Fig. 13. Tacita Dean, Film, 2011.
Nostalgia enmudecida
Es curioso, sin embargo, cómo el cine contemporáneo comercial performa la misma pulsión nostálgica por el cine del pasado, aunque los resultados son completamente diferentes. Allí, el regreso de lo obsoleto no se produce mediante la curación y la activación del medio, sino a través del pastiche y la subsunción de la potencia enunciativa de lo anticuado por parte de la tecnología más avanzada. Es decir, los medios nostálgicos se convierten en mera decoración, en atrezo de los nuevos medios. Un ejemplo de esto lo encontramos en Super 8, la película de J. J. Abrams producida por Steven Spielberg en 2011. En ella se despliega la nostalgia por un medio y una tecnología que ha formado el imaginario de toda una generación. Sin embargo, aparte de lo anecdótico, en el filme no hay lugar para el potencial de la cámara Super 8, que permanece muda durante todo el metraje, y apenas puede hablar como comentario infantil durante los títulos de crédito a través de la historia de zombis contada por los niños –no sabemos si ese muerto viviente es también en el fondo una metáfora del propio cine–. Todo ese mundo nostálgico, esa tecnología descartada que formó la pasión por el cine del propio Abrams, es ahora asumido por la potencia de los efectos especiales y los medios espectaculares de Hollywood.
La famosa secuencia del accidente del tren, por ejemplo, está grabada con una tecnología que hace enmudecer al cine anterior. En lugar de dejar hablar a la cámara de los niños, que graba el accidente, y hacernos ver ese acontecimiento a través de la Super 8, Abrams muestra el descarrillamiento mediante un régimen de visión panóptico e hipervisual en el que hasta el más mínimo detalle es observado desde todos los ángulos y perspectivas posibles. Desde todos, menos desde el de la cámara Super 8, que vemos «mirar» desde el suelo, pero a cuya imagen no tenemos acceso (Fig. 14). Incluso en la película final filmada por los niños, el accidente que se muestra es una reconstrucción artesanal de la escena, pero no la escena real. La cámara es un testigo mudo de los acontecimientos, como si Abrams, a pesar de la supuesta añoranza del medio, no consiguiera en ningún momento llegar a creer en la capacidad de esa tecnología analógica para dar cuenta del presente.
Fig. 14. Fotogramas de la película Super 8, J. J. Abrams, 2011.
En Super 8, la afectividad y la nostalgia por lo que se ha ido aparece, entonces, como una mera estrategia de cambalache. Un pastiche en el sentido clásico establecido por Jameson: «una parodia vacía, una estatua con cuencas ciegas; los productores de la cultura no tienen hacia dónde volverse, sino al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de todas las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que ya es global»[17]. En la película de Abrams, el pastiche lo encontramos tanto en la imitación de «maestros» del pasado –Spielberg y la reactualización del cine juvenil de los ochenta: Los Goonies–, como en la puesta en juego de la estética retro que tan sólo aparece como fondo de los acontecimientos, como decoración y memoria vacía. O lo que es lo mismo: el pasado acontece como souvenir, como una capitalización del recuerdo y una mercantilización de la experiencia afectiva.
Tecnologías moribundas
Frente a esos usos de la nostalgia, el espacio artístico se muestra –o al menos lo pretende– como lugar de preservación de esas tecnologías descartadas por el ritmo frenético del progreso. En el caso de la obra de Rodney Graham, el objeto anticuado no es una mera decoración, sino que intenta desplegar su potencia, aunque en este caso la potencia sirva para enunciar su propia muerte al mismo tiempo que pretende efectuar su proceso de duelo. El proyector y la máquina de escribir proponen un espacio de comunicación continuo y un diálogo a través del tiempo y el espacio. En la instalación –porque sin duda, con el cine de galería debemos hablar de «instalación», con el significado espacial que esto conlleva– los dos objetos, las dos máquinas modernas pero abandonadas, se comunican. Una muere sin haber nacido. La otra, moribunda, nos hace ver la muerte de la primera, como si se tratase de una reversión de tiempos (después-antes-futuro-pasado-presente), pero también de espacios (dentro-fuera-aquí-allá). Como sugiere el propio Graham, «los dos objetos industriales se comunican uno con otro a través del espacio que los separa, dos tecnologías obsoletas»[18]. Un espacio-tiempo de contacto que, como hemos comentado, ya no es el espacio del cine, sino el del museo, la galería o, en extenso, el espacio simbólico del arte.
En ese espacio, los medios moribundos son curados temporalmente para que representen su propio decaimiento. El museo funciona, de esa manera, como un lugar de «remediación», no sólo en el sentido de convivencia y traducción de medios –tal como lo han entendido Bolter y Grusin–[19], sino en el sentido literal del término, como remedio médico y cura de algo que está enfermo y agonizante. El museo se convierte así en un hospital sanador de medios dolientes. Medios que, sin embargo, sólo pueden vivir en ese espacio artificial, representando continuamente su muerte, o mejor, su resistencia a morir.
El museo como cementerio o como sala de autopsias cede entonces su lugar al museo como hospital y sala de cuidados intensivos. El museo como UCI. Como clínica de medios, pero también de ideologías, historias y experiencias. La paradoja, por supuesto, es que estos enfermos nunca llegan a sanar del todo y que la cura sólo tiene efecto dentro del propio hospital. Fuera de allí, en el mundo real, la ilusión se desvanece.
Tal vez sea que, en el fondo, más que de hospitales, estemos hablando de casas encantadas. Y más que con enfermos, estemos tratando con fantasmas. Entendido así, quizá podamos llegar a comprender esos ecos y reverberaciones de otro tiempo que se resisten a desaparecer. Espectros que nos muestran los restos de un mundo que se ha ido y que, sobre todo, nos advierten que nuestro presente también puede expirar en cualquier momento. O quién sabe, que probablemente haya comenzado a hacerlo.
Retromanía y asimilación
Los usos de tecnología del pasado en Fringe y en la obra de Rodney Graham sirven de ejemplo de la tendencia de la cultura visual de nuestros días a trabajar con estéticas anacrónicas y anticuadas como una puesta en obra de estrategias de resistencia ante los avances del tiempo y la historia. Esta presencia de lo obsoleto y lo nostálgico se ha convertido ya en un género en sí mismo. Y la manera más extendida de abordar esta cuestión es aludir al pensamiento de Walter Benjamin y a su lectura del potencial de lo obsoleto para cambiar el presente. A lo largo de su obra filosófica, especialmente en sus textos sobre el coleccionismo, el surrealismo y los pasajes parisinos, Walter Benjamin observó la potencia de la obsolescencia en la transformación política del presente[20]. Según el pensador alemán, los objetos obsoletos mostraban mejor que ninguna otra cosa el oscurecimiento del sueño brillante de la mercancía y el incumplimiento de la promesa de felicidad del capitalismo. Sueños incumplidos que, precisamente, en su incumplimiento, mantenían latente la energía de aquello que no pudo ser, de tal manera que, en esos objetos, ideas, tecnologías y maneras de ser abandonadas, sustituidas antes de ser agotadas, es posible encontrar casi destilada la energía para la revolución y el cambio del presente.
Los textos de Susan Buck-Morss, como otros muchos de Rosalind Krauss o Hal Foster han consolidado esta referencia a la potencia de lo antiguo y a la energía revolucionaría de lo descartado, convirtiendo el mero uso del pasado en una forma de resistencia ante el progreso[21]. Esta referencia a la crítica al progreso de Benjamin –y en otros muchos casos también de Adorno– se ha convertido en un lugar común en la historia del arte contemporáneo, que sigue tomando esa actitud de rescate de lo obsoleto y lo pasado de moda como una posición crítica. Sin embargo, como recientemente ha observado Joel Burges, los cambios en las políticas de producción y la consolidación de la estrategia de la obsolescencia programada transforman por completo ese sentido crítico del empleo del pasado, que ahora acaba siendo integrado en la propia lógica de consumo[22].
Esta nueva fase de «la producción de lo viejo», si se piensa bien, coincide con los inicios del capitalismo tardío, y sus principios tienen