Juan de la Cruz prurito de Dios siente,
furia estética a Góngora agiganta,
Lope chorrea y vida canta:
tres frenesís de nuestra sangre ardiente.
Quevedo prensa pensamiento hirviente;
Calderón en sistema lo atiranta;
León herido, al cielo se levanta;
Juan Ruiz, ¡qué cráter de hombredad bullente!
Teresa es pueblo y habla como un oro;
Garcilaso, un fluir, melancolía;
Cervantes, toda la naturaleza.
Hermanos en mi lengua, qué tesoro
nuestra heredad —oh amor, oh poesía—
esta lengua que hablamos —oh belleza—.
No es de extrañar, por tanto, que en los siglos XVII y XVIII el castellano fuese el idioma del Estado, ampliándose rápidamente el número de españoles bilingües, sin roce alguno con el resto de idiomas peninsulares o, en el caso del Nuevo Mundo, con las lenguas precolombinas, salvadas por la Iglesia como vehículo evangelizador. El idioma de Cervantes, por otra parte, se enriquecerá, y mucho, gracias a la aportación americana. Y es que si el castellano hace el viaje de ida con los primeros ejemplares del Quijote que llegan a Panamá en 1605, a finales del siglo XIX hará el de vuelta con la palabra poética de Rubén Darío, nutrida de desafíos y atrevimientos, una intensa música verbal con resonancias de otras lenguas y otras literaturas, pero sobre todo con ecos de un continente donde lo maravilloso pertenece a la realidad y no a la imaginación.
La lengua española es fruto de este largo proceso de mestizaje. Nadie lo ha expresado mejor que Unamuno: el español, escribió, es
lenguaje de blancos y de indios, y de negros, y de mestizos, y de mulatos; lenguaje de cristianos católicos y no católicos, y de no cristianos, y de ateos; lenguaje de hombres que viven bajo los más diversos regímenes políticos…
El problema se plantea a lo largo de los siglos XIX y XX, cuando los cambios socioeconómicos y culturales, la obsesión uniformizadora del liberalismo y, sobre todo, la dictadura de Franco, que exaltó una España castellanizada, desataron la reacción de los nacionalismos en defensa del catalán, el gallego y el vascuence. Un ambiente de recelos mutuos que no lograría apaciguar la Constitución de 1978, con su reconocimiento de todas las lenguas peninsulares. Y menos aún las políticas llamadas de normalización de los gobiernos autonómicos, viva imagen de la visión lingüística de Franco y, sin duda, la mayor amenaza a la sensata convivencia entre los distintos idiomas de España. Y es que el término normalización, de clara resonancia orwelliana, además de contener un elemento coactivo evidente, proyecta una imagen tan falsa como peligrosa: la de una lengua inocente y otra culpable, una que fue oprimida y otra opresora, una natural y otra foránea, rivalidad radical que carga de agresividad y sobreexcitación ideológica cualquier debate sobre el presente y el futuro de las lenguas peninsulares, cuya supervivencia y consolidación constituye, sin embargo, una demostración más de que España hunde sus raíces en la pluralidad.
Diversos son los hombres y diversas las hablas / y han convenido muchos nombres para un solo amor, escribió Salvador Espriu, cuyo libro La piel de toro, tan lleno de esperanza, tan hambriento de paz, piedad y perdón, tan sediento de libertad y entendimiento, recuerda también que todas las lenguas de España han servido, al fin y al cabo, para plasmar las aspiraciones e inquietudes del mismo país. ¿Quién entre los que leímos a Espriu en plena dictadura o entre quienes cantaron sus poemas traducidos rápidamente al castellano puede olvidar aquellos versos que enlazaban con los escritos por Joan Maragall tras el desastre del 98 —Escucha España, la voz de un hijo…—, y al mismo tiempo con la angustia de poetas como Caballero Bonald —Escribo la palabra libertad, / la extiendo / sobre la piel dormida de mi patria— o José Ángel Valente —Oh patria y patria / y patria en pie / de vida, en pie / sobre la mutilada / blancura de la nieve, /¿quién tiene tu verdad?—?:
Escucha, Sepharad: no pueden ser los hombres,
si no son libres.
Que sepa Sepharad que nunca podremos ser
si no somos libres.
Y que grite la voz de todo el pueblo: «Amén».
La Sepharad simbólica de Espriu es la misma España que enciende los versos más tristes y esperanzados de Blas de Otero, la España que padece el peso de una posguerra inacabable, y al mismo tiempo el sueño de una España comprendida y comprensiva, cohesionada e integradora, diversa y unida en un empeño de convivencia, radical respeto mutuo e insobornable libertad:
Madre y maestra mía, triste, espaciosa España.
He aquí a tu hijo. Úngenos, madre. Haz
habitable tu ámbito. Respirable tu extraña
paz. Para el hombre. Paz. Para el aire. Madre, paz.
Se ha convertido en tópico decir que el paso de la dictadura a la democracia se hizo a costa de la memoria, echando una losa de silencio y olvido sobre la guerra civil y la dictadura franquista. No estoy de acuerdo. La memoria de la guerra civil a partir de una interpretación no maniquea de la misma y la reflexión sobre la Segunda República fueron claves en la reconstrucción de la democracia a la muerte de Franco. Cualquiera que haya vivido aquellos años repletos de incertidumbre puede recordar, además, la profusa publicación de novelas y libros de historia sobre el conflicto fratricida de 1936. Max Aub y Arturo Barea —El laberinto mágico del primero y La forja de un rebelde del segundo— llegaron en esa época a las librerías españolas, donde coexistieron, por ejemplo, con Días de llamas, de Juan Iturralde, o los relatos de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga. Los años del franquismo represivo, los años del hambre y la miseria de la posguerra están presentes, por otra parte, en las novelas de Francisco Umbral —Madrid, 1940— o Julio Llamazares —Luna de lobos—. Solo quien desdeñó en su momento esas y otras muchas obras puede decir hoy que en España hasta hace muy poco no fue posible escribir ni hablar de la Segunda República, la guerra civil o la posguerra.
De hecho, ni siquiera hubo que esperar al final de la dictadura para leer grandes novelas sobre estos temas: La colmena, de Cela, vio la luz en 1951; Volverás a región, de Juan Benet, aparece en 1967; un año después ganó el Premio Ramón Llull Incierta gloria, de Joan Sales, melancólico homenaje al idealismo de la juventud y de la fidelidad a ella, y en los setenta apareció Si te dicen que caí, de Juan Marsé, donde la leyenda y la desmitificación constituyen la pantalla donde se evoca el mundo degradado de la posguerra. Pero no solo novelas y libros de historia: aún tengo fresco el recuerdo de La prima Angélica, de Carlos Saura, película que retrataba con sarcasmo y crudeza a los vencedores de 1939, y también de Canciones para después de una guerra, original y demoledora crónica del primer franquismo. O el estreno —a principios de los ochenta— de la obra de teatro de Fernando Fernán Gómez Las bicicletas son para el verano, cuyo final, con esa desoladora conversación entre padre e hijo, refleja la resignación y el intento de sobrevivir que siguió a la conclusión de la guerra civil:
Luis: Hay que ver… Con lo contenta que estaba mamá porque había llegado la paz.
Don Luis: