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en Francia. No pocos de ellos conseguirían sobreponerse a la prueba y regresar a la patria, como ya hiciera Séneca en tiempos del emperador Claudio. Así, por ejemplo, los dos fundadores del romanticismo español, Martínez de la Rosa y el duque de Rivas, que en sus años de exilio parisino crearon, además, lo mejor de su obra: Aben Humeya y Don Álvaro o la fuerza del sino, respectivamente. Otros, en cambio, pertenecen al espacio misterioso y despojado de la tragedia griega, la de quien lo tiene todo y lo pierde todo, la del poderoso que ha cometido el pecado de la soberbia o profesado el sueño de la razón y sufre un castigo cruel. Pensemos en el marqués de Esquilache. Pocos hombres tuvieron una influencia tan grande en la corte de Carlos III como este italiano que impulsó la libertad del comercio o los primeros estudios de desamortización eclesiástica, y a quien años después del motín madrileño de 1776, después de la confusa revuelta popular que provocó su ruina, los venecianos veían por las calles y canales de su ciudad perdido en un monólogo sin sosiego que solo interrumpiría la muerte:

      Y yo, que he limpiado Madrid, he empedrado sus calles, he hecho paseos y otras obras… que merezco que me levanten una estatua, y en lugar de esto me tratan tan indignamente…

      Ni el amor humano ni el divino han aplacado la guerra en España. Una tensión a menudo autodestructora que tiene su cruel imaginería en las guerras civiles del XIX y XX en las que los poetas, al menos, se quedaron con la palabra. Palabra muda, acallada, que recrimina, en el caso de los versos de Antonio Machado ante la muerte de Federico García Lorca:

       Mataron a Federico

       cuando la luz asomaba.

       El pelotón de verdugos

       no osó mirarle la cara.

       Todos cerraron los ojos;

       rezaron: ¡ni Dios te salva!

       Muerto cayó Federico

       —sangre en la frente y plomo en las entrañas—

       … Que fue en Granada el crimen

       sabed —¡pobre Granada!—, en su Granada.

      Cuántas veces me han venido a la cabeza estos versos en el País Vasco, cuando los terroristas etarras aprovechaban la predisposición internacional a creer cualquier leyenda negra sobre España y a contemplarlos como héroes de un pueblo oprimido; cuando los disparos secos de las pistolas y los gritos de quienes aclamaban a los criminales y celebraban el derramamiento de la sangre se convertían en costumbre, en parte de una monstruosa normalidad en la que estuvo siempre incluido el desprecio o, al menos, la frialdad inhumana ante el dolor de las víctimas.

      Sí, la historia de España está llena de lágrimas, de vidas y destinos aplastados, de espinazos rotos, de violencia. Ahora bien, ni más ni menos que los del resto de las naciones de Europa, no obstante la imagen fomentada desde los tiempos de la leyenda negra imperial. Y es que si hiciéramos un poco de historia comparada veríamos que el resto del Viejo Continente ha padecido conflictos similares que han dado ocasión a experiencias no menos desgarradoras y traumáticas. La secuencia es casi infinita, pero me gustaría rescatar dos imágenes de la civilizada y envidiada Francia que recuerdo en este libro. La masacre de los hugonotes en París el día de San Bartolomé. La detención, por parte del Gobierno de Vichy, de decenas de miles de judíos franceses y su envío en los propios trenes franceses a los campos alemanes de exterminio.

      La historia de la infamia es universal, y la historia de España, al igual que todas las historias de la historia, está hecha de luz y de sombra. Si ha engendrado inquisidores también ha dado personajes que no han sucumbido a las tinieblas y han sido leales a los fértiles valores del humanismo y a los avances de la razón. España no solo es Torquemada, el conquistador que «aniquila al buen salvaje», Fernando VII o el general Franco. También es el espíritu crítico que hay detrás del Lazarillo de Tormes. También es Francisco de Vitoria y su defensa apasionada del nativo americano. También es Jorge Juan y su espíritu ilustrado. Ruiz Giménez y sus Cuadernos para el diálogo. O los seis millones de manifestantes que —con ocasión del asesinato de Miguel Ángel Blanco— reprobaron en las calles y plazas del país la brutalidad de ETA, confirmando su compromiso con la defensa de las libertades a través de una explosión de civismo como no se había visto desde las manifestaciones contra la intentona golpista del 23-F.

      No se trata de exculpar o comparar horrores. Tampoco de renunciar a la autocrítica. Pero sí de desechar antiguos complejos, dejando atrás no pocas ignorancias y un buen número de percepciones simplistas y elementales sobre nuestro pasado. Y también de recordar que la historia no la hacen solo los que creen hacerla, y que, a pesar de los infortunios y desventuras, ningún esfuerzo queda olvidado del todo en la cuneta. Unas veces sobrevive la grandeza del empeño, como en el caso de Alfonso de Valdés y los erasmistas de principios del siglo XVI, que pierden la batalla de la libertad de pensamiento y quedan silenciados a causa de la intransigencia religiosa. En otras ocasiones la tentativa resulta fértil en secuelas favorables e inesperadas que tienen mejor fortuna. Las brujas de Goya acabaron devorando los sueños de la razón ilustrada de Jovellanos, pero una parte del pensamiento político y económico del ministro de Carlos IV fue recogido más tarde por los liberales de la primera mitad del siglo XIX. Y lo mismo puede decirse de la España soñada por el liberal y europeísta Salvador de Madariaga, de la cual es heredera la democracia de 1978.

      Conocer la historia de nuestro país no es cosa menor. Al contrario, desconocer el pasado de la nación en que uno vive es como estar privado de derechos civiles y culturales. Además, el conocimiento débil de la historia permite la manipulación política de la misma. En el ámbito educativo, y teniendo por bandera la búsqueda del hecho diferencial, los desaguisados no han podido ser mayores. La pluralidad de España no se define con palabras altisonantes ni cantando a coro un himno regional. La diversidad, vivida espontáneamente, con naturalidad, no necesita de arsenales; es como la libertad que baja hasta los individuos concretos, que está en sus vidas diarias estimulándolos para que se desarrollen en plenitud y levanten la voz contra las caceroladas que meten ruido sin abrir siquiera una rendija de luz. En días en los que se sustentan raíces e identidades imaginarias en la pretendida inexistencia de España, me arranca el alma ver cómo a tantos jóvenes actuales se les ha expropiado su conciencia nacional y buscan en nacionalismos tribales la compensación a su orfandad de una patria cívica y esperanzada, de mil cielos y mil colores.

      Víctima también en España de las obsesiones diferenciadoras es la lengua común a la que continuamente se enfrenta con otros idiomas peninsulares. Aquí quien más quien menos se va adhiriendo al principio nacionalista según el cual la lengua no la hablan los ciudadanos, sino el territorio, al que además se le concede el derecho de hacerse con hablantes obligatorios. En nuestra particular ceremonia de la confusión no son pocos los que piensan que la fortaleza del castellano —ya hace tiempo español; en su origen, latín mal hablado por norteños— proviene de la imposición de los poderes públicos, sin atender a la dinámica propia de las lenguas.

      No se puede negar, en efecto, que en sus primeros avances medievales el «derecho de conquista» asistiera al castellano, como al resto de lenguas romances —catalán, gallego, portugués—, a la hora de desplazar la lengua árabe. Pero después fue su capacidad de absorción la responsable de que asimilase numerosas lenguas regionales, incapaces de seguir su carrera en el comercio, la administración o la cultura, coronada con la gloria de Alfonso X el Sabio o la Escuela de Traductores de Toledo. La temprana publicación de su Gramática, obra de Nebrija, y el poder político y demográfico de Castilla durante el imperio de los Austrias harían el resto, hasta convertir el castellano en la lengua franca, no solo peninsular —el rey Fernando sería el primer abanderado al aparcar las formas dialectales aragonesas, seguido por la aristocracia de sus reinos—, sino también internacional, que tiene su referendo en 1498, cuando el embajador imperial ante la Santa Sede —el padre del poeta Garcilaso de la Vega— rompe la costumbre de dirigirse al papa en latín para hacerlo en su propio idioma. Ya con anterioridad la poesía en castellano había conquistado la erudita corte napolitana de Alfonso V el Magnánimo. Y a las puertas del imperio no son pocos