[2] Walter Benjamin, «Charles Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo», en Obras. Libro I/vol. 2, Madrid, Abada, 2008, pp. 87-301.
[3] Charles Baudelaire, El pintor de la vida moderna, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Murcia, 1994; véase Félix de Azúa, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Barcelona, Anagrama, 1991.
[4] Giorgio Agamben, «¿Qué es lo contemporáneo?», en Desnudez, Barcelona, Anagrama, 2011, pp. 17-27, p. 26.
[5] Ibid., p. 18.
[6] Véase, entre otros, David Harvey, La condición de la posmodernidad. Investigación sobre los orígenes del cambio cultural, Buenos Aires, Amorrortu, 2008.
[7] Charles Baudelaire, Salones y otros escritos sobre arte, Madrid, Visor, 1999, p. 101.
1. Contratiempos del arte contemporáneo
En Punto omega, Don DeLillo describe la experiencia de un visitante que se encuentra en una galería frente a 24 Hour Psycho (1993), la obra de Douglas Gordon que consiste en la ralentización del célebre filme de Alfred Hitchcock hasta llegar a las veinticuatro horas de duración (Fig. 1)[1]. En la sala, protegido por la oscuridad y bañado por la luz de las imágenes, el protagonista de la novela de DeLillo tiene la sensación de habitar un tiempo diferente y encontrarse frente a un modo de percepción alternativo al de la vida cotidiana. Para el personaje, como para cualquiera que haya experimentado la instalación de Gordon, el tiempo se ralentiza, casi parece que se detiene, aunque nunca se detenga del todo. La obra provoca una apertura del tiempo de la imagen cinematográfica. Nos hace conscientes de los intersticios que hay entre un plano y otro, nos muestra que esa continuidad aparente de la imagen-movimiento es, en efecto, sólo aparente, y nos invita, en última instancia, a mirar en los intersticios, en las elipsis entre fotograma y fotograma, en esos lugares que no tienen lugar cuando la imagen se desarrolla a su velocidad habitual, 24 imágenes por segundo. Gordon, pues, abre la imagen. La abre deteniéndola, pero no del todo. No la ofrece como algo estático, como una imagen-fija, sino como una imagen que está a medio camino entre la imagen-fija y la imagen-movimiento, una imagen que, como expresa el protagonista de la novela de DeLillo, es «puro cine, puro tiempo».
Al personaje de DeLillo las imágenes acaban produciéndole una toma de conciencia del tiempo, una experiencia temporal en la que, al final, «uno es consciente de que está vivo». Se trata de la sensación de habitar un tiempo diferente, un tiempo otro, alejado del rumor de la calle. Un tiempo que no es, sin embargo, el tiempo detenido, eterno y quieto, que habitualmente encontramos en el espacio artístico. No se trata de un tiempo sin tiempo –y esto es lo que más parece interesar a DeLillo– sino más bien de un tiempo otro. Un tiempo que se mueve a una velocidad para la que no llegamos a estar preparados. Porque la imagen nunca llega a detenerse del todo, de modo que no hay una posibilidad de acompasamiento total. El tiempo nunca está ahí como quisiéramos que estuviera. Y de esa manera, paradójicamente, somos conscientes de él.
Fig 1. Douglas Gordon, 24 Hour Psycho, 1993.
La obra de Gordon es una apertura del tiempo, pero también una apertura de la tecnología. El artista abre la imagen fílmica como quien abre un juguete. La desmonta, la hackea, la profana o, como ha sugerido Nicolas Bourriaud, la posproduce[2]. Se apropia de las imágenes y les otorga un nuevo significado que, sin embargo, no borra totalmente el sentido primigenio, sino que lo pervierte, lo resquebraja y lo hace evidente. Abrir la imagen es aquí abrir el tiempo. Y abrir el tiempo es, sin duda, espacializarlo, crear un intersticio, un lugar para habitarlo.
En última instancia, lo que le interesa a Gordon es producir una experiencia temporal autoconsciente. Una experiencia que nos conduzca hacia un tiempo alternativo. La imagen como un contratiempo. Un tiempo a la contra. A la contra del tiempo moderno. A la contra de ese tiempo estandarizado que Sylviane Agacinski ha llamado «la hora occidental» y que no es otra cosa que el tiempo del trabajo, del progreso, de las máquinas, un tiempo sobre el que el sujeto ya ha perdido toda posibilidad de soberanía[3]. El tiempo acelerado que surge de la experiencia de la modernidad. La célebre escena de Tiempos modernos en la que Chaplin, extenuado por la cadena de montaje, comienza a atornillar todos los objetos que tiene a su alrededor, sirve de metáfora perfecta –quizás algo exagerada, es cierto– para esa modernidad que expande el ritmo de la máquina a la cotidianidad, produciendo sujetos que interiorizan y hacen suyos los tiempos de la cadena de producción (Fig. 2).
Fig. 2. Charles Chaplin, Tiempos modernos, 1936.
El nacimiento del sujeto moderno estuvo ligado a la «sujeción» a un tiempo que ya no era el de los cuerpos sino un tiempo ajeno, el tiempo de la sucesión y la repetición acelerada de lo mismo que favoreció la creación de «esclavos temporales»[4]. En cierto modo, se podría decir que la modernidad instauró el tiempo único de la producción y la tecnología –único resquicio aún hoy de la creencia en el progreso–, el tiempo de la continuidad y la velocidad o, como ha sugerido Mary Ann Doane, el tiempo cinemático, caracterizado por la elipsis y la supresión de los tiempos muertos, esos tiempos que precisamente son los tiempos de lo humano, los tiempos de la so(m)bra, que escapan a la luz del espectáculo[5]. Se trata del ritmo de la producción, que elimina todo aquello que no sirve para que el sistema funcione de modo correcto: los afectos, la emociones, todo aquello que no puede ser fácilmente absorbido y comercializado. Autores como Paul Virilio o Hartmut Rosa han teorizado sobre esa maquinización, aceleración y desaparición progresiva del tiempo que caracteriza a nuestra era[6].
Para Hartmut Rosa, la aceleración es precisamente una de las características fundamentales del mundo actual[7]. Se trata de un proceso que hunde sus raíces en los inicios de la era industrial y que puede observarse a tres niveles: la aceleración de la tecnología, la de los cambios sociales y la del ritmo de la vida diaria. Tres ámbitos relacionados que nos hacen experimentar el presente de modo acelerado. Un presente hipermoderno en el que el propio tiempo tiende a su desaparición[8]. Ya no nos vale la rapidez; ahora es necesaria la instantaneidad. Aquí y ahora. Sin esperas. Las cosas suceden en tiempo real. En un parpadeo. A eso es a lo que Manuel Castells llama «tiempo intemporal» o John Urry «tiempo instantáneo»[9]. Un tiempo sin tiempo. Ya David Harvey advirtió que la condición de nuestro tiempo tenía que ver con una compresión espacio-temporal en la que tanto el tiempo como el espacio se reducen[10]. Una anulación paulatina de las distancias y los tiempos de espera producida en última instancia gracias a una aceleración de los flujos del capital: cuanto más rápido circula la mercancía, más crece el sistema.
Si lo pensamos bien, frente a ese tiempo capitalizado, transparente y acelerado, el tiempo de la obra de Douglas Gordon, con la que comienza este texto, propone un tiempo tangible, un tiempo que el sujeto casi puede apresar con sus manos. Duración pura. Más allá del tiempo de los relojes, más allá del tiempo artificial. Un tiempo material, denso, dilatado, habitable; una room-time, una habitación de tiempo. Una experiencia que, como ha observado Luciano Concheiro en su crítica de la aceleración contemporánea, suspende el flujo temporal a través de la potencia del instante: «un parpadeo durante el cual sentimos que los minutos y las horas no transcurren»[11].
24 Hour Psycho es uno de los múltiples ejemplos del interés que en los últimos años ha mostrado el arte contemporáneo por el problema de la temporalidad. Esta desnaturalización