Paradojas de la historia, justo cuando disfrutamos de una democracia moderna, de una España de ciudadanos libres e iguales, es cuando nuestros líderes políticos más se han empeñado en levantar un discurso de separación, exaltando un mítico edén al que pertenecemos desde nacimiento y para siempre por una especie de pureza ancestral eternamente agraviada y sin embargo intacta, el Paleolítico, del que los nacionalistas vascos dicen ser herederos legítimos, la edad de oro de los guanches, de la que descienden los nacionalistas canarios, la arcadia musulmana en la que por lo visto vivían los andaluces antes de que los sometieran los despiadados e intolerantes castellanos… Julio Caro Baroja, contrariado por la complacencia e incluso la satisfacción con que la opinión pública ha alimentado este narcisismo regional, llegaría a poner el dedo en la llaga cuando escribió:
Parece que la gente con el autonomismo siente una mayor impresión de libertad. Hablan de las libertades forales, de las leyes de cada reino antes de la Nueva Planta impuesta por Felipe V… Sí, en efecto, con todas esas leyes en Navarra, en Aragón, en Cataluña serían muy libres, pero en las cosas fundamentales desde el Renacimiento, que son la libertad de conciencia del hombre, la de expresión, la de elección…, no solo no lo eran, sino que vivieron cientos de años con la Inquisición y no les importó. Así pues, este foralismo y las clamadas libertades colectivas no comportaban las libertades que quiere y necesita el hombre de hoy, las individuales.
Algunos pensaron que los narcisismos colectivos de las autonomías iban a ceder a medida que los españoles se curaran del sarampión anticentralista fruto de la paranoia uniformizadora del franquismo. Sin embargo, no ha sido así. Y por ahí, mientras los nacionalismos reescribían la historia a su medida, se nos ha ido la identidad común; por ahí se ha ido desvaneciendo la nación y hasta el término mismo de España, sustituido alegremente por la expresión vejatoria de «Estado español». En esta hora grave de nuestra nación, en la que incluso se le niega su mismo nombre, todavía hay quienes elevamos el corazón hasta los labios para proclamar con Gabriel Celaya:
España mía, combate
que atormentas mis adentros,
para salvarme y salvarte, con amor te deletreo.
La tristeza provocada por este desahucio sentimental es la principal razón de este libro, escrito a la luz de una cultura que nos proporciona significado como españoles, concebido con el deseo de revindicar una España integradora y consciente. Claro que con la apelación a España —manifiesta ya desde el título— no se trata desenterrar momias, sino de convocar nuestra valiosa herencia cultural. Porque, pese a los malos historiadores, el pasado que se hizo vida creadora en lo mejor de nuestra historia vive aún, no está muerto.
España —vuelvo a repetirlo— es mucho más que un nombre. Bien lo sabían Américo Castro y Sánchez Albornoz cuando, en el exilio, y desde ópticas diferentes, reflexionaron sobre nuestro pasado colectivo, describiendo en sus libros —España en su historia; España, un enigma histórico— el proceso de toma de conciencia de los españoles, la evolución de sus sentimientos de pertenencia a una misma comunidad. Bien lo sabía también Vicens Vives, que, en plena dictadura, publicó su breve y preciosa Aproximación a la historia de España, donde aún nos invita a mirar la realidad nacional, explicando las causas profundas de la unidad de Castilla y Aragón, la permanente relación de sus gentes y el diseño de una empresa común que trató de salir de las cenizas de la descomposición de la monarquía universal. Aquellos historiadores arrancaban de las manos del sectarismo el hecho amplio, la afirmación inmensa, la anchura del concepto de España. Aquí no había españoles de primera y segunda, regiones con destino manifiesto y países entregados a los silenciosos paisajes de los campos de desguace. Aquí no había Españas y Antiespañas dispuestas a negar la vigencia de la nación entera. Lo que había era ciudadanos españoles, responsables de su tradición, enamorados de su cultura, aterrados por la vivencia de la guerra, pero dispuestos a que nadie se atreviera a negarles la condición de patriotas o a arrebatarles la existencia misma de la nación a la que pertenecían.
Bien sabía también que España era mucho más que un nombre Manuel Bartolomé Cossío, el intelectual riojano que, con ayuda de algunos de los miembros más destacados de la generación del 27, puso en marcha las misiones pedagógicas de la Segunda República. No hay en nuestra historia reciente un ejemplo igual de amor a la tierra donde uno ha visto la luz. Yo, al menos, no lo conozco. El proyecto consistía en llevar la cultura —la poesía, el teatro, la música, la pintura y el cine— a todos los rincones de España. Pero no de la mano de cualquiera, sino con la ayuda de los propios poetas, actores y artistas. Cierto que el plan pecaba de ambicioso y de ingenuo. Cierto también que el resultado sería anecdótico. ¡Pero qué pasión por la custodia e irradiación de nuestra cultura! ¡Y qué visión más acertada! Porque aquellos intelectuales comprometidos con su tiempo supieron ver que para consolidar la nación española no bastaba con el reformismo social y la democratización política. Debía crearse algo más. Algo que precediera a esos proyectos. Algo que debía acompañarlos necesariamente. Un patriotismo cultural. Había que despertar en todos los españoles una admiración sana por su país a través de la recuperación y divulgación de sus grandes expresiones artísticas.
Este libro es un homenaje a esa noble idea de la nación. Porque, en efecto, la patria no se reduce a una bandera, un himno o un discurso sobre los héroes del pasado. Ni es solo los lugares y personas que pueblan los recuerdos y los tiñen de melancolía. También es un puente romano o el esbelto campanario de una iglesia románica, una película que nos recuerda cómo éramos, las piezas para piano de Albéniz o un cuadro de Goya. Y por supuesto, las palabras de quienes inyectaron torrentes de genio y de fantasía a unos idiomas que aún siguen enriqueciéndose.
Este es un libro dedicado, por tanto, a recordar algo que, en medio de nuestras desavenencias, permanece en pie: nuestra historia en común, nuestra herencia cultural, lo que los españoles hemos sido y creado a lo largo de los siglos. El tema es inmensamente rico, y trataré de ser ecuánime en su exposición. Pero también seré apasionado, porque España me concierne como hombre, como historiador y como ciudadano.
Nada hay en las páginas siguientes que abone una visión acrítica del pasado. Tampoco que permita defender estereotipos ni esencias eternas. Ya he dicho que España es, por encima de todo, historia, una historia de luces y sombras, en la que conviven los tiranos y los santos, las guerras y las persecuciones con empresas culturales y creaciones artísticas que sobreviven a los siglos: la sabiduría de Averroes y Ramón Llull, las Cantigas de Alfonso X el Sabio, la poesía de Ausiàs March y Garcilaso de la Vega, la pintura de Velázquez y Picasso, el teatro de Calderón de la Barca y Jardiel Poncela, La Regenta de Clarín y la gigantesca obra histórica de Menéndez Pelayo, provista de una asombrosa erudición, Buñuel y un cine que nace como una llamada de libertad, que se forja con lo inexplicable de los sueños, cortando el ojo de lo racional… Cultura con mayúsculas que sigue resonando en nuestra alma. Hoy nadie se acuerda de los reyezuelos de taifas que amargaron la vida del irreductible Ibn Hazm de Córdoba, pero su libro El collar de la paloma sigue conservando enseñanzas inolvidables sobre el amor humano, del mismo modo que las composiciones polifónicas de Tomás Luis de Victoria nos descubren el anhelo divino de la sociedad del