Por último, podría decirse que la temporalidad fue central para otros muchos artistas que desde el arte conceptual reflexionaron sobre la subjetividad y la identidad. Quizás el ejemplo más claro de esto es la obra de On Kawara, tanto sus Date paintings (Fig. 4), pinturas de fechas que señalaban el día de su producción, como en sus telegramas y postales realizados como marcadores temporales de la existencia, o sobre todo su One Million Years (1999), libros en los que están escritos un millón de años hacia el pasado y hacia el futuro y que hacen visible, al menos en su significado lingüístico, la metáfora de «hace mucho, mucho tiempo» o «en un futuro muy, muy lejano». El tiempo se convierte en una dimensión presente e ineludible.
Estos serían algunos de los innumerables ejemplos de trabajo con el tiempo durante los años sesenta y setenta. Un periodo en el que la dimensión del tiempo volvió a ser crucial para entender la experiencia artística. Como también lo fue, según Martin Jay, el lenguaje, el cuerpo o la política, en definitiva, la vida, que había sido expulsada del arte por los modernistas y que ahora volvía con intensidad recobrada[22]. De esta manera, como argumentó Hal Foster, el arte de las neovanguardias de los años sesenta y setenta suponía la culminación de uno de los objetivos centrales de las vanguardias históricas y de todo el arte moderno desde sus inicios: la ruptura de los límites entre el arte y la vida[23].
Fig. 4. On Kawara, Date Painting (Mar.11.1967), 1967.
Tiempo desnaturalizado, tiempo abierto, tiempo afectivo
Tras la recuperación del tiempo, esta dimensión ya no se marchó de la práctica artística, ni de la reflexión crítica[24]. Y poco a poco se ha convertido en una categoría cuyo uso sirve para mostrar las resistencias de una obra a ciertas ideas centrales de la modernidad. Frente a la aceleración, la monocronía o el tiempo capitalizado, las experiencias temporales que proporciona el arte han comenzado a ser vistas como una vía alternativa de experiencia temporal, como un modo de resistencia ante el tiempo hegemónico del presente. Esta capacidad crítica del tiempo y sobre todo su centralidad en el debate histórico-artístico ha llegado a su clímax en los últimos años, donde se ha convertido, como mencionaba al principio, en un problema abierto y tratado de varias maneras.
He comenzado el texto aludiendo a una de las cuestiones más evidentes, la alteración de los ritmos temporales en la obra de Douglas Gordon. Su obra, igual que la de muchos otros, como Stan Douglas, Jesús Segura, Eija-Liisa Ahtila, James Coleman o Dough Aitken, contraviene las lógicas de consumo y capitalización cada vez más presentes en el mundo actual a través de la alteración y manipulación de las tecnologías de la imagen, que aceleran, interrumpen, desnaturalizan y trastornan los ritmos temporales cotidianos para producir perturbaciones en la percepción de las imágenes.
Fig. 5. Raqs Media Collective, Now, Elsewhere, 2009.
Otro de los centros de tensión en los usos del tiempo en el arte contemporáneo es la relación entre pasado, presente y futuro. Los discursos sobre la memoria y la historia ponen en juego un sentido del tiempo como algo abierto y manipulable donde pasado, presente y futuro se encuentran conectados y en constante proceso de construcción, tal como sucede, por ejemplo, en la obra de Tacita Dean, Matthew Buckingham, Francis Alÿs o Rosell Meseguer, artistas que, a través del archivo, el montaje, la performance histórica o el anacronismo reescriben la historia y traen el pasado al presente. He analizado con detenimiento estas prácticas en Materializar el pasado: el artista como historiador (benjaminiano)[25] y volveré sobre ellas en la primera sección de este libro para mostrar cómo un gran número de artistas actuales trabajan como historiadores, entendiendo la historia en un sentido semejante al desplegado por Walter Benjamin en los años treinta del pasado siglo –también en una era de cambios, crisis y peligros–, la historia como algo latente y vivo, que afecta al presente y es la clave de la construcción de un futuro. El tiempo se abre, y el pasado y el futuro se comunican. En este sentido, la crisis en la linealidad y en el avance del tiempo en una sola dirección, hacia delante, son también puestos en cuestión. Estos artistas buscan la esperanza de cambio en el pasado, en lugar de en la utopía por venir, identificando lo que pudo haber sido, el futuro que habitó el pasado, las posibilidades no cumplidas. Se trata de un trabajo con las energías latentes, los sueños frustrados, las utopías del pasado, una suerte de arqueología del futuro que nunca sucedió. El artista actúa como conector de tiempos, como montador de regímenes temporales distintos que, por yuxtaposión y colisión, activan posibilidades de experiencia que aún no habían sido completadas.
Otro modo de trabajo fundamental con el tiempo en el presente es lo que, frente al tiempo capitalizado, podríamos llamar «temporalidad afectiva». Frente a la maquinización de la experiencia temporal y la idea apuntada por Antonio Negri de que el ritmo de la cadena de montaje y la fábrica han poseído a la experiencia moderna y que nuestro tiempo ha sido convertido en puro capital, muchos artistas muestran la temporalidad a través de los afectos[26]. Pensemos en los relojes sincronizados de Perfect Lovers (1987), de Félix González-Torres, que marcan el tiempo del amor, la enfermedad y la pérdida; en las cronologías emocionales de Now, Elsewhere (2009), de Raqs Media Collective (Fig. 5); o incluso en One Year Celebration (2003), el calendario subjetivo de la Association des temps libérés, creada por Pierre Huyghe para valorar el tiempo improductivo más allá del tiempo del trabajo. En todos los casos el tiempo se vuelve afectivo, deviene pura duración emocional, más allá de los ritmos del capital.
Contra-cronologías del arte contemporáneo
En última instancia, se podría decir que todas estas reflexiones sobre la temporalidad están en el centro del debate sobre el mundo global y los tiempos de la historia. Y es que una de las consecuencias de la globalización en el ámbito las humanidades ha sido la puesta en crisis de los discursos históricos centrados en Occidente y de la concepción lineal del tiempo. Desde la Historia, el Arte y la Filosofía –pensemos en el caso de Walter Mignolo entre otros muchos–[27] se ha mostrado cómo el sentido lineal, causal y teleológico de la historia universal ha sido desarmado y se ha comenzado a pensar el tiempo histórico como una multiplicidad de líneas, tradiciones y experiencias temporales que ya no tienen un centro único ni una sola dirección.
Autores como Terry Smith han denominado «contemporaneidad» a ese momento presente en el que el tiempo se ha espacializado y parece haber detenido su camino inexorable hacia delante[28]. Sin embargo, si lo pensamos bien, la contemporaneidad, entendida de este modo, sería más bien, el último periodo de la historia de Occidente; el momento en el que esta historia, concebida como una historia hegemónica y central, se colapsa y se rompen sus engranajes. A lo que estamos asistiendo, más bien, es al colapso de las herramientas discursivas con las que las disciplinas humanísticas occidentales han pensado el mundo y la historia. Se trata de la crisis de todo un modelo de conocimiento que se ha gestado a través de una concepción del mundo basado en la preeminencia de Occidente y su historia sobre el resto del globo. Cuando entramos en un periodo como el presente y se demuestra la importancia y centralidad de otras líneas, otras modernidades, otras historias, otros conceptos y categorías, todo el discurso histórico, con sus herramientas de análisis, se viene abajo.
Quizás haya sido el mundo del arte el que mejor ha sabido comprender esa crisis y reflexionar sobre la estructura del tiempo del presente. En cierto modo, el arte de las últimas décadas se