecen a nuestra iglesia o piensan como nosotros. Nuestros prójimos son toda la familia humana. Debemos ser buenos con todos los hombres y especialmente con quienes son de la familia de la fe [Gál. 6:10]. Debemos dar al mundo una demostración de lo que significa cumplir la ley de Dios. Debemos amar a Dios por sobre todo y a nuestros prójimos como a nosotros mismos (RH, 1-1-1895).
La verdadera religión desfigurada. El sacerdote y el levita habían ido a adorar al templo, cuyo servicio fue indicado por Dios mismo. El participar en ese servicio era un noble y exaltado privilegio, y el sacerdote y el levita creyeron que, habiendo sido así honrados, no les correspondía ministrar a un hombre anónimo que sufría a la orilla del camino. Así descuidaron la oportunidad especial que Dios les había ofrecido, como agentes suyos, de bendecir a sus semejantes.
Muchos están hoy cometiendo un error similar. Dividen sus deberes en dos clases distintas. La primera clase abarca las grandes cosas, que han de ser reguladas por la ley de Dios; la otra clase se compone de las cosas llamadas pequeñas, en las cuales se ignora el mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” [Sant. 2:8]. Esta esfera de actividad se deja librada al capricho, y se sujeta a la inclinación o al impulso. Así el carácter se malogra y la religión de Cristo es mal interpretada.
Existen personas que piensan que es degradante para su dignidad ministrar a la humanidad que sufre. Muchos miran con indiferencia y desprecio a quienes han permitido que el templo del alma yaciera en ruinas. Otros descuidan a los pobres por diversos motivos. Están trabajando, como creen, en la causa de Cristo, tratando de llevar a cabo alguna empresa digna. Creen que están haciendo una gran obra, y no pueden detenerse a mirar los menesteres del necesitado y afligido. Al promover el avance de su supuesta gran obra, pueden hasta oprimir a los pobres. Pueden colocarlos en duras y difíciles circunstancias, privarlos de sus derechos o descuidar sus necesidades. Sin embargo, creen que todo eso es justificable porque están, según piensan, promoviendo la causa de Cristo (PVGM 314, 315).
Los requerimientos de la ley de Dios son de mucho alcance. El dejar sin alivio el sufrimiento de nuestro prójimo es una infracción a la ley de Dios. Dios llevó al sacerdote por ese camino con el propósito de que con sus propios ojos pudiera ver un caso que necesitaba misericordia y ayuda; pero el sacerdote, aunque desempeñaba un santo oficio, cuya obra era impartir misericordia y hacer lo bueno, se hizo a un lado. Su carácter quedó expuesto en su verdadera naturaleza delante de los ángeles de Dios. Como ostentación él podía hacer largas oraciones, pero no podía guardar los principios de la ley: amar a Dios con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo. El levita era de la misma tribu que la herida y golpeada víctima. Todo el cielo miró cuando el levita pasaba por el camino, para ver si su corazón podía ser tocado por la humana aflicción. Cuando contempló al hombre quedó convencido