En el fondo, nos encontramos con una dialéctica entre cuerpo y tecnología, intuición y razón, y con una apuesta al final por un modelo de «tecnología sucia» o «tecnología de segunda mano», que es la que acaba triunfando. Una tecnología que es también una tecnología nostálgica que abre el pasado al presente a través del recuerdo y la afectividad. Recuerdos y memorias que se encontraban sepultados en una especie de «catacumba» de la ciencia moderna que es el laboratorio de Walter Bishop en la Universidad de Harvard. Como los pasajes parisinos que describió Walter Benjamin –y no sé hasta qué punto «Walter B.» es una coincidencia nominal–, el laboratorio de Bishop es un lugar entre dos mundos. Un lugar avanzado y un lugar arruinado. Un lugar donde se iniciaron unos caminos que rápidamente cambiaron de signo y convirtieron ese espacio casi en un cementerio. Una ruina contemporánea. Una ruina que, sin embargo, ahora ha vuelto a la vida. Se podría decir que, si los pasajes y el flâneur eran para Benjamin las figuras obsolescentes de la modernidad, el laboratorio de Harvard y el hippy psicodélico, son para los creadores de Fringe las figuras nostálgicas de la contemporaneidad tecnológica.
Hay, por supuesto, en este uso nostálgico de las tecnologías una especie de fetichismo por lo obsoleto, una fijación de objeto que dota de un cierto animismo mágico, como el del fetiche primitivo, a los dispositivos, repletos de memorias y experiencias que, de algún modo, permanecen adheridas allí como un suplemento afectivo que insufla vida propia al objeto. Eso ocurre con la tecnología de Walter Bishop en el laboratorio, pero también con esos otros objetos que pueblan la serie como la Selectric 251. Objetos tecnológicos que se convierten en objetos mágicos, fetiches que conectan mundos. Artilugios donde la tecnología, más que como medio, funciona como médium en el sentido chamánico-esotérico del término, pues, de alguna manera, la fuerza que mueve esa tecnología es una especie de energía «mana» –por utilizar el término de Marcel Mauss–[6] que la eleva sobre cualquier producto humano y la sitúa incluso un paso más allá de ese límite al que alude el título de la serie.
Ese lugar más allá del borde –del límite de la creación humana– se observa sobre todo en la presencia de ciertos dispositivos y tecnologías que están al otro lado de lo humano. Se trata, por ejemplo, de los extraños artilugios de comunicación y observación que utilizan los «observadores», esos personajes siniestros que parecen estar en la tierra desde tiempo indefinido como garantes de un cierto orden entre los universos y que sólo tardíamente –a finales de la cuarta temporada– sabemos que son seres humanos evolucionados que vienen del futuro (Fig. 9). Curiosamente, el aspecto de su tecnología está relacionado también con la tecnología retro-vintage que acarrea ese sentido fetichista-mágico. Pero, sobre todo, el más allá del límite y la relación de la tecnología con la magia y con lo mítico, lo encontramos en la presencia central en la serie de «la máquina», un mecanismo cuyos fragmentos están repartidos en el espacio y en el tiempo y cuyo poder es el de arreglar, pero también el de destruir, el mundo (Fig. 10).
Fig. 9. Fotograma de Fringe. Episodio 3, 2.ª temporada, 2009.
Fig. 10. Fotograma de Fringe. Episodio 22, 2.ª temporada, 2010.
La máquina, buscada por ambos universos, fue construida supuestamente por «los primeros hombres», una especie de civilización desaparecida de la que apenas quedan algunos vestigios escritos. Esta alusión a las potencias tecnológicas de civilizaciones antiguas es algo propio de la ciencia ficción contemporánea. Los egipcios, los mayas, los Na’vi de Avatar…, o los primeros pobladores de la isla de Perdidos, esos que construyeron el dispositivo-tapón por el que se escapaba el tiempo y el sentido, o el faro mágico con el que Jacob observaba a los posibles elegidos para su sustitución como protector de la isla. Sin duda, la alusión a este pasado remoto vincula la tecnología con un origen mítico en el que ésta funciona casi como un regalo de los dioses. La civilización que construyó la máquina, según esta lógica, habría tenido una relación «inmediata» con los dioses, con la sabiduría o con la totalidad. Se trataría entonces de una tecnología originaria, creadora, como el fuego que Prometeo entregó a los hombres. Una tecnología que no es un producto humano, sino un artilugio divino [7].
Es curioso que una serie que supuestamente nos muestra la potencia tecnológica del sujeto contemporáneo y que está amparada por las teorías científicas más avanzadas, en el fondo acabe aludiendo a este sentido mágico-sagrado de lo tecnológico, como si, en el mundo hipermecanizado en el que nos encontramos, lo único que realmente explicase y diese sentido a las cosas se encontrara más allá de lo humano –una conclusión que muestra que el mito sigue siendo parte esencial de nuestros patrones de interpretación del mundo–. Un mito que sigue la estructura clásica según la cual la búsqueda de la totalidad acaba en la destrucción. El sentido del mundo debe permanecer fragmentado. Juntarlo, reunirlo, buscar la totalidad, buscar llegar a ser Dios, lo destruirá todo para siempre. Es en cierta manera una actualización de Babel: la lengua originaria –en este caso, la tecnología originaria–, que había estado en contacto con Dios –el lenguaje adámico del que también hablara Benjamin[8]– se fragmenta, y el sentido del mundo se torna indescifrable para los humanos.
En El origen del drama barroco alemán, Benjamin se interesó por el alegorista barroco que intentaba reconstruir ese sentido pleno del mundo que se hallaba a través de los fragmentos[9]. Y observó la melancolía que producía la imposibilidad de reconstruir ese origen. La recuperación del paraíso, de la plenitud, del lenguaje primero, del sentido pleno no era posible. La totalidad se había perdido y el mundo se había fragmentado para siempre. En cierto modo, la máquina de Fringe tiene que ver con ese modelo de la alegoría. Y su tentativa de reconstrucción es el intento de volver al origen. La máquina está repartida en fragmentos –supuestamente, el propio Walter Bishop la envió atrás en el tiempo para evitar que pudiera volver a ser reconstruida–, y los protagonistas intentan juntarlos para «fijar» el sentido del mundo –una fijación que tiene que ver también con la destrucción de los demás universos posibles, es decir, una fijación que elimina la multiplicidad–. Lo curioso es que el único modo en el que la máquina es capaz de funcionar es situando en su interior a un ser humano. Un individuo concreto, Peter Bishop, el hijo de Walter, que es en realidad el origen de todas las perturbaciones espaciotemporales que suceden en la serie. Para evitar su muerte, Walter lo trasladó de un universo a otro, y eso desequilibró los mundos. Peter tendría que haber muerto, pero al seguir con vida, el universo se resquebraja. La máquina sólo puede arreglar este resquebrajamiento si Peter la activa. Y eso, la recuperación del sentido, del origen, es a costa de la pérdida del propio Peter. Es decir, el equilibrio sólo se consigue si se sacrifica algo, en este caso, lo que más se ama, el hijo.
En el fondo, esto es de lo que nos habla Fringe, del intento de dar sentido a lo que no lo tiene. Walter Bishop pierde en este universo a su hijo Peter. Y para evitar su muerte en el otro universo, pero en el fondo para aliviar su duelo –que no puede elaborar– lo trae a su mundo para devolverlo al otro universo una vez sanado. Pero el puente entre universos se cierra y Peter se queda en este mundo, de modo que el duelo no se produce y la pérdida se traslada al otro lado. La consecución del goce prohibido, la transgresión de lo más sagrado, el intento de cruzar el límite de lo humano, acaba por desequilibrar el universo. Por eso ahora Peter debe ser borrado. Por eso la melancolía debe ser restablecida, para que el mundo siga sin sentido, porque lo contrario, la plenitud, el conseguir el objeto de deseo –que es Peter, pero que también es el desarrollo de una tecnología babélica–, acaba resquebrajándolo todo.
El sentido del mundo funciona entonces como el goce lacaniano. O no se llega –no se consigue ser Dios y admitimos nuestro fracaso– o se