A todo esto hay que sumar que el nuestro es el país que más misioneros da al mundo: es decir, el generoso idealismo de una multitud de cristianos que luchan contra la injusticia en los rincones más desfavorecidos del planeta, atendiendo a los pobres y a los enfermos, sufriendo en el empeño sus mismas carencias, compartiendo los riesgos y amenazas de aquellos a quienes dedican su vida. Cientos, miles de ejemplos que nos hacen sentir todo aquello que, hace casi dos mil años, un carpintero judío anunció al proclamar la condición inviolable del ser humano, su dignidad intocable y su libertad esencial; nos hacen pensar que ese mensaje, tan arraigado en la historia de España, continúa siendo una promesa viva, compasiva y exigente.
El periodista británico Tobias Jones ha comentado que el feminismo no había pasado por Italia. Otro inglés, autor de un apasionante libro sobre nuestro país, Gilles Tremlett, recuerda que las mujeres españolas han conseguido todos los avances que la revolución «del segundo sexo», como la llamó Simone de Beauvoir, ha conquistado en Europa. Frente a la agresividad que rezuman las noticias, España es —según la Universidad de Georgetown— el quinto país del mundo más respetuoso con las mujeres, el segundo más seguro para ellas y el de menor violencia de género en Europa, muy por detrás de las socialmente envidiadas Francia, Dinamarca, Suecia o Finlandia.
Dejando aparte la historia, el paisaje y el arte, cuya riqueza ocupa parte de este libro, España posee, además, una de las lenguas más poderosas, más habladas y estudiadas del planeta, y es el tercer país, según la Unesco, por patrimonio universal, solo detrás de Italia y de China. Y para celebrarlo, tenemos la segunda mejor cocina del mundo.
No hay que conformarse con lo que va mal ni con las amenazas a lo que hemos conseguido, pero es muy importante saber qué tenemos, valorarlo correctamente, y cuando evaluamos nuestra situación compararla también con la de otras partes del mundo, incluida Europa.
A lo mejor no me creéis —ha dicho con cierta exageración el pianista y escritor británico James Rhodes— pero no os miento si os digo que en España todo es mejor. Los trenes, el metro, los taxistas, el ritmo de vida tranquilo, el idioma increíble (…) Son asombrosas la cordialidad del vive y deja vivir y la generosidad. El respeto que os inspiran los libros, el arte, la música. El tiempo que dedicáis a la familia y al descanso. A las cosas que importan…
Las naciones cambian. La Inglaterra de Shakespeare es muy diferente a la de Dickens. La España de Quevedo tiene muy poco que ver con la de Jovellanos, pese a que apenas cien años separan una de la otra. España, por otra parte, es uno de los países europeos que más ha avanzado en el último siglo. Yo he conocido, por lo menos, tres de sus variantes. La España de finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, los del predominio de Falange, la autarquía imposible, el silencio y el hambre. La España de los Planes de Desarrollo y la legitimación de Franco en el exterior, en la que el creciente bienestar económico se hizo subversivo y el rechazo a la dictadura dio lugar a un brillante florecimiento artístico y literario. Y la España de la democracia, que cuarenta y cinco años después de la muerte de Franco se ha convertido en un país completamente distinto al que era; una sociedad plural, dinámica y vigorosa que ha aceptado, sin excesiva violencia moral, cambios extraordinarios en la valoración y la legislación de principios que hasta ayer mismo parecían consustanciales a nuestra nacionalidad y a nuestra conciencia colectiva, conviviendo, sin especiales problemas, con el divorcio, el matrimonio homosexual y las familias de un solo progenitor, por citar algunos ejemplos significativos.
El cambio, en efecto, ha sido vertiginoso, y al margen de las conquistas sociales y políticas que se han producido desde la Transición, quizá uno de sus signos exteriores más espléndidos y evidentes se encuentre en las ciudades de provincia, las pequeñas y medianas. Casi todas han convertido sus centros históricos en peatonales, han reparado los monumentos que se caían a pedazos, han abierto espacios para el paseo o la reunión, han agilizado los servicios y han mejorado enormemente el transporte.
Por supuesto, hay problemas. ¿Cómo no iba haberlos? España padece los azotes del paro, el desprestigio social de saberes verdaderamente sustantivos —la filosofía, la historia, el arte—, la fulminante desaparición de valores esenciales como la cortesía o la amabilidad, el narcisismo regional, la exigua ilustración de la clase política o la extensión entre sus ciudadanos de una simplista concepción democrática donde el pueblo se revela únicamente como sujeto de derechos. A todo ello hay que sumar la excesiva dependencia de la sociedad respecto del Estado, que, unida a los viejos hábitos caciquiles y clientelares, favorece la corrupción y el abuso de poder y, por tanto, la degeneración de la vida pública.
La España de hoy tampoco escapa al peligro que ha vuelto a recorrer Europa: el auge del populismo, el desafío del nacionalismo excluyente, un virus que ya había suscitado grandes problemas mucho antes de la última crisis económica, pero que, a hombros de esta, ha dejado en paréntesis la solución constitucional de 1978. El asalto a los cielos coreado por el líder de Podemos parece haber quedado aplazado para otra ocasión; no así el giro radical del catalanismo político, cuyo desafío secesionista constituye, sin duda, el mayor de los problemas a los que hoy se enfrenta España. Víctima de los manejos nacionalistas, la sociedad catalana ha dejado de estar reunida en torno a valores cívicos y, sobre todo, al rechazo a la construcción de una nación basada en el enfrentamiento entre quienes sienten con autenticidad su pertenencia a la patria y los que, huérfanos de esa legitimación afectiva, han quedado reducidos a pasajeros de segunda clase o indeseables polizones en la travesía hacia la independencia.
Pero lo dramático no consiste solo en la posibilidad de un desgarramiento territorial, sino también en que, por el camino, se ha perdido la conciencia de nación. Porque no deja de ser triste ver cómo, después de conquistar con tanto esfuerzo el disfrute de las libertades democráticas, hayamos llegado a una situación en la que la convivencia es materia de chantaje por parte de partidos regionales, en la que numerosos ciudadanos no son considerados representativos en determinadas partes del país. Resumiendo, lo dramático es la negación de la convivencia nacional preconizada desde el altar nacionalista y aceptada por una parte de la sociedad acomplejada e inerme ante la prolongada impugnación que sufre la misma idea de España.
Y aquí llegamos a otro de los problemas que mina las bases de nuestra sociedad, el rechazo vergonzante de la historia de España, asociada casi exclusivamente a los episodios más tenebrosos o deprimentes de nuestro pasado.
Los españoles —ya lo he apuntado anteriormente— tenemos una democracia tan digna, tan desarrollada y tan imperfecta como la de nuestros vecinos europeos, y en los últimos cuarenta años hemos saldado con no poco éxito los desafíos de la modernidad. Y lo hemos hecho con audacia y generosidad, teniendo en cuenta el valor cívico del consenso. Sin embargo, una parte de la opinión pública piensa que el franquismo no ha terminado, que ser español es algo exótico, que nuestra democracia es pobre, débil e insuficiente, que tenemos un pasado mucho más terrible que el resto de naciones de Europa. Y no son pocos los que creen vivir en una nación enferma, cuya historia es la crónica de un interminable fracaso.
Somos el único país europeo que parece avergonzarse de sí mismo, la única nación incapaz de aceptar con naturalidad su pasado o de tener una visión positiva de su historia. Según diversos estudios, los españoles estamos entre los pueblos que se ven a sí mismos peor de cómo los ven los demás y también entre los que menos se enorgullecen de su propia cultura. ¡Una cultura