Franco no ganó la Segunda Guerra Mundial, pero tampoco la perdió, y sin dejar de reprimir las libertades democráticas tuvo la satisfacción de recibir el espaldarazo de los grandes del planeta. La Guerra Fría vino en su ayuda y, gracias al abrazo de los Estados Unidos, la dictadura pudo rectificar la desastrosa política económica de la posguerra —que había llevado al país al borde de la ruina más absoluta— y, aunque tarde, encontrarse con las ondas del progreso material europeo.
Sostenida por la represión y el ejercicio diario de la propaganda, la fachada de la España franquista fue tan gris y uniforme como el Valle de los Caídos. Pero bajo la imagen oficial que daba a entender que todo continuaría atado y bien atado, el país regentado por el dictador cambiaba. Es verdad que el desarrollo de los años sesenta tuvo grandes fallas: fuertes desequilibrios regionales, estancamiento del campo, emigración de dos millones de españoles a Europa, insuficientes prestaciones sociales, horrores urbanísticos… No obstante, con la definitiva industrialización, el aumento del poder adquisitivo de las clases trabajadoras y el despliegue de una clase media consumidora y urbana, el progreso económico de aquella década provocó una transformación honda, prolongada, que —sumada al fenómeno del turismo y al creciente anhelo de respirar los aires frescos de Europa— hizo posible la transición política que se produciría después.
La historia ya no termina mal
Franco murió el 20 de noviembre de 1975, atesorando las arcas del poder que nadie se atrevió a quitarle en vida. El franquismo murió con él, porque la sociedad española había madurado desde 1960 y porque la dictadura careció siempre de legitimidad democrática. Tras la pesadilla —una pesadilla que identificó la nacionalidad con una confesión religiosa, expulsó de la nación a los discrepantes y renegó de la pluralidad—, el espíritu tolerante de la Transición vino a rectificar los versos del poeta Gil de Biedma:
De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal.
En efecto, acababa mal hasta la Constitución de 1978, con la que se dio una respuesta satisfactoria al gran problema de la España contemporánea —el problema de la democracia que obsesionaba a la generación intelectual del 14—, y la historia terminó bien, a pesar del golpe del 23-F y el azote del terrorismo.
Tiempo de pactos, de transacciones y sobresaltos… La Transición fue posible por muchas razones, pero, principalmente, por la voluntad de la oposición antifranquista y del reformismo del régimen franquista de vivir un nuevo comienzo. Adolfo Suárez desactivó los mecanismos de supervivencia de la dictadura y el joven rey Juan Carlos, necesitado de legitimidad propia, fue el factor de unión entre los representantes de las ya caducas dos Españas. Con él al frente del Estado, el país se transformó de forma inesperada y sorprendente en una democracia plena. Como diría Juan Pablo Fusi, en 1931 la monarquía fue el problema; y en 1975, la solución. El factor de un comienzo, como los españoles con futuro del poema de Gabriel Celaya:
No reniego de mi origen
pero digo que seremos
mucho más que lo sabido, los factores de un comienzo.
Españoles con futuro
y españoles que, por serlo,
aunque encarnan lo pasado no pueden darlo por bueno.
Recuerdo nuestros errores
con mala saña y buen viento.
Ira y luz, padre de España, vuelvo a arrancarte del sueño.
El abrazo, Juan Genovés, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid.
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