[27] Walter Mignolo, Historias locales/diseños globales. Colonialidad, conocimientos subalternos y pensamiento fronterizo, Madrid, Akal, 2002.
[28] Terry Smith, «The State of Art History: Contemporary Art», The Art Bulletin 92, 4 (2010), pp. 366-383.
[29] Esa es la tesis de Néstor García Canclini (La sociedad sin relato. Antropología y estética de la inminencia, Buenos Aires, Katz, 2010), para quien el arte contemporáneo funciona como laboratorio social.
[30] Keith Moxey, «¿Es la modernidad múltiple?», en El tiempo de lo visual, cit., pp. 27-41.
[31] Nicolas Bourriaud, «Altermodern», en Altermodern: Tate Triennial, catálogo de la exposición, editado por Nicolas Bourriaud, Londres, Tate Publishing, 2009.
[32] Okwui Enwezor (2008), «The Postcolonial Constellation: Contemporary Art in a State of Permanent Transition», en T. Smith, O. Enwezor, y N. Condee (eds.), Antinomies of Art and Culture: Modernity, Postmodernity, Contemporaneity, Durham, Duke University Press, pp. 207-235.
[33] Ambos conceptos han sido trabajados en extenso por Mieke Bal, Tiempos trastornados. Análisis, historias y políticas de la mirada, Madrid, Akal, 2016. Sobre el concepto de heterocronía, véase también Miguel Ángel Hernández (ed.), Heterocronías. Tiempo, arte y arqueologías del presente, Murcia, CENDEAC, 2008.
Primera parte
Historia y obsolescencia: pasados, retornos, afectos
2. El futuro fue ayer. Retromanía y obsolescencia en la cultura visual contemporánea
Vivimos en plena era de la nostalgia, seducidos por una suerte de retromanía que reclama el pasado como fuerza de cambio. Televisión, cine, arte, literatura y música trabajan con objetos y estéticas anticuadas buscando a través de ellas escapar de un presente en el que la utopía parece haberse desvanecido. En este tiempo sin futuro, el pasado regresa con fuerza para intentar realizar los sueños no cumplidos y consumar las promesas fracasadas. Sin embargo, en la época del capitalismo avanzado ese retorno del pasado no está exento de problemas. El «capitalismo emocional», según la ya extendida definición de Eva Illouz[1], es capaz de asimilar las retóricas de la obsolescencia e integrarlas dentro de su propio sistema de retornos a través de lo que Andreas Huyssen denominó el «comercio de la nostalgia»[2]. De este modo, la nostalgia del pasado, que en principio podría ser una energía para la revolución como alternativa a la utopía, y que para Walter Benjamin y muchos de sus contemporáneos de hecho lo fue, se ha convertido en otra de las herramientas del capitalismo para perpetuar el statu quo.
En este capítulo me gustaría centrarme en algunos de estos usos controvertidos de la obsolescencia en la cultura visual contemporánea. Para ello, en primer lugar, observaré el modo en el que las tecnologías del pasado aparecen a modo de salvación frente a la tecnología avanzada en la serie de televisión Fringe. Después, a través de la contraposición de la obra del artista canadiense Rodney Graham y la película Super 8, dirigida por J. J. Abrams, intentaré mostrar algunas diferencias fundamentales entre el arte y el cine comercial a la hora de trabajar con la nostalgia. Y, por último, a modo de conclusión, trataré de vincular esta pulsión de pasado –que en principio podría verse como un lugar de crítica al progreso y un espacio de preservación de la energía revolucionaria– con las estrategias del capitalismo contemporáneo para integrar la nostalgia en el ámbito de la mercancía.
Fringe y los límites de la melancolía
En «A New Day in the Old Town», el primer episodio de la segunda temporada de Fringe[3], el cambia-formas Lloyd Parr usa por primera vez la Selectric 251, una máquina de escribir que, a través de un espejo, parece tener la capacidad de comunicar los dos universos paralelos que articulan esta ficción televisiva (Fig. 8). Este «telégrafo cuántico» –como lo califica Walter Bishop, uno de los protagonistas de la serie– parece funcionar casi como un chat analógico en el que el papel hace las veces de pantalla: el usuario escribe un mensaje y la máquina teclea sobre ese mismo papel el mensaje de respuesta. Según el dependiente de la tienda de segunda mano en la que se encuentra el artilugio, la Selectric 251 –en realidad una IBM Selectric II, fabricada en 1971– es un modelo que no existe, al menos en nuestro universo, por lo que se intuye que proviene del «otro lado». Más adelante, en el capítulo quinto de la cuarta temporada («Novation»), encontraremos otra máquina de escribir que funciona de la misma manera (chat analógico sobre papel), aunque esta vez sin espejo, y con un modelo, una Hermes 3000 portátil –como la utilizada por Kerouac–, que sí existe en nuestro universo[4].
Fig. 8. Fotograma de Fringe. Episodio 1, 2.ª temporada, 2009.
La presencia de estos dispositivos retro es una de las constantes de Fringe, una serie donde la tecnología más avanzada convive con residuos tecnológicos del pasado reciente –especialmente de los años setenta– que, a pesar de su aparente obsolescencia, no sólo siguen funcionando perfectamente, sino que parecen conducir a lugares por los que la tecnología más avanzada no ha sabido transitar. Como ha observado Jorge Carrión, la serie –entre otras muchas cosas– plantea una genealogía de la tecnología contemporánea en el ámbito de la psicodelia: «Internet fue pensado por consumidores de LSD que trabajaban para el MIT, la Universidad de Berkeley y el Departamento de Defensa»[5]. Y este origen retorna en el presente tanto a la manera del trauma –en el caso de las «víctimas» de los experimentos, como sucede con la agente Olivia Dunham– como del complejo de culpa –el del científico Walter Bishop–, pero sobre todo retorna a través de la resurrección y reactivación de los dispositivos que fueron descartados y desplazados tiempo atrás. Tecnologías cuya potencia fue cortada en un momento determinado y, sin embargo, sigue estando latente.
La tecnología obsoleta vuelve ahora para intentar solucionar los problemas que ella misma creó –el resquebrajamiento del equilibrio entre universos, la inestabilidad de la vida psíquica del propio Walter– y que parece que sólo pueden ser arreglados por un retorno al origen. Como espectros, o mejor, como zombis, estos objetos muertos vuelven a la vida. O, por formularlo en términos benjaminianos, estos objetos y tecnologías dormidas despiertan de su letargo y regresan al mundo presente. Un regreso que produce conflictos, pero también da lugar a convivencias y mezclas extrañas con la tecnología más avanzada, como si se reunieran ahora temporalidades, potencias y desarrollos distintos que no pueden anudarse del todo.
En realidad, lo que tiene lugar en Fringe es la oposición de dos modelos tecnocientíficos. Uno es el de Massive Dynamic, la oscura corporación que representa el avance de la tecnología –con extrañas alianzas con la industria armamentística–; y el otro, el laboratorio de Walter Bishop en la Universidad de Harvard, un lugar –la Universidad– que en la actualidad ya no ocupa el rol primordial que en otro tiempo tuvo para la ciencia –situada ahora en el dominio empresarial–. Estos dos modelos, económicos y culturales, aparecen en la serie también como dos lugares diferentes a través de la puesta en escena y el display de la tecnología. Mientras que Massive Dynamic es un espacio aséptico, higiénico y desafectado, el laboratorio de Bishop es un habitáculo sucio, orgánico y vivo –en el que uno encuentra hasta una vaca–, impregnado de los remanentes de la cultura hippy.
Se trata también de una oposición entre un modelo de experiencia e intuición frente a un modelo frío y cuantitativo. Una ciencia afectiva y creativa frente a una ciencia absolutamente alejada de cualquier relación